'El insulto': verborrea en contra de la guerra
La última película del director libanés Ziad Doueiri fue una de las nominadas a mejor película de habla no inglesa en los pasados Oscar
Como consecuencia de la formación del Estado de Israel, incontables palestinos se quedaron sin un país al que llamar hogar. Muchos de ellos buscaron acogida en Líbano, y ocuparon allí campos de refugiados que con el tiempo se han vuelto permanentes, convirtiéndolos en una masa estigmatizada por buena parte del resto de la población y en especial por una derecha política impulsada por el resentimiento nacionalista. La sociedad libanesa, dicho de otro modo, es un polvorín, compuesta como está por grupos cuyas identidades respectivas se basan en verse los unos a los otros como enemigos. En esa realidad se basa la nueva película de Ziad Doueiri, crónica de cómo, a consecuencia de ese odio religioso e ideológico, un conflicto personal aparentemente trivial puede llegar a propagarse hasta consumir a una ciudad entera y hasta a toda una nación.
Dos hombres discuten sobre una tubería, que gotea agua desde el balcón de una vivienda hacia la calle. Intercambian palabras muy rudas. Uno de ellos exige una disculpa. En lugar de eso, alguien propina un golpe. Y, como una bola que crece y crece en su descenso, el asunto se convierte en una aparatosa batalla judicial que pone a prueba la precaria coexistencia de musulmanes y cristianos en Beirut y aviva recuerdos de atrocidades del pasado; y la guerra civil, que terminó oficialmente en 1990, parece estar a punto de estallar de nuevo.
A pesar de su hostilidad mutua, esos dos individuos tienen mucho en común. Ambos son trabajadores dedicados y buenos maridos, y los dos son víctimas de su propia obstinación y blancos fáciles de las provocaciones ajenas; comparten una inclinación a valorar más la dignidad que el sentido común y por tanto, para ellos, sentirse humillado es sinónimo de un dolor insoportable. Con el fin de enfatizar ese paralelismo, Doueiri no duda en echar mano de las situaciones y los recursos narrativos más toscos, pero sus esfuerzos se ven saboteados por su falta de ecuanimidad a la hora de repartir sus propias simpatías entre ambos.
Lo que empieza como un desencuentro vecinal por una tubería rota acaba al borde de la guerra
Tony (Adel Karam), cristiano nacionalista, se revela desde el principio como un fanático tan intolerante y tan cerril que a cualquier espectador con sentido común deberían bastarle 10 minutos de metraje para preguntarse por qué su esposa embarazada no lo dejó tirado hace tiempo. En cambio, el orgullo del musulmán palestino Yasser (Kamel El Basha) es retratado como algo razonable, consecuencia inevitable de toda una vida pasada sintiendo que su dignidad es objeto constante de agresiones verbales e institucionales. Ese desequilibrio se mantiene durante toda la película, y sus nocivos efectos no logran ser atemperados ni por las diversas subtramas médicas que Doueiri introduce ni por los traumas pasados que descubrimos en Tony avanzada la historia.
La falta de sutileza de 'El insulto' alcanza su máximo esplendor cuando el relato se traslada del mundo privado de la familia y el trabajo al circo de los tribunales y los medios de comunicación. La segunda mitad de la película funciona a la manera de un melodrama judicial televisivo, plagado de giros folletinescos y discursos incendiarios pronunciados por abogados rivales —que, sorpresa, resultan ser padre e hija— mientras una platea ideológicamente dividida los aplaude y abuchea y jalea y el juez, entretanto, se comporta como si todo eso fuera lo más normal del mundo.
En el proceso, 'El insulto' incurre en una clara contradicción. Es una película que advierte contra el poder destructivo de las palabras y al mismo tiempo se muestra enamorada de ellas. Los interminables peloteos verbales de los personajes intentan dar a la historia tensión dramática e imparcialidad ideológica, y el constante didactismo —ejemplificado por las sucesivas referencias a la Guerra de los Seis Días y al Septiembre Negro y a la matanza de Damour— trata de guiarnos a través de un paisaje social y legal minado por conflictos de raza, religión e identidad cultural. Pero, llegado el momento, la película nos aplasta con el peso de su verborrea, incapaz de proporcionarnos un solo diálogo que no sea un párrafo de un libro de historia o de un sermón.
Como consecuencia de la formación del Estado de Israel, incontables palestinos se quedaron sin un país al que llamar hogar. Muchos de ellos buscaron acogida en Líbano, y ocuparon allí campos de refugiados que con el tiempo se han vuelto permanentes, convirtiéndolos en una masa estigmatizada por buena parte del resto de la población y en especial por una derecha política impulsada por el resentimiento nacionalista. La sociedad libanesa, dicho de otro modo, es un polvorín, compuesta como está por grupos cuyas identidades respectivas se basan en verse los unos a los otros como enemigos. En esa realidad se basa la nueva película de Ziad Doueiri, crónica de cómo, a consecuencia de ese odio religioso e ideológico, un conflicto personal aparentemente trivial puede llegar a propagarse hasta consumir a una ciudad entera y hasta a toda una nación.
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