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Oliveira tampoco era inmortal
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Adiós al decano del cine europeo

Oliveira tampoco era inmortal

Aunque inició su carrera con un filme mudo que apostaba por el poder de la imagen por encima de la narración, la palabra y la literatura acaban cobrando una importancia vital en su cine

Foto: El director portugués, en el Festival de Cannes de 2010, con la película 'O estranho caso de Angelica'. (REUTERS)
El director portugués, en el Festival de Cannes de 2010, con la película 'O estranho caso de Angelica'. (REUTERS)

Nos habíamos acostumbrado a creer que Manoel de Oliveira (1908-2015) era inmortal. Ningún otro cineasta ha conseguido una carrera que se extienda desde el fin del cine mudo al siglo XXI. Y muy pocos se mantienen en activo, como él, ya llegados a nonagenarios. Al Don Manoel veterano le encantaba jactarse de su buena forma. Cuando presentaba algún filme en público (su presencia fue habitual en los festivales de primera categoría desde finales de los años ochenta), rechazaba las muestras de ayuda mientras presumía de su agilidad. Wim Wenders lo inmortalizó así en Lisboa Story (1994), en una entrañable secuencia donde imita los andares saltarines de su admirado Charles Chaplin.

Su filmografía abarca casi ocho décadas. Debutó con Douro, Faina Fluvial (1931), un documental todavía mudo, a pesar de rodarse en los albores del sonoro, y centrado en los paisajes de su infancia, Oporto y los valles del Duero, un territorio al que volverá de forma constante en sus películas. El filme denotaba las influencias de las vanguardias soviéticas y de títulos como Berlín, sinfonía de una gran ciudad de Walter Ruttmann. En 1941 estrena su primer largometraje, Aniki-Bóbó, en torno a un grupo de niños en el Oporto contemporáneo.

Las restricciones de presupuesto le obligaron a rodar en localizaciones naturales, lo que otorga a la película un aire de realismo casi documental que anticipa la frescura y el tono del cine italiano de posguerra. Aniki-Bóbó resultó un fracaso, lo que sumado a las circunstancias políticas y económicas de Portugal contribuyó a que Oliveira no consiguiera consolidar su carrera cinematográfica.

A lo largo de los cincuenta y los sesenta se acumulan los cortometrajes y los proyectos inacabados, mientras que los largometrajes se pueden contar con los dedos de una mano. A principios de los setenta endereza su trayectoria hasta que en la siguiente década alcanza la notoriedad internacional y una regularidad de producción que no cesaron hasta el día de su muerte. Recuperar los títulos más remotos de esas cuatro primeras décadas es una de las labores pendientes para todos los entusiastas de Oliveira.

Sus películas beben constantemente de la novela y del teatro, disciplinas con las que se relaciona de forma muy heterodoxa

Aunque inició su carrera con un filme mudo que apostaba por el poder de la imagen por encima de la narración, la palabra y la literatura acaban cobrando una importancia vital en su cine. Sus películas beben constantemente de la novela y del teatro, disciplinas con las que se relaciona de forma muy heterodoxa, en un extraño equilibrio entre la libertad de adaptación, la literalidad más inesperada y la metaficción reflexiva. En 1978 estrenó Amor de perdição, a partir de la novela de Camilo Castelo Branco, un tour de force de cuatro horas donde los actores leen íntegramente el texto desde la voz en off.

En O dia do desespero (1992) evoca los últimos días precisamente de Castelo Branco en una puesta en escena donde actores y actrices entran y salen de sus personajes. En El Valle de Abraham consigue una de las aproximaciones más apasionantes a la Madame Bovary de Gustave Flaubert, que sitúa en los ambientes de la alta burguesía portuguesa. Parte de la fascinación que desprende la película se debe al rostro de Leonor Silveira, una de sus actrices más habituales junto a Luís Miguel Cintra y su propio nieto Ricardo Trêpa.

placeholder Leonor Silveira, una de las actrices más habituales del cine de Oliveira.

En La carta (1999) se atreve a trasladar sin miedo al ridículo las pasiones y valores morales de La princesa de Clèves de Madame de La Fayette al Portugal de finales del siglo XX. La complejidad de las relaciones entre hombres y mujeres atraviesa también toda su filmografía. Y en uno de sus filmes más radicales, Palabra y utopía (1999), los sermones del jesuita Padre Vieira, recitados en el portugués del siglo XVII, cobran el protagonismo central de un filme que también contempla la compleja relación de Portugal con sus colonias.

La memoria deviene otra constante de su cine, sobre todo si tenemos en cuenta que el grueso de sus obras se concentran en su periodo de vejez. Sus filmes más personales en este sentido son Viaje al principio del mundo (1996) donde un Marcello Mastroiani ya anciano encarna al álter ego del director en una road-movie por sus recuerdos, y Porto da minha infância (2001), un recorrido personal a través de la ciudad que ha marcado buena parte de su vida.

Para Oliveira el cine era la manera de entroncar con el bagaje humanístico y cultural, donde convergen palabra, memoria, imagen y utopía

Y de la mano del productor productor Luis Miñarro, recuperó un proyecto de juventud frustrado, El extraño caso de Angélica (2010), una historia de amor más allá de la muerte donde el elemento fantástico se introducía con total naturalidad en un contexto de realismo cotidiano. El peso de la memoria convive en su filmografía con la vindicación del goce simple y cotidiano de la vida, así como con pinceladas cómicas que van del humor socarrón al homenaje a los maestros del slapstick.

El cine de Manoel de Oliveira se ha movido por los territorios de una modernidad cultural marcada por la conciencia humanística y la defensa de un arte libre de cualquier prerrogativa política o comercial. Una película hablada (2005) resume muy bien la importancia de Manoel de Oliveira a la hora de pensar en cierta idea de cine europeo. El portugués embarca en un crucero por el Mediterráneo a un grupo de personajes representantes de culturas diversas del viejo continente. Cada uno habla en su idioma de manera que se generan conversaciones multilingües sin que ello suponga ningún tipo de conflicto. Mientras, el barco recala en una serie de puertos que atesoran la historia de la civilización mediterránea. Para Manoel de Oliveira, el cine era la manera de entroncar con este bagaje humanístico y cultural, el espacio donde convergen la palabra, la memoria, la imagen y la utopía.

Nos habíamos acostumbrado a creer que Manoel de Oliveira (1908-2015) era inmortal. Ningún otro cineasta ha conseguido una carrera que se extienda desde el fin del cine mudo al siglo XXI. Y muy pocos se mantienen en activo, como él, ya llegados a nonagenarios. Al Don Manoel veterano le encantaba jactarse de su buena forma. Cuando presentaba algún filme en público (su presencia fue habitual en los festivales de primera categoría desde finales de los años ochenta), rechazaba las muestras de ayuda mientras presumía de su agilidad. Wim Wenders lo inmortalizó así en Lisboa Story (1994), en una entrañable secuencia donde imita los andares saltarines de su admirado Charles Chaplin.

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