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Desde aquí puedo destrozar la vida de cualquier periodista de El País
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Juan Soto Ivars

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Desde aquí puedo destrozar la vida de cualquier periodista de El País

Hemos pasado de sepultar en el oprobio a mujeres acusadas de casquivanas, a sepultar de la misma forma a hombres acusados de sátiros

Foto: Carlos Vermut, cuando tenía amigos. (EFE/Mariscal)
Carlos Vermut, cuando tenía amigos. (EFE/Mariscal)
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La destrucción de Carlos Vermut me ha dejado pensando toda la semana en el daño que nos hemos hecho con el mantra de que lo personal es político. Aplaudimos que un medio derribe las paredes de la intimidad de un señor y masacramos a nuestra víctima protegidos por la consideración de víctimas que hemos atribuido a quienes han abierto el sello, aunque el relato se nos presente de forma sesgada y maniquea.

Si partimos de la base de que aquí no hay condenas judiciales y ni siquiera denuncias, desde el punto de vista de la moral sexual la cosa se presenta sencilla: hemos pasado de sepultar en el oprobio a mujeres acusadas de casquivanas, a sepultar de la misma forma a hombres acusados de sátiros. Si la explicación es que hemos avanzado mucho, esta cota me recuerda al peor pasado.

Convertir el escarnio sexual en arma de destrucción pública de individuos es un rasgo de las tiranías morales: las sombras de una intimidad salen como culebras, convenientemente sesgadas por la mirada delatora, y destruyen carreras profesionales enteras. ¿Qué necesidad había de dejar sin trabajo a Carlos Vermut, incluso en el caso de que hubiera cometido un delito, cosa que tendrían que demostrar los juzgados y no los periodistas?

Hemos naturalizado que una cosa lleve a la otra. Y aunque uno puede comprender que un pedófilo no sea profesor o que un sádico no sea médico, hasta donde sé las acusaciones contra Vermut no afectan al trato con compañeras o subordinadas. Una de las amantes terminó trabajando con él tras establecer la tormentosa, insatisfactoria y tal vez delictiva relación sexual. Pero él no la amenazó ni coaccionó. Nos lo hubieran dicho.

Foto: Carlos Vermut, durante la presentación en 2022 en el Festival de Sitges de 'Mantícora'. EFE / Alejandro García Opinión
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Ella dice que tenía miedo a perder el trabajo, a ser señalada. Bien: el miedo es legítimo, pero la única persona destruida tras la acusación es él. Si hablamos de relaciones de poder, y en esa clave se justifica la publicación de este trabajo de marujas letales, podemos entender que una mujer sea incapaz de decir "no" a un hombre, pero tendremos que abrir a continuación el melón sobre el poder de la víctima y los medios de comunicación.

¿Quién tenía más poder, Luis Rubiales o Jenni Hermoso? ¿Quién tiene más poder, El País o Carlos Vermut? Observar quién es destruido por quién, quién se come a quién, suele ser una pista muy fiable para pensar en el poder.

El poder es dar miedo

Ahora mismo, los culturetas le tienen más miedo a El País que a la ultraderecha, y la prueba es que solo se atreven a criticar lo segundo. Por eso titubean tanto cuando, en la alfombra roja, La Ser les casca un micrófono en los morros en plan Sálvame para que ellos digan exactamente lo que tienen que decir. Quien se salga un milímetro del guion puede darse, como mínimo, por escarmentado.

El caso es que, en medio del escándalo, yo me preguntaba: ¿por qué diablos conozco el mal comportamiento de Carlos Vermut en la cama? ¿Qué derecho tengo a discutir con mis amigos si las escabrosidades de su intimidad son feas o criminales? ¿No deberíamos odiar, primero de todo, al paparazzi que difunde esos secretos? A veces lo pertinente es mirar el dedo que señala la luna.

Alguien nos ha dado el poder de reprobar públicamente la actitud de Carlos Vermut, pero nos ha hurtado el de analizar a fondo la actitud de las mujeres que, sintiéndose vejadas por él, seguían dándole acceso a la cama sin comunicarle su disgusto.

Han elevado ese chismorreo a un altar y desde ahí han destruido la carrera de hombre indefenso

Me dirán que esta información es útil porque, al señalarlo, previene a otras mujeres de caer en la trampa. No es cierto: quien necesitaba estar informada de la conducta sexual de Carlos Vermut, con toda seguridad ya lo sabía todo. Su falta de delicadeza y empatía era un rumor lo bastante difundido en los cenáculos culturetas para que a mí, que apenas me relaciono con esa gente, también me hubiera llegado. Se dejaba leer esto en El País, donde una actriz dijo que en los Feroz del año pasado el tema fue la comidilla.

¿Entonces? ¿Qué necesidad había de abrir una primera plana con semejante violación de la intimidad? El medio ha tomado esa decisión por el simple motivo de que tiene el poder para hacerlo: en el mundillo del cine la gente tiene en alta consideración lo que diga El País. Mientras el rumor restringido a un ambiente social es un servicio de espionaje que sirve para que la gente tome decisiones informadas en sus relaciones, lo de El País es muy distinto: han elevado ese chismorreo a un altar y desde ahí han destruido la carrera de hombre indefenso.

Sí: indefenso. ¿Seguimos hablando de poder? Desde el momento en que ellas no lo denunciaron para que se le juzgase con las garantías típicas de un proceso judicial, Vermut indefenso. Nadie puede defenderse de una acusación como esa si no es con la denuncia por intromisión en la intimidad y daño al honor, y todos sabemos qué caras y complicadas son esa clase de sendas judiciales. El horizonte económico que se le presenta a Vermut parece incompatible con contratar buenos abogados.

Foto: Foto de archivo de un profesor dando clase a un grupo de alumnos. (EFE) Opinión

El reportaje nos muestra algunas cosas. Sus autores, en un pódcast, han explicado que hay horas de conversación con Carlos Vermut, a quien no informaron completamente de lo que se proponían hacer. De ahí, entiendo, ese tono confiado y esas declaraciones que los redactores han seleccionado minuciosamente para que todo encaje en su retrato: el de un monstruo. Me gustaría oír las conversaciones completas. Sería muy instructivo.

El texto exhibe virtud y oculta muchas cosas. Oculta la identidad de las acusadoras, oculta voces que den otra versión sobre la vida sexual de Vermut (que las habrá), oculta consideraciones hacia su trato profesional y, esto es más retorcido, oculta por completo a Carlos Vermut, a quien no conozco de nada. Nos presenta un monstruo con cuatro pinceladas, lo que resulta muy difícil de creer, y se cubre las espaldas con el pavor de sus amigos a defenderlo, pues saben que quien toque a Vermut tras esta publicación quedará también marcado. De nuevo: ahí tenéis el poder. Es eso.

Con mimbres muy pobres, con una historia que presenta muchos espacios grises, contada como si no existieran, el descrédito es total. La otra tarde me dio por pensar que yo también tengo ese poder. Yo mismo podría destruir la vida de un redactor de la sección de cultura de El País, por ejemplo. Podría preguntar a sus exparejas y examantes, indagaría entre las becarias, hablaría con sus rivales en busca del mejor material para hacer mi cuadro al óleo y supongo que algo rascaría, pues no hay persona que deje un recuerdo luminoso en todas sus interacciones.

Foto: Javier Ambrossi, Javier Calvo y Carmen Jiménez, en la gala. (EFE/Juanjo Martín)

Tal vez no encontraría quejas relacionadas con su ámbito laboral, pero no me importaría. Protegido por la máxima de que estoy haciendo un bien a la sociedad, sin decir una sola mentira, pero ocultando la parte inconveniente de la verdad, exigiría que no se cuestionase a mis fuentes, porque son víctimas, y para asegurar el golpe le haría una llamada de colega a mi presa y le preguntaría, de buen rollito, sobre "ciertos asuntos que se comentan por ahí". De sus declaraciones confiadas, yo elegiría las respuestas más vulgares.

¿Estaría componiendo un retrato honesto? ¿Merecería una medalla, un Pulitzer? ¿O tal vez entendería ese pobre redactor de El País lo que acaban de hacerle a Carlos Vermut? Que nadie se asuste. No lo haré. Porque no es ético. Pero seguro que los premios de periodismo se los darán a ellos.

La destrucción de Carlos Vermut me ha dejado pensando toda la semana en el daño que nos hemos hecho con el mantra de que lo personal es político. Aplaudimos que un medio derribe las paredes de la intimidad de un señor y masacramos a nuestra víctima protegidos por la consideración de víctimas que hemos atribuido a quienes han abierto el sello, aunque el relato se nos presente de forma sesgada y maniquea.

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