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"Mucho se habla de los límites del humor y poco de los de la sinceridad"
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Galo Abrain

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"Mucho se habla de los límites del humor y poco de los de la sinceridad"

El virus del frenesí bucal puede ir en muchas direcciones. Fácilmente, acaba, por ejemplo, en charlatanería

Foto: Una pareja habla en el paseo de la playa de Las Canteras, en Las Palmas de Gran Canaria. (EFE/Elvira Urquijo A.)
Una pareja habla en el paseo de la playa de Las Canteras, en Las Palmas de Gran Canaria. (EFE/Elvira Urquijo A.)
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"Pues sí, querida, el pollo me ha quedado algo crudo, las patatas duras, el brócoli soso, pero agradezco que te molen las zanahorias, oye. Menudo lujo saber que, tras haberme pasado la mañana con las manos en la masa, al menos has saboreado con una sonrisa el embutido vegano de Bugs Bunny…". Esto se me pasó por la cabeza cuando recibí la concienzuda crítica de mi novia tras degustar el ensayo culinario que devotamente le preparé el otro día. Y, debajo de ese pensamiento, me atravesó el Lado Malo, confesarle yo el placer que era encontrarme con sus pelos por la casa como si tuviéramos un deslucido mastín tropezando por ahí, o escuchar el ruido taladrador que provoca al atizar los botones del ratón como si le hubiese pinchado Sin Plomo 95 a su dedo índice. Por suerte, una vez estuvo a gusto con ese examen de mi hornada, al momento de cruzar su mirada con la mía, se rio. Yo me guardé lo mío. Esa risa la traducía consciente de que su sinceridad había sido desproporcionada e inútil, carcajeándose, por lo tanto, con un poquito de vergüenza.

En El crítico como artista, Oscar Wilde decía: "un poco de sinceridad es algo peligroso; demasiada sinceridad, es absolutamente fatal". Ay, qué en lo cierto estabas, Oscar… La virtud de lo sincero reposa en saber cuando dar rienda suelta a nuestra verdad y cuando residenciarla en el silencio. Los hurgadores de llagas quizás sean personas muy coherentes, pero también son muy cenizos y hieden a mal gusto. No por nada, y ya que me pongo con las frasecitas, Lao Tse proverbiaba: "Las palabras elegantes no son sinceras, las palabras sinceras no son elegantes". De ahí que la diarrea verbal sea un achaque que más vale patrullar para que no se fugue.

El virus del frenesí bucal puede ir en muchas direcciones. Fácilmente, acaba, por ejemplo, en charlatanería. Yo soy —no pocas veces— juez, verdugo, espectador, víctima e hincha de ese desliz. No es mi tema, sin embargo, tratar aquí a quien se presta al monólogo. El chapas, por mucho que sepulte la conversación, se puede quedar en eso; en un plasta-plomo. Nada indigno, salvo si se sigue el dogma de Michi Panero (del que ya hablé en su día) según quien: "en esta vida se puede ser de todo menos coñazo". El okupa verbal incita al bostezo o la mala sangre, pero peor me parece el incontinente que con una sencilla frase, una de esas que tiene punta de jeringuilla, atraviesa la respiración y, dicho pronto y mal, jode… Jode mucho

Pensándolo ahora, me doy cuenta de lo difícil que me resulta ubicarme en la dinámica que hay puesta en marcha a mi alrededor. Por un lado, no dejo de ver tiquismiquis de turno con piel de pan de oro a los que un soplido les raja las vestiduras, convirtiéndolos en furibundos vocacionales. Cualquier cosa, desde que les cedan el paso al entrar hasta que sus hijos se vistan de pescadores para carnaval, es motivo de indignación apocalíptica. Son peña que debe levantarse buscando un charco de babas a las faldas de la cama para pisarlo, resbalarse y, si ya iban con el pie izquierdo, mejor ahora que lo cargan con esguince incluido.

El único rito funerario en el que debemos ser protagonistas es el nuestro

Por otro lado, y, bien visto, siendo casi directamente responsable el punto anterior, tampoco se agotan los desfogados irreflexivos que despachan lo primero que se les viene como si fuera fundamental para el mundo —desde luego lo es para ellos—. Necesitan vomitar el impulso, no fuese a ser que, como uno de los personajes del último libro de Irene Solà, carezcan de ano y estén destinados a petar, embutidos como una longaniza, de no aliviarse por el hocico.

Hace nada, Marisa Paredes sufrió los efectos de este síndrome del gargantón-irritable. A la salida de la capilla ardiente de Concha Velasco, la actriz puso una gritona nota discordante cuando Isabel Díaz Ayuso hizo su aparición en la ceremonia, vociferando "¡Fuera!", como una colérica púber a quien su madre le acaba de profanar la habitación. Me cuesta creer que tenga que ser este joven-zascandil quien le recuerde a una actriz tan sobradamente experimentada, y galardonada, que graparse el buzón en un velatorio está por encima de las buenas maneras. Consiste en respetar el trauma. Se trata de reverenciar el dolor ajeno, dejando nuestro orgullo y el caprichoso ego a un lado. El único rito funerario en el que debemos ser protagonistas es el nuestro. Y, para entonces, la parca ya nos ha cerrado talentosamente el pico. Y, oye, lo mismo digo de los vulgares mamelucos que profirieron gritos contra Pedro Sánchez. Aunque la equidistancia esté más demodé que las americanas de pana, hago todo lo posible por cargarla como un pedrusco sisífico.

Foto: La Policía de Dublín detiene a un hombre el pasado 24 de noviembre. (Reuters/Clodagh Kilcoyne)

La diarrea verbal, entendida como el síntoma de la gente cuyo único aliciente es pensar menos y actuar más, sin pisparse de que lo que piden las circunstancias es pensar más y actuar menos, se extiende. Sin ir más lejos, este gremio es terreno abonado. No escasean columnistas que alzan las plumas como pavos para que se los vea y adore. Ellos no gastan una indigestión verbal, aquejada por el despiste o el impulso. Su bocachanclismo meteheces es tirando a rencoroso. Se ponen criticones contra premios literarios, en realidad, porque no los han ganado ellos. Descargan vitriolo sobre becas y ayudas públicas, en efecto, porque a ellos no se las dan. O sufren picores por los que juran en arameo contra el machismo, o el feminismo, de tal o cual obra porque hace la caja que, ¡válgame!, ya les gustaría a ellos. Y en ese goloso-orgullo-resentido es donde pican mineral para llamar la atención.

El programa Sálvame —Dios Catódico lo tenga en su gloria—, como encarnación de la metralleta de bilis, no se reduce a la prensa del corazón. Permea el bazo, el hígado y las entrañas de toda prensa, por no decir de toda esta sociedad chismosa, que ansía el papel protagonista del coliseo popular con regularidad. Y, seguramente, este rito de todología donde hay pocos sabios que se controlen frente a demasiados necios desenfrenados, venga muy marcado por la democratización digital de la opinión que es, a la par, la democratización de la diversidad y de la idiocia.

Así que, ahora que se vienen fechas de reencuentro, festejo y mariachis, es momento de echarse un pasito p'atrás María. Darle una vuelta a lo que se va a decir y no creer que lo más sensato es largar siempre lo que uno piensa, sino esperar al momento y las formas oportunas. Achantar la mui, dicho macarrónicamente, haciendo gala de una autocensura sana. De una abnegación que tiente la ropa con responsabilidad. Una represión que ponga la zancadilla, desde luego no a quien cede su paso o a quien acude a un velatorio, sino a quien descarga su conciencia mirándose únicamente el ombligo.

Y sí, pensaréis algunos; "este pibe consejos vende y para él no tiene, quedándose bien a gusto y panza arriba tras este despache que se ha cascado". Efectivamente, y es que hay una sinceridad más irrenunciable que ninguna otra: la que se cobra. Un dato que habréis de tener en cuenta porque justifica la mayoría de las sinceradas soplagaitas que os acechan. Por descontado, incluida esta.

"Pues sí, querida, el pollo me ha quedado algo crudo, las patatas duras, el brócoli soso, pero agradezco que te molen las zanahorias, oye. Menudo lujo saber que, tras haberme pasado la mañana con las manos en la masa, al menos has saboreado con una sonrisa el embutido vegano de Bugs Bunny…". Esto se me pasó por la cabeza cuando recibí la concienzuda crítica de mi novia tras degustar el ensayo culinario que devotamente le preparé el otro día. Y, debajo de ese pensamiento, me atravesó el Lado Malo, confesarle yo el placer que era encontrarme con sus pelos por la casa como si tuviéramos un deslucido mastín tropezando por ahí, o escuchar el ruido taladrador que provoca al atizar los botones del ratón como si le hubiese pinchado Sin Plomo 95 a su dedo índice. Por suerte, una vez estuvo a gusto con ese examen de mi hornada, al momento de cruzar su mirada con la mía, se rio. Yo me guardé lo mío. Esa risa la traducía consciente de que su sinceridad había sido desproporcionada e inútil, carcajeándose, por lo tanto, con un poquito de vergüenza.

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