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Hogueras de civismo y bacanales de ira en las calles europeas
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Galo Abrain

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Hogueras de civismo y bacanales de ira en las calles europeas

Francia e Irlanda han vivido reacciones violentas frente a la barbarie terrorista que las ha asolado. Arranques vengativos que podrían convertirse, tarde o temprano, en atentados como una Bataclan, pero al revés

Foto: La Policía de Dublín detiene a un hombre el pasado 24 de noviembre. (Reuters/Clodagh Kilcoyne)
La Policía de Dublín detiene a un hombre el pasado 24 de noviembre. (Reuters/Clodagh Kilcoyne)
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Los muros de Francia despiertan pespunteados de esvásticas. Hay charcos de hormigón quemado por cócteles molotov. Algunos adoquines parecen vestir el agua negra de una letrina, pero son regueros de sangre escapados de heridas no-mortales. Los ecos de elocuentes y crueles racistadas, como emanaciones difíciles de disipar, aún resuenan por las calles. Ya es de mañana, pero no tardará en volver a oscurecer.

La noche del 25 de noviembre, en Rennes, las pinturas rupestres supremacistas se envolvieron en bombas de humo, mientras el compás del miedo quedó marcado al choque de bates de béisbol contra el suelo. París fue —es— un hervidero. La tensión se impregna en los gestos. Solo la armadura de la cagoule, una falange de soldados con cruces celtas y el abrigo de hakas xenófobas prometen seguridad. Romans-sur-Isère, una pequeña localidad del sudeste francés, recibió con castañeteo de dientes la llegada de esos comandos venidos de Besançon, Montpellier, Nantes o la capital. Hubo grescas y destrozos, pero la expedición pirómana fracasó, in extremis, gracias a la actuación policial. A los gendarmes tampoco les hizo gracia la muerte de Thomas, pero saben que cepillarse un barrio entero no resolverá gran cosa.

En la velada del 18 al 19 de noviembre, Thomas Perotto, un chaval de 16 años, fue apuñalado en Crépol durante unas fiestas de pueblo. El horror del mundo, la mirada hueca de los críos muertos, se convirtió en la promesa de una excusa. Una cavidad húmeda donde florecen las bacterias de la rabia como en una matriz hormonada. Se desconoce quién fue el autor concreto. Poco importa. Se le cuelga nacionalidad extranjera y, si no lo es, ascendencia. El bulo salta como un canguro de móvil en móvil, dándose avisos por redes como Telegram. El núcleo duro de la extrema derecha se organiza. El hueso es grande y está muy organizado. El perfume de las nuevas cruzadas cabalga, de nuevo, sobre Francia.

En el país galo, sin embargo, la yesca prende con poca chicha si la comparamos a la ebria Irlanda. El viernes 24 de noviembre Dublín amaneció con el recuerdo de sus tiempos mozos. Se reabrió la vieja herida de aquel otro viernes, 17 de mayo de 1974, cuando tres coches-bomba llenaron de fuegos artificiales y vísceras el centro de la ciudad. Es cierto que la psicopatía y el mal gusto asesino de aquellos años rebosa la cazuela en comparación con la ebullición bronca, pero no mortal, de la semana pasada. Aun así, la inconsciencia maquinal y la mala leche de los encapuchados, quemando coches de policía, contenedores, tiendas, hoteles… en fin, arrasando como Atila con un mechero en las pezuñas de su caballo, hubiera sido impensable hace no tanto. O, como mínimo, muy hipotético.

Foto: La Policía tras el ataque ocurrido en Dublín. (Reuters/Clodagh Kilcoyne)

Empieza a ser costumbre leer que Europa se está dando un paseíto por su clima de hace un siglo. Que el viejo continente está volviendo, transhumanizado por redes y zapatillas de supinador, a la década de 1930. Pero los extremistas que salen como setas al calor de un desencanto fácilmente convertido en desesperación no aspiran, como antaño, a someter a nadie fuera de sus fronteras. Sino a mantener a los foráneos allí; fuera. Jean Raspail, en su novela El desembarco (1973), encarna grácil y agudamente ese temor, acunado por la extrema derecha, de una invasión africana.

Pero no es tanto esa marabunta desesperada que naufraga en busca de una vida menos mala —la experiencia remite a que decir mejor no atiende siempre a la realidad— la que inyecta bilis y espumarajos bucales en los márgenes violentos de los países europeos. Son los mismos extremistas, en el lado contrario, los que nutren a su némesis. Nada mejor para la xenofobia que el extremismo religioso de los inmigrantes, y viceversa. Porque hacer estallar el chundachunda de un Kaláshnikov en Bruselas contra gente inocente, o afilar un machete con los estómagos de un par de docentes en Paso de Calai, es una cirugía precocinada por élites sanguinarias para extirpar cualquier atisbo de humanidad. Una mutilación a toda convivencia que enriquece, precisamente, a quienes buscan la inquina, la saña y la enemistad.

¿Son los recientes altercados bañados por proclamas racistas, xenófobas y de una iracunda ceguera legítimos? Ni de puta coña

Hace meses, Francia vio puesta en jaque su seguridad nacional por el homicidio del joven Nahel Merzouk por parte de un policía. Sin entrar aquí a tratar la cruel patinada de unas fuerzas del orden francesas de las que se dice pecan de racismo —aunque no creo que sea baladí la tensión que provocan sus reacciones como para afirmarlo—, lo cierto es que la respuesta popular fue de todo menos civilizada. Como dijo hace meses Juan Soto Ivars en este medio, cuando se decapitó a Samuel Paty las calles francesas no ardieron, ni remotamente, con la virulencia de las hogueras al civismo con que lo hicieron tras la muerte de Nahel. Pero ¿hasta cuándo iba a durar la pasividad del extremista caucásico? ¿Cuánto más la extrema derecha iba a enfundarse solo en proclamas políticas, mítines y discursos? La bolsa de odio, antes o después, iba a estallar.

Y, ¿cómo no iba a hacerlo? En sociedad popperianas y baumanianas como estas, el perpetuo estado líquido de las cosas, casi flatulento, se solidifica cuando se encuentra un enemigo. La euforia del odio se traduce en un propósito, poco importa su insalubridad moral, y la concordia se arranca como un moco costroso. Incómodo. Persistente. Obstinado en su adhesión al cartílago. Es en ese instante cuando la venganza parece saludable, aunque solo lo sea para ella misma.

¿Son los recientes altercados bañados por proclamas racistas, xenófobas y de una iracunda ceguera legítimos? Ni de puta coña, así de claro. ¿Eran de esperar? Demasiado han tardado. Michel Houellebecq fue objeto de una gran polémica el año pasado cuando advirtió de actos que iban a ser "La Bataclan, al revés". Salvando comentarios generalistas como decir que los franceses: "No quieren asimilación. Quieren que los inmigrantes dejen de robar o se vayan" —cosa no tan disparatada viendo las cifras de votos del Frente Nacional—, lo cierto es que a toda acción le llega una reacción. Y Francia, así como gran parte de Europa, ha tenido una acción muy ortopédica desde la descolonización frente al radicalismo que hoy vierte sangre de inocentes en suelo europeo, y encuentra una reacción, tan obstinada como torcida, en la radicalización de una parte marginal, pero muy comprometida y bárbara, de su población. Entre bestias anda el juego, vamos.

El ADN de esa ortopedia es tremendamente variopinto. Cabe decir que la asimilación, efectivamente, fue un churro y que el espectro zurdo de los países europeos ha tenido una manga ancha, incluso un paternalismo cenizo, con sistemas dogmático-religiosos que tiran piedras contra sus propios principios. No veo mucho feminismo en el burka o la abaya —por decir solo dos cosas—, ni mensajes de fraternidad en quien tilda como hereje a quien no piensa igual. Pero por no quedar de racista, por desgracia, cualquier cosa se digiere. Incluso aquello que ha sido gestado en el seno de la desigualdad. Y, ojo, misma crítica para quien naturaliza el racismo, no vayamos a joder…

España, para ir rematando, tiene la suerte de contar con una mayor inmigración de tradición católica que pone fronteras a la polinización del extremismo islámico, que sí infecta a los grandes colonos europeos de África. Países que crearon guetos, y los dejaron muertos del asco y a su suerte. Quizás Cataluña, que desde sus élites creyó conveniente hacerle un paseíllo a todo no-hispanoparlante hace décadas —de cara a favorecer el catalanismo—, se vea ahora puesta contra las mismas cuerdas que otros territorios del norte. Pero, demográficamente, sigue teniendo poca comparación.

Lo importante, al fin y al cabo, es evitar que estas bacanales de ira hagan cundir la barbarie en las calles de Europa

El asunto es que la belleza del aplomo es dura, sobrecogedora y agitada. Necesita de mucho trabajo y responsabilidad. La violencia, en cambio, es engreída y se atiborra de falsas promesas mientras especula con ella misma. Se retroalimenta como un uróboro obeso al que cualquier tentempié de odio le viene como anillo al dedo. Europa ha dejado que se siembre mucha tirria. Por parte de unos, de manera casi dogmática, por parte de otros, como reacción desubicada. Y lo suyo sería que desde las poltronas políticas se dejasen de medias tintas, pues la violencia extrema a la que nos abocamos no las tiene.

A un lado, y al otro, condena firme a la guillotinada de la concordia. Porque lo importante, al fin y al cabo, es evitar que estas bacanales de ira hagan cundir la barbarie en las calles de Europa.

Los muros de Francia despiertan pespunteados de esvásticas. Hay charcos de hormigón quemado por cócteles molotov. Algunos adoquines parecen vestir el agua negra de una letrina, pero son regueros de sangre escapados de heridas no-mortales. Los ecos de elocuentes y crueles racistadas, como emanaciones difíciles de disipar, aún resuenan por las calles. Ya es de mañana, pero no tardará en volver a oscurecer.

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