Agustín Ibarrola, el artista y ciudadano que renunció a la equidistancia

En pocas ocasiones se relacionan de forma tan intensa y a lo largo una trayectoria tan longeva los compromisos paralelos con el arte y la realidad como en el caso del pintor Agustín Ibarrola (1930-1923).

El arte no pocas veces elude el enfrentamiento con la realidad social y política, aislándose entre el ensimismamiento y la ambigüedad. En otros casos, la realidad inunda el territorio del arte de tal forma que lo anega completamente, desdibujando el sentido que puede ofrecer a su interpretación.

En la historia contemporánea, España y, particularmente, nuestra querida Euskadi, han ofrecido muchas oportunidades para reaccionar ante la realidad en un sentido u en otro, siendo el más habitual el de la equidistancia.

No fue el caso de Agustín Ibarrola, que convirtió muy pronto el propósito de vanguardia de su arte en una denuncia abierta de la falta de libertades y de la desigualdad social durante el franquismo. Heredero de las formas modernas del poscubismo, el lenguaje renovador de Ibarrola le permitió crear, a principios de los años 60, arquetipos reconocibles en el imaginario colectivo sobre la ciudad, el mundo fabril y la lucha de clases. El hombre estaba desde el principio en el centro de sus preocupaciones y,con ellas, también la firme convicción de que las formas creadas por el arte deben servir a la sociedad para denunciar las injusticias o simplemente para hacernos conscientes de nuestra propia vulnerabilidad.

Tenía la firme convicción de que las formas creadas por el arte deben servir para denunciar las injusticias

La magistral capacidad de representación de lo individual y de lo colectivo es una de las grandes conquistas de su arte. Lo vemos con una extraordinaria verdad en cada una de las humildes imágenes creadas para el movimiento colectivo Estampa popular con el fin de hacer accesible el arte a la sociedad, y con ello, alcanzar el objetivo último de la transformación y el progreso social.

Recuperadas las libertades, tras la transición democrática, una nueva imposición pasó a formar parte de la denuncia de su arte, la violencia del terror. Una vez más, Ibarrola renuncia al ensimismamiento y se compromete activamente con la denuncia de todas las trágicas e injustificables consecuencias de la actividad terrorista, incluido el silencio.

Las mismas figuras arquetípicas que en las obras del periodo franquista sumaban sus fuerzas para oponerse a la represión, a la búsqueda de alcanzar una nueva realidad, ahora se mostraban nuevamente vulnerables, aisladas, convertidas en cada una de las víctimas, ciudadanos inocentes que caen al suelo, heridos o muertos.

En la despedida a Agustín Ibarrola me gustaría homenajear una vez más la valentía y la honestidad del artista y del ciudadano, unidos ejemplarmente en una persona que es capaz de crear, literalmente dar forma, a imágenes decisivas que reconcilian el arte con la realidad, y viceversa. Buscaremos en los museos, en las plazas de los pueblos y en cada uno de los árboles de Oma las señales que nos ha dejado diseminadas en un recorrido vital y artístico tan ejemplar como generoso. Gracias, buen amigo.

Miguel Zugaza ha sido director del Museo del Prado y en la actualidad es director del Museo de Bellas Artes de Bilbao.