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Los 2.000 objetos robados del British Museum: armas para la política
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María Gelpí

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Los 2.000 objetos robados del British Museum: armas para la política

Las formas expositivas de las distintas colecciones, para bien o para mal, son siempre una narrativa y un modo ideológico de mostrarlas

Foto: Piezas de bronce de Benin en el Museo Británico. (Reuters)
Piezas de bronce de Benin en el Museo Británico. (Reuters)
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Si hablamos de robos, saqueos e ingleses, podríamos referirnos a siglos de historia británica, en su larga tradición de corsarios y diplomáticos. Pero, en esta ocasión, hablamos de un robo interno, de unas dos mil piezas de los fondos del Museo Británico, que se dice pronto, que ha evidenciado graves problemas de seguridad y control del propio museo. Desde que, a finales de agosto, Hartwig Fischer, director del Museo Británico, presentara su renuncia, los escándalos por los defectos en la catalogación de los fondos, no ha hecho más que dar argumentos para la reactivación de una cascada de reclamaciones para la restitución de bienes patrimoniales por parte de otros Estados, que da cuenta de que, en última instancia, la gestión de los museos nacionales es una cuestión política.

Así, los sucesos ocurridos dan argumentos a Grecia cuando dice que los fallos en la seguridad "refuerzan la demanda permanente y justa de nuestro país para la devolución definitiva", junto con Egipto y su vieja reclamación de La Piedra de Rosetta. El diario chino Global Times, con el mismo argumento, pide la devolución de todos los artefactos chinos de manera gratuita, unos 23.000 objetos, que datan desde el Neolítico hasta la actualidad, aunque olvida hacer autocrítica sobre la destrucción masiva de patrimonio que el Partido Comunista Chino perpetró en su momento. Se suman ahora, con más fuerza, las demandas de Nigeria, que pide los bronces de Benin, Etiopía que reclama sus cruces y altares, así como Chile sus moáis de Isla de Pascua y Ghana su oro.

Foto: Visitantes acceden al Museo Británico. (EFE/Tolga Akmen)

Pero ¿por qué son tan importantes estos objetos para los respectivos estados? En primer lugar, por el carácter simbólico de las obras mismas. No solo se trata de obras de un alto valor económico, en sentido estricto, a pesar de sus conexiones con el mercado del arte. A modo de ejemplo, baste decir que la Atenea Partenos del siglo V a C., que en su tiempo glorioso estaba forrada con más de una tonelada de oro de los mismos atenienses, valía más que el oro que la recubría, puesto que representaba los valores morales, políticos, religiosos y estéticos de la ciudad. Tres siglos más tarde, el Museion de Alejandría o Templo de las Musas, con estancias para que los mejores poetas, escritores y científicos vivieran y trabajaran, ya no se entendía solo como un depósito de lo valioso, sino como un medio de producción y propaganda de la propia cultura por parte de las élites griegas.

Desde la creación de los museos nacionales en el siglo XIX, y el British fue el primero en tener tal condición, los museos han tratado de recabar en sus fondos aquello que, desde el poder, era considerado merecedor de ser recordado, glorificado y emulado, como un pilar en el que asentar el sentido de su propia historia y los principios morales de sus ciudadanos. A nadie se le escapa que la invitación al visitante del Museo Británico, desde su propia página web, a que "descubra dos millones de años de historia y cultura humanas", ahí es nada, sigue siendo un discurso con afán universalista. Según el primer ministro Rishi Sunak, "nuestras galerías y museos están financiados por los contribuyentes porque son un gran activo para este país. [...]. Compartimos sus tesoros con el mundo y el mundo viene al Reino Unido para verlos". Esta actitud, síntoma de su pasado imperialista y fruto de una concepción de los bienes públicos como privativos, entra en conflicto con la legítima pretensión, por parte de otros Estados de recuperar y conservar su propio patrimonio, sin negar la complejidad que cada caso comporta.

"Esta actitud es síntoma de su pasado imperialista y fruto de una concepción de los bienes públicos como privativos"

De hecho, dos meses antes de estallar el escándalo, el primer ministro británico argumentaba que los mármoles de Elgin fueron adquiridos por Lord Elgin "en condiciones de legalidad" y que "el Reino Unido los ha cuidado durante generaciones", como si los griegos no lo hubieran hecho durante siglos, afirmando que la ley actual británica prohíbe su enajenación (Ley del Museo Británico de 1963, Sección 5), en un ejercicio de positivismo jurídico que suena ridículo en el ámbito del derecho internacional, en el que solo los convenios internacionales rompen la anarquía de los Estados. Mientras, el diputado Tim Loughton califica las actuales demandas de oportunistas y dice que otros países deberían "unirse para ayudar a recuperar objetos en lugar de intentar aprovecharse", en lo que recuerda a la teoría política de Carl Schmitt basada en la distinción fundamental entre amigos y enemigos.

Hay que tener en cuenta que los museos no son simples colecciones de obras como si fueran cromos, como si hubiera que conseguir un Rembrandt, un Goya y un Rothko para completar salas. Muchos de ellos provienen de la acumulación de piezas, en los tiempos en los que las cámaras de las maravillas reunían objetos preciosos de manera enciclopédica, a modo de reflejo del mundo, reconvertidas más tarde en colecciones privadas. Es, por tanto, un testimonio de la historia del coleccionismo, de la curiosidad, del capricho, de los símbolos culturales, de un modo hegemónico de narrar la historia y del afán de conservación; pero también del pillaje, del saqueo, del enriquecimiento injusto y de comportamientos miserables de aprovechamiento de circunstancias de indigencia y riesgo. Pero son precisamente estas miserias humanas las que habilitan a los museos como espacios para la crítica y el cuestionamiento, para ver la historia como magistra vitae.

Foto: Un hombre observa los mármoles del Partenón en el Museo Británico de Londres. (Reuters/Dylan Martinez)

Es por eso mismo que las formas expositivas de las distintas colecciones, para bien o para mal, son siempre una narrativa y un modo ideológico de mostrarlas. Y es que no hay que perder de vista que, la idea de museo moderno, en su vocación exhibicionista y pedagógica (baste observar la cantidad de grupos de escolares que indefectiblemente los transitan), que cuenta con la baza de cautivar al visitante con una experiencia estética, es un elemento más de la teatralidad política. Los museos son tanto por lo que tienen como por lo que no tienen, por lo que muestran y por la manera en que lo muestran, con la intención de intervenir en el ethos social, como vimos recientemente con las polémicas desatadas a raíz de la gestión de Manuel Borja-Villel en el Museo Reina Sofía.

El museo, por tanto, utiliza sus piezas para articular un discurso en el modo de mostrarlas, de componer las salas, con tan solo un pequeño texto a la entrada de cada módulo, que la mayor parte de los visitantes obviará. El resultado es efectista y funciona por sí solo, a través de la sugestión de ideas que normalizan las estructuras y naturalizan las creencias, en el marco de los arcana imperii, literalmente, secretos del poder, que expresara Tácito.

Habría que preguntarse por qué, si los museos son tan importantes para la articulación de discursos y la generación de cuestionamientos, que no excluyen otros temas de crucial importancia, suscita tan poco interés por parte de nuestros políticos.

Si hablamos de robos, saqueos e ingleses, podríamos referirnos a siglos de historia británica, en su larga tradición de corsarios y diplomáticos. Pero, en esta ocasión, hablamos de un robo interno, de unas dos mil piezas de los fondos del Museo Británico, que se dice pronto, que ha evidenciado graves problemas de seguridad y control del propio museo. Desde que, a finales de agosto, Hartwig Fischer, director del Museo Británico, presentara su renuncia, los escándalos por los defectos en la catalogación de los fondos, no ha hecho más que dar argumentos para la reactivación de una cascada de reclamaciones para la restitución de bienes patrimoniales por parte de otros Estados, que da cuenta de que, en última instancia, la gestión de los museos nacionales es una cuestión política.

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