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Para qué sirve leer en verano
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TRINCHERA CULTURAL

Para qué sirve leer en verano

Las temperaturas suben y las carteras se vacían pero la lectura puede ser aún un acto de resistencia climática, económica y cultural cuando nos aprietan las circunstancias

Foto: Lectura contra el calor sofocante. (EFE/Pablo Martin)
Lectura contra el calor sofocante. (EFE/Pablo Martin)
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Como ocurre con la vuelta al cole, año tras año, con la llegada del otoño y las lluvias, los medios de comunicación, publicidad y redes sociales adquieren una estética acogedora y hogareña que habita siempre una mujer de anuncio. Vestida con un enorme cárdigan de lana y unos calcetines gruesos, todo color crema, ella y sus 55 kilos de belleza casual miran por la ventana un paisaje idílico. La luz de una vela aromática ilumina el resto del atrezzo: una taza con bebida caliente y —siempre, siempre, siempre— un libro.

En estas fantasías —ineludiblemente femeninas, se entienda eso como se entienda— la lectura es con frecuencia una actividad de meses fríos. El verano es para pasarlo bien y portarse mal: beber mojitos en un chiringuito, enrollarse con el pesado de la guitarrita que está siempre al atardecer en la playa, ponerse morena y lucir melanoma. En verano nada te arruina los planes, nada te para. Si tienes la regla, tienes tampones, si tienes vello, tienes cuchillas y si tienes poco dinero, tienes un problema. Pero el moreno no te lo quita nadie.

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Si este es el plan de diversión infernal que promete el verano, parece que no hay hueco alguno en él para la lectura. Los libros se dejan entonces para los comienzos del año, el oficial y el oficioso, enero y septiembre, como parte de un régimen correctivo de buenos propósitos, hábitos saludables y nuevas rutinas; es la dieta de la verdura a la plancha aderezada con páginas de ensayo. El objetivo es siempre cuantitativo: nosecuantos libros, nosecuantos kilos y una cuenta atrás antes de que llegue, de nuevo, el buen tiempo.

La realidad que está tras este biombo de ficción publicitaria es bien distinta. El verano es una época de malabares económicos y logísticos —especialmente cuando se tienen hijos— en la que el tiempo y el cambio climático van a la contra de los planes y hasta de la salud que permite disfrutarlos. Se come menos, se duerme peor, se llega ya cansado del año y la energía disminuye. En muchos sitios apenas se puede salir de casa durante ocho horas y en las cuatro centrales del día es directamente una imprudencia, sobre todo en el caso de ciertas franjas de edad.

En muchos sitios apenas se puede salir de casa durante ocho horas y en las cuatro centrales del día es directamente una imprudencia

Y, por supuesto, a todos estos factores ambientales y comunes hay que añadirle el componente de clase, que todo lo complica y problematiza: cada viaje a la playa, cada campamento de verano, cada tren al pantano o al río, cada entrada de piscina, cada ducha, helado, refresco frío, cada minuto de aire acondicionado o ventilador es un precario y medido equilibrio entre la salud y el dinero. Y entre todo esto, están los libros.

Al contrario de las dietas cuantitativas invernales, ponderadas y artificiales, la lectura veraniega es omnívora y cada cual la ajusta a su apetito. Sé de lectores que aprovechan para realizar relecturas de favoritos y clásicos universales y personales, como los hay que se ponen algo aventureros y exploran formatos que frecuentan menos el resto del año. Conozco otros que gustan de repasar sagas enteras en estos meses, tan solo para saborear la abundancia cuando comienzan de lo que aún queda por leer. Yo misma he alternado en mis estíos la lectura brevísima —aforismos, relatos cortos, poesía— con la más ambiciosa —novelas pendientes de gran tamaño en su mayoría, pero también algún ensayo largo— para picotear o atiborrarme según el hambre.

Foto: Varios niños acuden a un colegio de Fuerteventura. (EFE/Carlos de Saá)

Los libros —especialmente aquellos de bibliotecas públicas— llevan refrescándome, como agua helada, año tras año, desde que tengo recuerdos. Cada verano tiene una lectura principal que me trae a la memoria y cada lectura viene con una imagen, un lugar, una actividad: desde una sombrilla en la playa hasta un patio infantil. Y si era así entonces, ahora de adulta aún lo es y con más motivos y fuerza. Hace calor y no puedo moverme, pero puedo leer. No sopla el viento y no puedo conciliar el sueño, pero puedo leer. Los precios están disparados y no puedo permitirme unas vacaciones, pero puedo leer. Y eso mismo hago.

Leo en los vagones de metro, más o menos refrigerados, que transito a diario. Leo en la hora de la siesta, en el silencio perfecto, cuando el barrio duerme agotado. Leo en las pocas ocasiones que consigo un hueco en la piscina pública, bajo la sombra fresca de los árboles. Y leo también cuando cae el sol y se puede bajar al parque o al bar y, aunque leo en soledad, no lo hago sola. Los lectores de verano somos discretos, pero bastantes; muchos, de hecho, solo se pueden permitir leer ahora. La lectura puede convertir la quietud obligada por la canícula en una oportunidad, un bote salvavidas, una trinchera. Lo que siempre es la lectura, ya sea con calor o frío, es un refugio. Aunque en cuanto a guaridas se refiere cada uno tiene la suya, si me dan a elegir, prefiero este amparo al del aire acondicionado de un centro comercial.

Como ocurre con la vuelta al cole, año tras año, con la llegada del otoño y las lluvias, los medios de comunicación, publicidad y redes sociales adquieren una estética acogedora y hogareña que habita siempre una mujer de anuncio. Vestida con un enorme cárdigan de lana y unos calcetines gruesos, todo color crema, ella y sus 55 kilos de belleza casual miran por la ventana un paisaje idílico. La luz de una vela aromática ilumina el resto del atrezzo: una taza con bebida caliente y —siempre, siempre, siempre— un libro.

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