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Sobre corromperse por un billete de 50 euros
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Sobre corromperse por un billete de 50 euros

Recurrimos a Santiago Segura con demasiada asiduidad, así que decimos que si alguien vende su voto por correo demuestra una actitud claramente torrentiana

Foto: Colocación urnas y papeletas en colegios electorales. (EFE/Jesús Diges)
Colocación urnas y papeletas en colegios electorales. (EFE/Jesús Diges)
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Tiende uno a considerar que casi cualquier cosa es cutre. El escaparate de una tienda, la ropa que se pone el vecino para hacer deporte, un menú del día a siete euros y medio, el asiento de un autobús interurbano que lleva tiempo pidiendo a gritos nuevo tapizado, la bandeja con unos muslos de pollo en la zona de frío del supermercado, las chuches de los bazares. Tiende uno a considerar que su burbuja es como la de los demás. En invierno se está calentito y se suda poco en verano. Todo es cutre, salvo alguna cosa. Dejarse sobornar por cincuenta euros lo es.

Recurrimos a Santiago Segura con demasiada asiduidad, así que decimos que si alguien vende su voto por correo demuestra una actitud claramente torrentiana. Porque a quién se le ocurre meterse en semejante fregao, jugársela de esta manera, por unos cuantos billetes. Contribuir a una acusación tan grave como es el fraude electoral por 100 miserables euros. O 150, qué más da. Qué bochorno, por el amor de Dios. ¿Qué es eso para la vida de una persona?

Hay pobres y también personas que aguantan la respiración una vez al mes, cuando intuyen que el banco ha vuelto a notificarles un descubierto

Desde el ático del privilegio en el que vivimos algunos, el resto del mundo tiene el tamaño de una hormiga. No sabemos, o lo que es peor, no queremos saber, que hay pobres y también personas que aguantan la respiración una vez al mes, cuando intuyen que el banco ha vuelto a notificarles un descubierto. Que hay familias a las que cincuenta euros les apaña la comida de más de una semana, les sirve para remendar la ropa, pagar el abono transporte o la gasolina para ir al trabajo. No digamos si son 100, o 150.

Hay jóvenes para los que ese dinero es un tesoro y no tienen previsto gastarlo en primeras necesidades. Porque los chavales que viven en casas de acogida o sin posibilidad de empleo también quieren comprarse un iPhone y un chándal de Adidas que los iguale con el resto, que les camufle ante el señalamiento, que les disipe su desesperanza. Les importan un bledo los valores del Estado de Derecho, la buena salud de nuestro sistema electoral, eso que a nosotros parece quitarnos el sueño.

Porque muchos de ellos no votan. No tienen la edad o simplemente no pueden porque es el propio sistema el que los expulsa.

Foto: La Guardia Civil detiene en Albudeite a 13 personas e investiga a otras dos por una supuesta compra de votos.

Para los malpensados: no estoy justificando este comportamiento en elecciones. Solo me permito exponer ciertos detalles que esquiven la brocha gorda, la opinión en caliente, la sobreactuación de tantas veces.

A veces, la recompensa para el corrupto es un poco más sofisticada que un dinero extra en el bolsillo. No hablamos de situaciones cercanas o inmersas en la exclusión social. Los dependientes, los nadie. Me refiero a aquellos a los que se les prometen ayudas, licitaciones o subvenciones si se dejan hacer. Hay otros que quizá simplemente han tenido un revés y necesitan ese trámite para que sus cosas funcionen, o quizá para seguir parcheando la vida durante unos cuantos meses más.

Hay otros que, simplemente, carecen de escrúpulos.

Y están los que sueltan el cebo, que han visto en la política la fórmula perfecta para medrar y esconder sus mediocridades, ejerciendo su papel como los captadores de las sectas.

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Saben la tecla de quién han de tocar. Quién dirá que sí con facilidad, o tardará apenas un segundo en cambiar el gesto, pasar del mohín al "vale". Mi amiga Luisa, que es empleada de hogar sin contrato, dice que por ese dinero ella pagaría parte del comedor escolar de sus hijos y que a quién hay que llamar. Su hermana dice que si al votar le dieran, yo qué sé, unos veinte euros, se animaría, pero por ahora nadie parece convencerle de que cambiará su vida en un piso de Puente de Vallecas que comparte con demasiadas personas.

Esos que, desde las alturas, siempre tienen el tamaño de una hormiga.

Tiende uno a considerar que casi cualquier cosa es cutre. El escaparate de una tienda, la ropa que se pone el vecino para hacer deporte, un menú del día a siete euros y medio, el asiento de un autobús interurbano que lleva tiempo pidiendo a gritos nuevo tapizado, la bandeja con unos muslos de pollo en la zona de frío del supermercado, las chuches de los bazares. Tiende uno a considerar que su burbuja es como la de los demás. En invierno se está calentito y se suda poco en verano. Todo es cutre, salvo alguna cosa. Dejarse sobornar por cincuenta euros lo es.

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