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¿Comprar votos? Marchando otra teoría de la conspiración
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Polémica antes de las elecciones

¿Comprar votos? Marchando otra teoría de la conspiración

La compra de votos es una práctica tan vieja como la propia democracia. Pero hay una diferencia fundamental con el pasado. Y no es otra que la existencia de una arquitectura institucional que garantiza la limpieza

Foto: Los colegios electorales se preparan para el 28-M.
Los colegios electorales se preparan para el 28-M.
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A Francisco Romero Robledo (Málaga, 1838-1906) los periódicos de la época le llamaban el gran elector. No puede extrañar el apelativo teniendo en cuenta que, siendo subsecretario del Ministerio de Gobernación con Sagasta, cometió todo tipo de tropelías electorales: traslado de jueces hostiles encargados de velar por la limpieza electoral, embargo a los enemigos y condonación de deudas a los amigos, asaltos a los colegios electorales, multas a los alcaldes díscolos o cartas amenazadoras para amedrentar a los adversarios. Se dice, incluso, que hasta su propia elección como diputado por la Unión Liberal, con tan solo 24 años, estuvo amañada porque no tenía la edad requerida.

Aquel Censo que manejó Romero Robledo estaba formado por unos cuatro millones de electores (voto censitario) y sus tejemanejes con fines clientelares solo fueron posibles por la inexistencia de una arquitectura institucional —jueces, policías, políticos, prensa libre…— capaz de garantizar la limpieza electoral. No es el caso de la España actual. En los comicios de este domingo podrán votar 36.585.840 electores, y lo que es más importante, el país cuenta con un sistema de control judicial —y con prensa que puede denunciar los casos— que garantiza la pulcritud.

Es verdad que la Junta Electoral Central y sus extensiones provinciales no son un órgano estrictamente jurisdiccional, pero el hecho de que en su composición estén magistrados del Supremo o de las audiencias provinciales, catedráticos de Derecho o de Ciencias Políticas y Sociología en activo les hace a priori neutrales en el proceso electoral. No son, como en el pasado, un apéndice de poder político. Ni, por supuesto, se trata de cargos vitalicios, sino que pueden ser removidos por razones judiciales.

Esto no exime, sin embargo, que se puedan cometer fraudes como la compra de votos, cuyo reproche penal es muy claro: se trata de un delito electoral castigado con pena de prisión de seis meses a tres años o multa de doce a veinticuatro meses. La razón es muy lógica: comprar votos condiciona los resultados, y si las elecciones se ganan con dinero, evidentemente los ciudadanos acaban siendo súbditos de quien paga.

La recompensa

Lo que se castiga, en concreto, es ofrecer una recompensa (por ejemplo, un cargo público o un empleo), dádivas, remuneraciones o promesas de que las habrá. También se castiga, incluso, inducir a la abstención mediante una acción violenta o intimidando con el objeto de que el elector renuncie a votar. También impedir o dificultar el acceso a un colegio electoral o desvelar el sentido del voto. Es decir, una enorme protección legal habida cuenta de que lo que se ventila es la propia democracia.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante el mitin de esta mañana en Tarragona. (Europa Press/David Zorrakino)

A la vista de la polvareda política que se ha levantado, cabría pensar, sin embargo, que lo que está en juego es el propio resultado electoral, pero la realidad es muy distinta. Los tres casos más llamativos que han salido a la palestra son irrelevantes en términos numéricos. El censo de Melilla está conformado por 61.048 electores; el de Mojácar (Almería), por 3.939 ciudadanos, mientras que el de Albudeite (Murcia) suma apenas 1.124 electores.

Por razones geopolíticas, el más significativo es el de Melilla debido a su situación geográfica, pero parece evidente que su influencia sobre el conjunto de la votación es insignificante. No en vano, las elecciones de este domingo se celebrarán en 8.131 municipios que elegirán a 67.152 concejales. Otros 97 alcaldes se elegirán en concejo abierto por los vecinos, mientras que de las elecciones municipales saldrán también los 1.038 diputados provinciales. Además, se elegirán 157 consejeros de cabildos y 50 miembros de las asambleas de Ceuta y Melilla. Sin contar los centenares de diputados que formarán parte de los 12 parlamentos regionales que se eligen el 28 de mayo.

El más significativo es el de Melilla por su situación geográfica, pero su influencia sobre el conjunto de la votación es insignificante

Un número, como se ve, que relativiza la importancia de los casos de presunta compra de votos en pequeños municipios, magnificados por una nueva realidad a la que se va a tener que acostumbrar la política en los próximos años si ya no lo está: el efecto multiplicador que tienen las redes sociales sobre la opinión pública, y, sobre todo, el auge de la polarización, que alienta todo tipo de leyendas urbanas en ocasiones favorecidas por los propios políticos para desgastar al adversario.

Trump, por ejemplo, ha construido su discurso político en torno a la deslegitimación de la política (él se declara un outsider), y en coherencia con ello cuestiona los propios procesos electorales (los que pierde). El expresidente de EEUU, de hecho, ha actuado justo al revés que el demócrata Al Gore, quien en 2004 aceptó su derrota electoral después de que el Supremo (en contra de lo que habían decidido previamente los tribunales de Florida) adjudicó la victoria por una mínima diferencia a George W. Bush. Fue la primera vez en muchos años que el recuento entraba en campaña, pero no se utilizó políticamente para desgastar al adversario.

Partidos ficticios

Bolsonaro, en Brasil, ha seguido la misma estela, lo que revela que también el escrutinio forma ya parte del discurso político, algo inimaginable hace pocos años, cuando nadie osaba cuestionar los resultados. Precisamente, por la existencia de una arquitectura institucional basada en los contrapesos. En el caso de España, ni siquiera se utilizó este ardid en los años del boom inmobiliario, cuando algunos constructores creaban partidos ficticios —siempre con el marchamo de independientes— para alcanzar la concejalía de urbanismo correspondiente, que era el bien a cosechar.

Foto: Efectivos de la Policía Nacional, delante de la oficina de Correos de Melilla. (EFE/Paqui Sánchez) Opinión

Un informe de Transparencia Internacional publicado en 2006 llegó a denunciar la creación, por parte de constructores, de falsos partidos que se presentan a elecciones locales para conseguir la concejalía de urbanismo y desde allí tomar decisiones que pudieran favorecer sus intereses. "En otras ocasiones", decía el informe de Transparencia Internacional, "se infiltran en los partidos tradicionales para conseguir esos mismos objetivos".

Esto quiere decir, ni más ni menos, que la casuística para alterar el voto es variada y casi siempre hay un interés económico, ya sea del donante o de quien recibe la contraprestación. En muchos casos, como sucede en Melilla, utilizando a personas vulnerables o que viven en la marginalidad más absoluta, incluso a cambio de droga, lo que favorece la compra de votos. Esta marginalidad es, precisamente, lo que explica que las direcciones de los grandes partidos estén siempre al margen de la fechoría, que normalmente tiene un amplio componente local: rencillas internas, ambición desmedidas por el poder en un territorio pequeño donde no hay control de la dirección del partido o un desmesurado interés económico o político de carácter personal.

La casuística para alterar el voto es variada y casi siempre hay un interés económico

Algunos trabajos académicos han encontrado evidencias de que la compra de votos es más frecuente en los partidos menos creíbles en el territorio afectado, mientras que quienes aceptan el pago se sitúan extramuros del sistema o, simplemente, han dejado de creer en las promesas electorales. El hecho de que los municipios sean de escasa entidad, sin embargo, no significa que sean políticamente irrelevantes, sobre todo teniendo en cuenta que llueve sobre mojado, aunque no de forma torrencial.

Corrupción electoral

Un estudio publicado por José Abreu, de la Universidad de Las Palmas, en el Instituto de Investigación de Economía Aplicada, llegó a la conclusión que entre 2000 y 2020 la compra de votos representó apenas el 0,5% de los casos de corrupción electoral, 20 en total. La tercera parte de los delitos, más de 3.500, tiene que ver con el urbanismo.

Foto: Agentes de la Policía Nacional frente a la oficina de Correos de Melilla. (EFE/Paqui Sánchez)

Lo singular es que entonces estos casos llamaban poco la atención, pero ahora, al calor de la eclosión de nuevas fuentes pseudo informativas y de la polarización, el emisor es capaz de construir un relato que encaja perfectamente con una de las características de esta época: la generalización de todo tipo de teorías de la conspiración difundidas a través de las redes sociales y de programas de televisión familiarizados con la paranoia, y que confunden, incluso, los procedimientos electorales. Por ejemplo, asignando a Indra, la empresa adjudicataria del concurso, el escrutinio electoral, cuando su función se limita a gestionar el recuento por medios telemáticos, pero ninguno de sus empleados toca físicamente un solo voto, que cuando tienen alguna sombra de duda son depositados en las correspondientes juntas electorales provinciales o de zona. El hecho de que la compañía tenga una fuerte participación del sector público ha alimentado las sospechas sin que nadie haya demostrado nada.

El escrutinio, sin embargo, es de carácter público y a él pueden asistir los interventores o representantes de los partidos políticos, cuya presencia forma parte de la transparencia electoral. Para que no haya dudas y evitar tentaciones, incluso, la Ley electoral prevé que las papeletas extraídas de las urnas se destruyan en presencia de los concurrentes, con excepción de aquellas a las que se hubiera negado validez o que hubieran sido objeto de alguna reclamación, las cuales se unen al acta y se archivan con ella, una vez rubricadas por los miembros de la mesa. El gran elector nunca hubiera hecho hoy carrera política. Demasiados controles.

A Francisco Romero Robledo (Málaga, 1838-1906) los periódicos de la época le llamaban el gran elector. No puede extrañar el apelativo teniendo en cuenta que, siendo subsecretario del Ministerio de Gobernación con Sagasta, cometió todo tipo de tropelías electorales: traslado de jueces hostiles encargados de velar por la limpieza electoral, embargo a los enemigos y condonación de deudas a los amigos, asaltos a los colegios electorales, multas a los alcaldes díscolos o cartas amenazadoras para amedrentar a los adversarios. Se dice, incluso, que hasta su propia elección como diputado por la Unión Liberal, con tan solo 24 años, estuvo amañada porque no tenía la edad requerida.

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