Hablemos de la lotería genética: ¿qué hacemos con la herencia de tus padres?
Sabemos que algunas personas nacen menos listas, menos guapas, menos sanas o con rasgos menos valorados socialmente, pero nos cuesta pensar cómo se podrían compensar esas carencias
Quizá usted piense que la meritocracia es la mejor organización social posible: es decir, que los más capaces y trabajadores tengan más éxito. Seguramente está de acuerdo en que para eso es necesario que exista igualdad de oportunidades. Y que, para que esta sea real, el Estado debe intervenir y corregir, aunque sea de manera parcial, las enormes desigualdades sociales con las que nacemos. Son muchas las cosas a enmendar para que todo el mundo tenga de verdad igualdad de oportunidades: a fin de cuentas, aunque hay excepciones, quien nace en un entorno pobre suele estudiar menos, y quien tiene menos estudios suele ganar menos, y quien tiene menos dinero suele morirse antes. Y ese ciclo empieza con una lotería: la familia en la que naces.
Sin embargo, hay otra lotería de la que todos somos conscientes pero que, en general, no creemos que haya que corregir mediante una intervención externa: la lotería genética. Sabemos que algunas personas nacen menos listas, menos guapas, menos sanas o, simplemente, con rasgos menos valorados socialmente. Pero nos cuesta pensar cómo se podrían compensar esas carencias: ¿Dar dinero a la gente que nace con genes que le hacen más proclive a coger un determinado cáncer? ¿A quien es un poco tonto? ¿Al que es bajito y por lo tanto no podrá destacar en el baloncesto?
Las preguntas que se hace
¿Por qué eso se nos hace extraño? Harden tiene muy clara la respuesta: por miedo a que nos llamen eugenésicos o, peor aún, nazis. Cuando ella, como académica, exponía la vinculación entre cuestiones como la educación o la inteligencia con la genética, dice, le llegaban correos electrónicos de colegas diciendo que eso la convertía en alguien “no mejor que un negacionista del Holocausto”. Y, reconoce, mucha gente ha utilizado las diferencias genéticas de las personas para declarar que hay unas superiores a otras. Muchas veces eso se ha medido con tests de inteligencia que evalúan determinadas capacidades cognitivas en la que las personas de clase alta, porque han tenido buena educación, y las blancas, por la misma razón, obtienen mejores resultados. La polémica intención de Harden es romper con quienes consideran “un tabú entender cómo las diferencias genéticas entre los individuos conforman las desigualdades sociales”. “Si, como colectivo, los científicos sociales quieren estar a la altura del reto de mejorar la vida de las personas, no podemos permitirnos ignorar un hecho fundamental sobre la naturaleza humana: que las personas no son iguales al nacer”.
No podemos permitirnos ignorar un hecho fundamental sobre la naturaleza humana: las personas no son iguales al nacer
Pero, ¿en qué medida eso influye en nuestra carrera laboral, en nuestros ingresos o los años que vivimos? Harden da elaboradas —y en algunos casos, arduas— explicaciones científicas de la manera en que los genes influyen en estos aspectos. Y su respuesta es al mismo tiempo contundente y matizada: sí, los genes influyen, por ejemplo, en si un estudiante prosigue con sus estudios, y si lo hace con provecho y buenas notas, pero naturalmente no es el único hecho relevante y, además, no existe nada parecido a un “gen del buen estudiante”, sino que los genes interactúan entre sí de muchas maneras que no entendemos del todo y cuya complejidad es enorme.
La gafas
Aunque algunas cosas sí las sabemos, dice Harden. Y, en realidad, algunas desigualdades genéticas ya se tratan con mecanismos que nada tienen que ver con la eugenesia. “Hay pocos ejemplos reales de intervenciones conductistas que aumenten la equidad. Pocos, pero no cero”. El más simple de todos lo vemos a diario: las gafas. Si alguien tiene mala vista por razones genéticas, el mero hecho de darle unas gafas para que vea bien supone mejorar la equidad social. Otro ejemplo es una reforma educativa británica que obligó a los niños a estudiar hasta los dieciséis años; con el tiempo, quienes alargaron sus estudios tuvieron menos masa corporal y unos pulmones más sanos. Ese efecto positivo fue más acusado entre los que tenían una mayor propensión genética al sobrepeso, con lo que la medida, aparentemente universal, mejoró la equidad entre personas con distintas predisposiciones genéticas.
También hay políticas bienintencionadas que, al no tener en cuenta el componente genético, han salido mal. Un ejemplo son los impuestos al tabaco para desincentivar su consumo: al final, lo que se consigue es que quienes tienen menos riesgo genético de ser adictos a los cigarrillos los dejen, pero se castiga a los que tienen mayor predisposición genética a seguir fumando que, además, deben pagar más.
El libro de Harden es complejo, matizado y provocador. No tiene recetas definitivas, ni una propuesta definitiva contra la desigualdad. Sin embargo, abre de una manera franca, que elude de forma moderna y democrática las cuestiones más espinosas de la relación entre la genética y los logros vitales, un debate que será importante en las próximas décadas. Ahora que discutimos profunda y constantemente sobre la meritocracia, sobre las injusticias sociales que oculta o sus ventajas morales, necesitamos plantearnos en serio esta cuestión: cómo podemos y debemos ayudar a quienes han tenido mala suerte genética para que puedan vivir en igualdad de condiciones con quienes la han tenido buena. Es necesario reconocer que la suerte tiene una inmensa importancia en la vida que viviremos. Y eso tiene también tiene una dimensión personal: “si te tomas en serio el poder de la lotería genética, puedes acabar dándote cuenta de que muchas cosas de las que te enorgulleces, como un buen vocabulario y una rápida velocidad de procesamiento, el orden y la determinación, el hecho de que siempre te fuera bien en los estudios, son consecuencia de una serie de golpes de suerte de los que no te puedes atribuir ningún mérito.”
Quizá usted piense que la meritocracia es la mejor organización social posible: es decir, que los más capaces y trabajadores tengan más éxito. Seguramente está de acuerdo en que para eso es necesario que exista igualdad de oportunidades. Y que, para que esta sea real, el Estado debe intervenir y corregir, aunque sea de manera parcial, las enormes desigualdades sociales con las que nacemos. Son muchas las cosas a enmendar para que todo el mundo tenga de verdad igualdad de oportunidades: a fin de cuentas, aunque hay excepciones, quien nace en un entorno pobre suele estudiar menos, y quien tiene menos estudios suele ganar menos, y quien tiene menos dinero suele morirse antes. Y ese ciclo empieza con una lotería: la familia en la que naces.