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Javier Marías sabía mandarte a paseo y solo se vendía por una primera edición de Tintín
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Javier Marías sabía mandarte a paseo y solo se vendía por una primera edición de Tintín

En su prosa nunca dejabas de navegar por la intriga de la doble moral, de la duda, del subconsciente y del peligro inminente. Él te hablaba allí, como en 'Corazón tan blanco', sin salir de tu cabeza

Foto: Javier Marías. (CBA)
Javier Marías. (CBA)

Los pilares son eternos, o eso piensa un joven que aspira a columna fina aunque sea de paja. Javier Marías fue una piedra gris, la filosofal; un roble del conocimiento, que tan pronto tenía más caras que Tupra, como te hacía entender aprendiendo de qué iba esto de la literatura. Sabía mandarte a paseo, decir que no, rechazar la palmada institucional y no venderse más que por una primera edición de Tintín. Tenía la cara de un niño viejo, como si no dejara de tener una curiosidad enfermiza o de querer ser un poco más británico que castellano, de tanto que así era. Quizás, en ocasiones, algo sobrevalorado por la pretensión que tenemos los españoles en aparentarnos seguidores de Joyce y su 'Ulises'. El pelo siempre alborotado, como Doc Brown en 'Regreso al Futuro'; más alquimista y filósofo, que de calle y de ensuciarse la mirada. Mucho más académico que pasional; mucho más correcto que los errores que somos el resto. Una araña tejiendo tramas; un solitario esperando una llamada; un cigarro, una biblioteca y muchas, muchas páginas. Eso era para mí Javier Marías.

Foto: El escritor y miembro de la Real Academia Española Javier Marías. (EFE) Opinión
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Siempre resonaba el rumor de un Nobel español que pudiese devolver el listón que don Camilo alcanzó con la España vaciada, la de 'Pascual Duarte' y el 'Viaje a la Alcarria', y que todavía pervive de escuela de literatura de tantos que quieren saltárselo. Pero ni las influencias, ni los contactos, ni los ocho millones de libros de intrigas vendidos, pudieron otorgarle las coronas de Estocolmo, porque allí son tanto de estilo como de sensacionalismo; y de eso Javier Marías no pintaba canas. Él las pintaba de ceniza sobre miles y miles de libros que impedían que escribiera más. Y los devoraba, como lo hacía el humo gris de su reflexión sabia, ese distanciamiento otorgado por la necesidad de seguir aprendiendo y de ser mejor que el resto. Todo escritor aspira a pensar como él, no solo a escribir, porque a veces, los que no somos tan inteligentes necesitamos que las cosas sean más sencillas para poder entenderlas. En su prosa nunca dejabas de navegar por la intriga de la doble moral, de la duda, del subconsciente y del peligro inminente. Él te hablaba allí, como en 'Corazón tan blanco', sin salir de tu cabeza y resolviendo los enigmas de una inteligencia que no dejaba de crecer y que, a veces, no sabía compartir, o quizás es que no le interesaba compartirla.

En su prosa nunca dejabas de navegar por la intriga de la doble moral, de la duda, del subconsciente y del peligro inminente

A mí siempre me pareció mirarle desde abajo. Como si Javier montara sobre un caballo inmenso y armado al que sería imposible vencer en un duelo de espadas. Tenía un poco de Shakespeare, pero más de Blas de Lezo, tenía más de G.K. Chesterton que de Montaigne, tenía de Conrad y de Stevenson, aunque quizás esas ganas permanentes por ser más de allí que de aquí impidieran que hoy la comunidad declarara no tres días, sino una semana entera de luto, por el novelista que a todos nos gustaría ser.

De tan británico que era, Javier Marías se ha marchado a la vez que la reina de Inglaterra, porque igual de buen escritor, él dormitaba encamado en un pedantismo pro británico que le hacía distanciarse del madrileño que era. Pero a los grandes genios se les perdona hasta eso, incluso permitiéndose más de una novela aburrida, porque o le sigues o te lo pierdes para siempre. Como acaba de pasar con el último de aquella generación que deambula entre la perfección y su retórica. El escritor de las maneras elegantes, y que desdeñaba la polémica en una falsa humildad, que compartía cama con su brillantez de pensamiento.

Vivió debajo de Nabokov, estudió filología inglesa, tradujo a autores clásicos y se convirtió en uno de ellos. Ganó todos los premios, fue académico de la Real Academia Española, ocupaba el sillón R, de Redonda, esa cuna del saber que fundó. Javier no perdía tiempo ni en conceder entrevistas; todo lo necesitaba para seguir formando y alimentando esa prodigiosa mente de saber, que de tanto, parecía cada vez más encerrada y ajena, como su prosa, que era tan exquisita que cada línea resultaba más lejana e inalcanzable. Era un lenguaje en la reflexión. Y era de Madrid, así que espero que no suba la bandera que ondea a media asta por reina ajena, y que por Javier Marías se termine de caer del todo 16 días más, uno por cada brillante novela que ha dejado a estos huérfanos noveles.

Se lo cuento a Ray Loriga, a quien pillo en el aeropuerto de Berlín y le doy la mala nueva. Cuando se marcha un referente, los pequeños tratamos de pegarnos a los grandes para que nos enseñen algo más de él.

Los pilares son eternos, o eso piensa un joven que aspira a columna fina aunque sea de paja. Javier Marías fue una piedra gris, la filosofal; un roble del conocimiento, que tan pronto tenía más caras que Tupra, como te hacía entender aprendiendo de qué iba esto de la literatura. Sabía mandarte a paseo, decir que no, rechazar la palmada institucional y no venderse más que por una primera edición de Tintín. Tenía la cara de un niño viejo, como si no dejara de tener una curiosidad enfermiza o de querer ser un poco más británico que castellano, de tanto que así era. Quizás, en ocasiones, algo sobrevalorado por la pretensión que tenemos los españoles en aparentarnos seguidores de Joyce y su 'Ulises'. El pelo siempre alborotado, como Doc Brown en 'Regreso al Futuro'; más alquimista y filósofo, que de calle y de ensuciarse la mirada. Mucho más académico que pasional; mucho más correcto que los errores que somos el resto. Una araña tejiendo tramas; un solitario esperando una llamada; un cigarro, una biblioteca y muchas, muchas páginas. Eso era para mí Javier Marías.

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