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La generación que morirá aplastada por su propia basura
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'TRINCHERA CULTURAL'

La generación que morirá aplastada por su propia basura

Me da ansiedad pensar que algún día necesitaré leer un libro, ver una película o escuchar un disco y no lo tendré a mano. Soy de la generación que se crio acumulando cosas

Foto: La peor persona del mundo, la mejor estantería de los países nórdicos.
La peor persona del mundo, la mejor estantería de los países nórdicos.

Mientras veía 'La peor persona del mundo' de repente me di cuenta de que no es una película pensada para treintañeras desorientadas como podría parecer, sino para cuarentones nostálgicos que siguen comprando discos y tebeos, escuchan a Turbonegro mientras hacen 'air guitar' y que se consideran buenísimas personas rodeadas de mujeres inseguras que los oyen pero no los escuchan, que es lo que debe pensar el director Joachim Trier de sí mismo.

Es decir: es una película pensada para. En una de sus últimas y lacrimógenas escenas, uno de los protagonistas, mortalmente enfermo a los 44, reflexiona en voz alta sobre la sensación de vivir en un mundo que ya no es el suyo. Un mundo en el que tenía que coger el metro para comprar un disco en una tienda, en el que ha pasado las últimas décadas comprando cosas para llenar las estanterías de su casa y que escucha música nueva, sí, pero la de su época que no oyó en su día, como me pasa a mí cuando me pongo los discos de Radiohead que me repugnaban hace 20 años. Así que me dije: ese soy yo.

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Mi pareja me tuvo que dar la razón. Un día antes me había recordado la ansiedad que sufro cuando necesito algo y no lo tengo al alcance de la mano, así que lleno la casa de cosas que hoy no necesito, pero tal vez un día necesitaré. Libros que leeré, discos que escucharé y películas que tal vez veré, pero también una pasta de dientes siempre en reserva, cerveza sin alcohol, Coca-Cola o Baileys aunque no beba ni cerveza sin alcohol ni Coca-Cola ni Baileys, por si acaso, y dos paraguas por si alguien viene a casa un día soleado y se marcha un día lluvioso.

Soy de esa generación que sigue pensando que un día Spotify cerrará y toda la música desaparecerá de golpe (que ya pasó hace un mes y menudo susto), así que igual que los 'preppers' compran conservas y AK-47 para cuando llegue el invierno nuclear, yo acumulo recopilaciones de country-folk y tebeos de EC Comics para entonces, por si por algún casual, que no creo, pueda sacar tiempo para leerlos (porque soy tan perdedor que el apocalipsis me pillará trabajando).

placeholder Acogedor, pero faltan libros. (Reuters/Kai Pfaffenbach)
Acogedor, pero faltan libros. (Reuters/Kai Pfaffenbach)

Soy de esa amplia generación que morirá enterrada en su mierda, la que le dio una importancia inusitada a los objetos, a diferencia de las anteriores y las posteriores. Las primeras porque no pudieron permitírselo y las últimas porque se han criado en un mundo virtual en el que el objeto ha perdido todo prestigio. Nosotros, en cambio, somos los hijos de esa mentalidad desarrollista en la que entrábamos en la sociedad de consumo, la clase media se formaba y por primera vez había dinero para acumular trastos, algo impensable poco antes. Los objetos tenían valor: me sorprendió leer en la biografía de Negrín que a principios de siglo, adquirir una buena biblioteca era una inversión económica tan rentable como comprar una casa.

Quizá simplemente sea una cuestión familiar, porque mi padre es otro gran acumulador, en su caso, de cualquier cosa que pueda ser reutilizada: es uno de esos artistas capaz de convertir basura inservible en algo útil o bonito, que siempre dice "no lo tires que para algo me servirá" ante la ceja arqueada de mi madre. El hijo de la pobreza de posguerra que recuerda que su regalo preferido de niño era una navaja y no un juguete, porque la navaja le permitía inventar el juguete que quisiera. Siempre hemos tenido muchas cosas, aunque quizá baratas, a diferencia de otras familias que tenían pocas pero mucho más caras; quizá la diferencia que separa una clase social de otra.

Regalar un disco o un libro era una forma de expresar cariño

Hay una gran distancia generacional y cultural que se resume en esa solitaria balda en la que la protagonista de la película deja sus cosas mientras su compañero, quince años mayor, tiene ocupadas varias estanterías. Tenemos muchas cosas, los jóvenes no quieren nada. El ejemplo más evidente quizá sea la cara de asco que he visto poner a muchos 'centennials' cuando abren un regalo y ven que es una película ("pero si está en internet") o un disco ("pero si está en Spotify"): es como si les hubiesen regalado un mojón. Y, de alguna manera, así es. Ruido, espacio que come espacio, algo más que acarrear en la próxima mudanza y tirar en una lejana limpieza de piso. Se salvan los vinilos por su función decorativa, no porque permitan acceder a música de otra manera inalcanzable.

Ya no cabe la posibilidad de que, como nosotros entendíamos, una película o un disco fuese una manera de expresar cariño e interés. Objetos que intentaban expresar que conocíamos a la otra persona, que habíamos hecho un esfuerzo por encontrar algo que pudiese agradarle al mismo tiempo que nos representaba a nosotros mismos. Esperábamos que ese objeto sirviese como vínculo entre el que regalaba y el regalado. Un objeto mágico, no basura.

placeholder Como en casa (o en Kallax). (Ikea)
Como en casa (o en Kallax). (Ikea)

Basta con entrar en casa de alguien más joven para darse cuenta del progresivo desabigarramiento de nuestros hogares. Por supuesto, las grandes consolas y aparadores han desaparecido en favor de la Billy o la Kallax, la madera ha dado paso al blanco nuclear, pero es que incluso el gotelé se ha esfumado. Ya no hay estanterías cubriendo las paredes, sino grandes superficies blancas y lisas que son como lienzos en blanco que algún día podrían llenarse de algo. Son espacios preparados para una mudanza imprevista, despojados del peso de la historia, intercambiables y anónimos. Los objetos han desaparecido y, con ellos, el alma de los lugares.

Qué será de nosotros cuando muramos

Supongo que la película ha hecho que muchas personas se replanteen su vida. A mí me ha hecho preguntarme qué habrá pasado con todos los libros y tebeos del personaje después de morir. La protagonista le escucha con atención, pero parece claro que no tiene mucho interés en encargarse de la mierda que le sobre cuando palme. Supongo que habrán terminado donde terminarán todas nuestras pertenencias: en la basura, como una carga impuesta del finado hacia los vivos, que no solo tienen que cargar con montañas y montañas de cosas inservibles, sino también, enfrentarse con una de las cosas más tristes que existen que es deshacerse de las pertenencias de un ser querido.

Los objetos permiten hacer las paces a mi generación con su pasado

En realidad, mi sueño sería que todos esos objetos terminen en una biblioteca (si es que siguen existiendo en el futuro) y alguien sea capaz de apreciarlos mínimamente, de igual manera que yo disfruté esa copia del 'In Rock' de Deep Purple que compré hace 20 años por 500 pelas en una cubeta de segunda mano y en cuya esquina alguien había escrito 25 años antes "para Juan de tus amigos, para que no nos olvides nunca".

En realidad, la industria de la nostalgia que se aprovecha de nosotros, treintañeros y cuarentones, con la renta suficiente como para permitirse comprar chorradas (pero poco más), está basada en los objetos. Concretamente, en los objetos que no existieron pero que nos gustaría que hubiesen existido cuando éramos pequeños, como esas estatuillas de ‘Bola de Dragón’ que venden en los bazares, los tomos ilegibles de 1.000 páginas que recopilan años y años de tebeos o los vinilos que supuestamente consiguen que las viejas canciones suenen en tu casa como sonaban en el estudio de grabación. Nosotros nos tuvimos que conformar con imitaciones baratas de plástico, cómics de grapa y MP3 bajados de Audiogalaxy.

placeholder El paraíso de los objetos. (Reuters/Shannon Stapleton)
El paraíso de los objetos. (Reuters/Shannon Stapleton)

Los objetos son hoy para mi generación un 'premium' democratizado, pequeños placeres que nos permiten hacer las paces con un nuestro pasado. Nuestra venganza ante la frustración que suponía no poder acceder a cualquier cosa al instante, como sí les ocurre a los niños hoy. Pero, como dice el personaje agonizante de la película de Trier, las cosas que tanto nos preocupaban nunca ocurrieron y fueron aquellas por las que no nos preocupamos las que salieron mal.

Los objetos son también el rastro que dejamos en nuestro paso por el mundo, algo que nos recuerda que estamos vinculados a un lugar concreto. Que si nos llevase por delante un coche dejaríamos toneladas y toneladas de detritus de las que alguien debería encargarse. El problema es que su valor solo está en nuestra mirada. Mi CD del 'Who Made Who' de AC/DC, que compré a los trece años en el Alcampo de Loranca y que puse millones de veces mientras me convertía en adulto, tiene un valor sentimental incalculable para mí. Pero, según Discogs, su valor real es de 70 céntimos y hay 856 copias a la venta. Probablemente, valga menos aún que el tiempo que uno gasta en deshacerse del disco.

Los jóvenes desaparecerán sin rastro: cuando mueres, tus 'playlists' se van contigo

La única solución que se me ocurre es que me entierren con él, como hacían con los faraones egipcios, para que lo pueda disfrutar en el más allá y tal vez un alienígena fisgón se tope con él, piense que es alguna clase de objeto mágico y lo exhiba en alguna vitrina en una galaxia muy lejana. Es un buen plan, pero tiene un punto ciego. Mi generación ha acumulado tal cantidad de cosas, como ninguna otra en la historia de Occidente, que todas nuestras tumbas estarán llenas de plástico indescifrable. Menos mal que los 'centennials' desaparecerán sin dejar rastro: cuando mueres, todas tus 'playlists' de Spotify se van contigo.

Un apunte final. Mientras barruntaba estas cosas, y como me gustó 'Benedetta', me apeteció ver 'Instinto básico'. Sobre el papel, una película que parecía que siempre iba a estar al alcance de todos. Pues bien, es imposible ver ‘Instinto básico’ en ninguna de las plataformas disponibles, y ya ni siquiera es fácil descargársela (ejem). La solución más fácil es comprar el Blu-ray, que no está mal de precio, ver la película, y acumularla en la estantería, convertida de nuevo en basura. Pero ¿y lo bien que se vive sabiendo que puedes ver ‘Instinto básico’ cuando te apetezca? No se me ocurre mayor felicidad.

Mientras veía 'La peor persona del mundo' de repente me di cuenta de que no es una película pensada para treintañeras desorientadas como podría parecer, sino para cuarentones nostálgicos que siguen comprando discos y tebeos, escuchan a Turbonegro mientras hacen 'air guitar' y que se consideran buenísimas personas rodeadas de mujeres inseguras que los oyen pero no los escuchan, que es lo que debe pensar el director Joachim Trier de sí mismo.

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