Es noticia
Mitad soldados, mitad artistas: quiénes fueron los ingenieros del Imperio español
  1. Cultura
prepublicación

Mitad soldados, mitad artistas: quiénes fueron los ingenieros del Imperio español

Los historiadores Felipe Fernández-Armesto y Manuel Lucena Giraldo publican 'Un imperio de ingenieros' (Taurus), una historia fascinante de la que adelantamos aquí algunas páginas

Foto: Puente de cantería sobre el río Apurimac (Archivo General de Indias, 1619)
Puente de cantería sobre el río Apurimac (Archivo General de Indias, 1619)

De acuerdo con las cifras sobre la formación y la carrera de los ingenieros en el siglo XVI español recogidas por Nicolás García Tapia, estos pueden ser clasificados en cuatro categorías: teóricos, artistas, soldados y ejercientes. Entre los primeros, que constituían casi un 10 por ciento del total, hubo matemáticos, cosmógrafos, científicos de formación humanística y profesionales de gabinete cuya capacidad práctica comprendía poco más que medir tierras o trazar fronteras sobre mapas imaginarios. Los artistas, o tal vez sería más adecuado llamarlos artífices, que conjugaban por mandato belleza y utilidad, constituyeron una cuarta parte del total. En muchos casos fueron arquitectos versados en asuntos ingenieriles. El siguiente grupo, los soldados ingenieros, solía corresponder con personal naval vinculado a la construcción de embarcaciones o la fabricación de instrumentos, o con artilleros dedicados a la fundición y el diseño de armas, a la producción de pólvora y fortificaciones. También hubo ingenieros de minas que aportaron experiencia en excavación y levantamiento de puentes para atravesar ríos y barrancos. Parte de la élite de italianos que contribuyeron de manera extraordinaria a la infraestructura del Imperio, así como sus herederos españoles, de Felipe II en adelante, formaron parte de este grupo.

Más de una cuarta parte del total fueron ejercientes, es decir, niveladores, maquinarios, relojeros, cerrajeros, carpinteros, constructores, fundidores y mineros. Lo mismo calculaban la planicie de un terreno que preparaban artificios para elevar o descender agua, abrir una mina, subir un peso o disolver un metal. La categoría más nutrida fue la de ingenieros curtidos en la profesión de soldado y, por efecto, del casi permanente estado de guerra. Desde el siglo VIII, el «ingeniator» se había vinculado a ella. En el siglo xv, fue frecuente en España la denominación de ingeniero para quien se ocupaba de asuntos militares, pero también civiles: servían para todo. Según el Tesoro de la lengua castellana o española (1611), de Sebastián de Covarrubias, ingeniero es quien «fabrica máquinas para defenderse del enemigo y ofenderle», o «el que construye artificios con elementos móviles», también llamado «maquinario». El experto en norias de agua Francisco de Contreras actuó como ingeniero militar, igual que el arquitecto Cristóbal de Rojas, quien solicitó a Felipe II que le otorgase nombramiento en tal sentido mientras trabajaba en las defensas de Cádiz.

placeholder 'Un imperio de ingenieros' (Taurus)
'Un imperio de ingenieros' (Taurus)

La interconexión entre milicia e ingeniería fue crucial como parte de un fenómeno más amplio, el papel creciente de toda clase de técnicos en el funcionamiento de los estados en paz y en guerra, a fin de dotarlos de una mayor eficacia. El propio Rojas tuvo que pedir a Felipe II que le nombrase capitán de los ejércitos con el objeto de que los soldados a quienes dirigía en trabajos de fortificación le respetaran y obedecieran. También fueron muchos los militares metidos a ingenieros por necesidad o vocación. Fue el caso de Cristóbal de Zubiaurre, instalador de bombas hidráulicas para fuentes, huertas y jardines en Valladolid.

Nuevas ideas científicas con aplicaciones en ingeniería transformaron el contexto de trabajo. Tradiciones escolásticas y herméticas dieron paso de modo gradual a lo que podría reconocerse como metodología «racional», empírica. A ambas orillas del Atlántico cambió el proceso por el cual el conocimiento se definía, se «formaba» o se «construía». Semejante impacto se puede observar en la historia de la ingeniería de dos modos: con el desmantelamiento de viejas ideas y con la demanda creciente de soluciones para problemas emergentes en escenarios de urbanización, producción y guerra.

Rivalidades sociales

Al comienzo del Renacimiento, el ingeniero tuvo una cierta asimilación al artista, por el carácter liberal de su trabajo, ajeno al oficio mecánico. Abraham de los Escudos, en calidad de tal, chocó con los regidores de Burgos porque se negó a pagar impuestos municipales, en razón de los privilegios reales que ostentaba. Le confiscaron los bienes y apeló a los Reyes Católicos, que ordenaron le fueran restituidos. Era de clase pudiente. Poseía propiedades, un caballo y un criado. El caso contrario resultó el de artesanos o prácticos que querían pasar por ingenieros o que arriesgaban propiedades y honra en obras públicas que excedían su capacidad. De la pobreza podían pasar a la miseria, e incluso ser encarcelados. Martín del Haya no logró que el agua llegara a unas fuentes en Burgos porque calculó el desnivel del terreno a ojo, a pesar de las críticas que le había formulado el matemático Andrés García de Céspedes. La supuesta primacía del conocimiento empírico sobre el aprendizaje reglado, un clásico de la historia de la tecnología, esconde con frecuencia rivalidades sociales. Otro ingeniero de Felipe II, Juan Francisco Sitoni, residente en Milán, pretendía descender del noble linaje escocés de los Seton. El tono altivo de su retórica aristocrática correspondía con semejante origen. Sin embargo, su trabajo era mediocre.

Había una demanda insatisfecha de ingenieros que atraía a pretenciosos y aventureros

La falta de personal cualificado y la abundancia de incompetentes se comprende en las circunstancias españolas, pues existía una demanda insatisfecha de ingenieros que atraía a pretenciosos y aventureros. En los dominios europeos de la monarquía existía además una aflicción común causada por la llamada «carcoma de las Indias», esa persistente tentación que llevaba a muchos a pensar que las oportunidades en el Nuevo Mundo estaban a la vuelta de la esquina y que emigrar era la alternativa idónea a tantas restricciones domésticas. El sueño de «hacer las Américas» resultaba tan seductor que casi cualquiera que se considerara mal premiado, o que se enfadara por algo, solicitaba que le dieran empleo en las Indias. Un caso típico fue el de Miguel de Cervantes Saavedra, veterano de la batalla de Lepanto y futuro autor del 'Quijote'.

Cuando estaba de regreso en Madrid, el 17 de febrero de 1582, escribió a Antonio de Eraso, del Consejo de Indias, con quien se había reunido en Lisboa, para agradecerle sus buenos oficios en el intento frustrado de encontrarle trabajo en América. Ocho años después, gracias a la intervención de su hermana Magdalena, pudo optar a un puesto en la Real Hacienda, en Cartagena de Indias, y a otro de corregidor en La Paz. Casi de manera instantánea le contestaron: «Busque por acá en qué se le haga merced». Cervantes aireó su resentimiento mediante su afilada pluma. En 1613 publicó 'El celoso extremeño', una de las 'Novelas ejemplares', cuyo protagonista Felipe de Carrizales había dejado atrás Sevilla revestido solo de andrajos, camino de las Indias. En la obra, las tachó de «refugio y amparo de los desamparados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores, añagaza general de mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos». Aunque Felipe regresó convertido en indiano rico, se enredó enfermo de celos en un matrimonio de encantamiento con una moza joven, que por supuesto acabó por engañarle.

Los riesgos

Los ingenieros muy cualificados no solían estar dispuestos a correr los riesgos de un viaje transatlántico. Aunque la falta de profesionales elevó el prestigio social de la profesión, los peligros ambientales y la distancia a la que se hallaban disuadían de considerarla un destino atractivo. La carencia fue tal que Felipe II tuvo que perdonar a Vincenzo Locadello, noble condenado por salteador de caminos en Milán, para que le sirviese como ingeniero en España. La expulsión de judíos y de moriscos sin duda eliminó otra fuente de reclutamiento que había funcionado bien. En 1480, el mencionado Abraham de los Escudos figuró como «ingeniero de los reyes». Yuza, un «ingeniero moro» de Guadalajara, se ocupó del abastecimiento de agua a las fuentes de Valladolid. Mientras el número de ingenieros en relación con las necesidades existentes en un imperio gigantesco se estancaba o caía, ¿dónde y de qué modo podía la Corona salvar semejante deficiencia?

La Iglesia fue un recurso fundamental. Como en tantas profesiones de utilidad pública en la monarquía española durante la Edad Moderna, en enseñanza, artes, administración y gestión política, el clero facilitó ingenieros capaces, entregados a la causa y de muy poco costo para el erario. Fue la vocación de servicio la que llevó a convertirse en excelentes técnicos a fray Alonso Sánchez Cerrudo, inventor del molino del monasterio de El Escorial, o a fray Juan Vicencio Casale, encargado de las fortificaciones en Portugal. Muchos clérigos, misioneros en las Indias, devinieron en ingenieros, a mayor gloria de Dios. Como los franciscanos fray Francisco de las Navas, o el extraordinario fray Francisco de Tembleque, promotor del mayor acueducto del virreinato de la Nueva España por largo tiempo, el de Cempoala.

El clero facilitó ingenieros capaces, entregados y de muy poco costo para el erario

El arquetipo de los frailes-ingenieros fue, sin embargo, fray Ambrosio Mariano Azaro de San Benito. De origen napolitano, estuvo en la victoriosa batalla de San Quintín contra los franceses en 1557. Después pasó por el Concilio de Trento, conoció la peligrosa Corte polaca, sufrió dos años en prisión acusado de un crimen del cual se proclamó inocente y se hizo ermitaño. En esa circunstancia, mientras se hallaba en Andalucía, lo conoció santa Teresa de Jesús. Esta lo convenció para que se hiciera carmelita descalzo. Tuvo a gala no cobrar por su trabajo cuando Felipe II acudió a su servicio como ingeniero hidráulico, lo que causó gran alegría al monarca (siempre corto de fondos), y le granjeó la lógica hostilidad de sus colegas. El reclutamiento en los vastos dominios de la monarquía fuera de España resultó fundamental.

La cima de la profesión, eso no lo discutía nadie, vinculada al favor real, estaba ocupada por la élite de técnicos procedentes de dominios italianos. Si Tiburcio Spanocci trabajó en 1581 en la traza de fortificaciones para el estrecho de Magallanes, Juan Bautista Antonelli, con quien colaboró en las defensas del Caribe, recibió de Felipe II, además de un gran sueldo de 1.800 ducados anuales, una tierra de labor en Murcia para que estuviera «entretenido» cuando se jubilara. Riqueza, rentas y posesiones las conseguían los menos. La fortuna, esa diosa inconstante del Renacimiento, actuaba a su libre albedrío. Otros, como el hidalgo toledano Blasco de Garay, pasaron tanta necesidad que tuvieron que vender su espada para comer. Carlos V le concedió luego una pensión de cien mil maravedíes. Había inventado un barco movido por paletas.

Fronteras de la ingeniería

Conquistadores, aventureros, frailes, ingenieros, arquitectos y cualquiera que se atreviera a cruzar el Atlántico se adentraba en un entorno desconocido e imprevisible. Los mejores recursos para la gestión de la incertidumbre procedían del sentido común y la experiencia. En 1793, el señor de Bezin, recomendado de la Corte de Francia, fue presentado en España de este modo: «Sus mayores ocupaciones han consistido en sitios de guerra. Es hijo de ingeniero, muy capaz, y antes de serlo trabajó con su padre, de modo que, habiendo empezado a entrar en la práctica desde mozo, parece que podrá ser útil al servicio del rey». La experiencia, se suponía, facilitaba la labor en territorios con diferentes tradiciones constructivas, diferente personal, materiales y herramientas.

En América no había caballos y no se conocían el hierro, la pólvora, la rueda o la bóveda

En América, como descubrieron los españoles, no había caballos, mulos o bueyes para carga y tiro, no se conocía el hierro o la pólvora, la rueda no tenía empleo en transporte y la bóveda no se aplicaba en edificación. Los avanzados incas, tantas veces comparados con los romanos, habían construido una red de calzadas extraordinaria, sembrada de puentes de hamacas sobre precipicios que bordeaban cordilleras de vertientes inverosímiles. Sin embargo, las obras públicas requeridas en adelante eran distintas, de una escala sin precedentes en la región. Los materiales de construcción eran a menudo difíciles de encontrar. La diversidad de las culturas indígenas era enorme y la capacidad de interacción con ellas, imprevisible. ¿Podían ser operarios o peones en las recién fundadas ciudades indianas algunos indígenas «de guerra» cautivos que no eran sedentarios o, como los chichimecas del norte de México, definidos por otros nativos como «comedores de carne de perro»?ç

*'Un imperio de ingenieros: una historia del Imperio español a través de sus infraestructuras' (Taurus), de Felipe Fernández-Armesto y Manuel Lucena Giraldo se publica el 10 de marzo y puede comprarse aquí.

De acuerdo con las cifras sobre la formación y la carrera de los ingenieros en el siglo XVI español recogidas por Nicolás García Tapia, estos pueden ser clasificados en cuatro categorías: teóricos, artistas, soldados y ejercientes. Entre los primeros, que constituían casi un 10 por ciento del total, hubo matemáticos, cosmógrafos, científicos de formación humanística y profesionales de gabinete cuya capacidad práctica comprendía poco más que medir tierras o trazar fronteras sobre mapas imaginarios. Los artistas, o tal vez sería más adecuado llamarlos artífices, que conjugaban por mandato belleza y utilidad, constituyeron una cuarta parte del total. En muchos casos fueron arquitectos versados en asuntos ingenieriles. El siguiente grupo, los soldados ingenieros, solía corresponder con personal naval vinculado a la construcción de embarcaciones o la fabricación de instrumentos, o con artilleros dedicados a la fundición y el diseño de armas, a la producción de pólvora y fortificaciones. También hubo ingenieros de minas que aportaron experiencia en excavación y levantamiento de puentes para atravesar ríos y barrancos. Parte de la élite de italianos que contribuyeron de manera extraordinaria a la infraestructura del Imperio, así como sus herederos españoles, de Felipe II en adelante, formaron parte de este grupo.