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Furor por Stefan Zweig: ¿qué esconden sus diarios inéditos?
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Furor por Stefan Zweig: ¿qué esconden sus diarios inéditos?

Acantilado publica varias libretas del escritor vienés comprendidas entre 1912 y 1940, de la segunda juventud a una sólida y cabal madurez truncada por los acontecimientos

Foto: Stefan Zweig
Stefan Zweig

En el siglo XXI la labor de la editorial Acantilado ha resucitado a Stefan Zweig para el gran público, hasta encumbrarlo a unos altares quizá demasiado elevados si lo comparamos con autores de su época. El austríaco no es Marcel Proust, James Joyce o Thomas Mann, pero cada uno tiene su función en el panteón literario. Su repercusión actual en otros países de nuestro entorno es mucho menor, indudable prueba de una cultura más consolidada y del acierto de los responsables de revivirlo en el universo libresco español.

Buena parte de cierto furor por su obra se debe al imprescindible 'El mundo de ayer', como índica su subtítulo las memorias de un europeo víctima de una época convulsa, donde asistió en primera persona al derrumbe del Imperio Austrohúngaro, el surgimiento de la Unión Soviética o el fatal ascenso del nazismo, causa última de su suicidio en Brasil junto a su mujer, ya sin esperanza ante el curso de la Segunda Guerra Mundial y el desmorone de su galaxia, a todas luces extinta ante la barbarie.

Ahora el imprescindible sello barcelonés publica sus 'Diarios', recopilación de varias libretas comprendidas entre 1912 y 1940, de la segunda juventud a una sólida y cabal madurez truncada por los acontecimientos. Este 2021 es un año pródigo para la recuperación de este género en el panorama nacional, pues estos dietarios irrumpen tras la edición de los dos primeros volúmenes de André Gide en Debolsillo, y en cierto sentido todos estos textos se complementan al abordar una época apasionante con grandes nombres que hablan al presente, tanto por la fortaleza de su prosa como, sobre todo, por la actualidad de sus ideas.

placeholder 'Diarios' de Zweig (Acantilado)
'Diarios' de Zweig (Acantilado)

De los del francés se ha comentado cómo el paso del tiempo los ha convertido en su obra maestra al retratar la evolución de una sociedad y su mundo literario desde la perspectiva de uno de sus mayores protagonistas, Premio Nobel de Literatura en 1947. Quizá sea pronto para encuadrar los del vienés en el conjunto de su trayectoria. Sin embargo, ofrecen extraños destellos y permiten trazar con prestancia un crecimiento interior deslumbrante por la toma de conciencia hacia Europa al comprender su trascendencia en pos de luchar contra los impulsos destructores del continente.

El joven Stefan

Con Gide el género perdió su inocencia cuando el autor de 'Los sótanos del Vaticano' optó por darles luz en la prensa cotidiana. Con este acto rompía la barrera de la privacidad, como si así eliminara una de las grandes preguntas del formato. ¿Se escriben para uno mismo o desde la pretensión de posteridad? Los del joven Stefan inician a sus veintinueve años y nos hacen dudar sobre su inocencia, aunque la breve crónica de sus merodeos por parques vieneses en la nocturnidad para satisfacer con prostitutas su fogosidad sexual nos la corroborarían, no así determinadas sentencias con las armas bien afiladas, como cuando describe a coetáneos como idóneos para el sistema al tener la inteligencia justa para medrar sin ser una molestia para los poderosos.

En el primer cuaderno estos escarceos son una curiosidad apuntalada en su viaje a París, donde además de frecuentar a grandes nombres de la intelectualidad vive un apasionado romance, culminado en un triste aborto, con una misteriosa dama, Marcelle, con quien, alejado de su hábitat natural, comparte meses de amor casi conyugal, más sublimes al saber de la inminencia del adiós.

La prodigiosa capacidad humana de contradecirse, emerge con la Primera Guerra Mundial

Lo curioso, la prodigiosa capacidad humana de contradecirse, emerge a posteriori con el estallido de la Primera Guerra Mundial. Hasta ese instante Zweig ha gozado una posición privilegiada propia de un individuo de su clase social, rentista beneficiado de la placidez del Viejo Mundo a la hora de viajar. En otras páginas volverá un clásico de su literatura de la nostalgia: el recuerdo de moverse sin pasaporte como símbolo de libertad, finiquitado tras el atentado contra el Archiduque Francisco Fernando en Sarajevo.

Ese 28 de junio de 1914 es la conclusión de una era. Mientras no irrumpe la siguiente el protagonismo corresponde a la Gran Guerra, un quebradero de cabeza para el escritor, alucinado por la indigencia de la administración vienesa, escandalizado por lo ocioso de la ciudadanía y tendiente a una admiración incondicional por Alemania, factor nada desdeñable al exhibir cómo siempre quiso dar con una unidad geográfica distinta a la suya.

Ante la ceguera de su administración, la idolatría hacia el Reich de Guillermo II es una constante durante los primeros compases del conflicto, criticándose lo francés desde la prepotencia mientras se enemista con antiguos amigos, caso del hoy olvidado Émile Verhaeren, y sigue al dedillo los avances bélicos, él, declarado no apto para el combate y enfrascado en el Cuartel de prensa para alentar mediante propaganda a los soldados de la doble corona, hecho omitido en estos diarios y en toda su producción, como remarcó Adan Kovacsics en su majestuoso 'Guerra y lenguaje' (Acantilado), uno de los mejores ensayos de las últimas décadas.

Aafán de inmortalidad

La redención llegará con el exilio suizo a partir de 1917, cuando con motivo de las repeticiones de su 'Jeremías' se instalará en Zúrich, centro de exiliados y arteria práctica para establecer una red de contactos, amparado por la neutralidad Helvética. En Ginebra reanudará su amistad, saboteada por la censura austrohúngara, con Pierre Rolland, Nobel de Literatura en 1915 por su apuesta pacifista y europeísta, tan poderosa como para contagiar de esos dones benéficos a su colega, quien desde entonces sufrirá una conversión, hasta devenir uno de los adalides de estos postulados.

Rolland, tan apreciada antaño, es uno de tantos nombres caídos en el pozo de la amnesia contemporánea, y nada podemos reprocharnos por cómo se moldea la criba de los inmortales. Zweig lo tomó como maestro, imitándolo sin tapujos, protegido en su usurpación al ser un astro naciente a diferencia del francés, superado en el imaginario del periodo por otros compatriotas más enérgicos y duchos en sus manejos dentro del mundillo literario.

El fin de la pesadilla debió ser infernal ante el adiós de ese Imperio sin límites

El fin de la pesadilla debió ser infernal ante el adiós de ese Imperio sin límites, berlanguiano en nuestras latitudes y oportunidad perdida para la Mittel Europa, huérfana e impotente por culpa de sus gobernantes, los únicos sin sistema parlamentario, más bien cretinos al no potenciar un federalismo austrohúngaro para aunar las distintas nacionalidades de su territorio. Los diarios de Guerra concluyen con una especie de profecía: “Al menos yo consumo la mitad mis fuerzas pensando en los espantosos escenarios que se avecinan en que el odio entre clases y estamentos inundará el mundo.”

Este pensamiento se cumplió a rajatabla, y en el caso austríaco quizá es más conveniente leer 'Los demonios' de Heimito Von Doderer (Acantilado) para comprenderlo. La década de los veinte luce un vacío en sus anotaciones personales, sólo recuperadas en 1931 al sentir de nuevo el peligro de una colisión catastrófica, digna de merecer, aquí fluyen la vanidad y un afán de inmortalidad, testimonio escrito. De forma nada casual la fecha para retomarlos coincide con la muerte de Arthur Schnitzler, maestro de maestros para toda una generación y doppelgänger literario de Sigmund Freud.

Esta reanudación de los Diarios quizá tendría mayor solvencia en un volumen separado de los de la Primera Guerra Mundial, hilvanándose por el dramatismo del contexto, mitigado en la crisis de los treinta por los viajes de Zweig a Estados Unidos, con ciertas similitudes de asombro lorquianas ante Nueva York, o el enorme fragmento, una delicia para cualquier lector, dedicado a un itinerario de París a Londres, escrito en septiembre de 1935 y con una sensación de irrealidad ante el próximo marasmo, intuido a bombo y platillo por el caos en Viena y el apogeo de Adolf Hitler en Alemania.

Hacia la muerte de todo

Los últimos cuadernos se nutren de preludio y agónicas certezas. En los cuadernos de Brasil flotamos aún en la esperanza de un mañana posible por la heterodoxia de los cariocas, su mezcla racial y la alegría de las favelas, sólo empañada por el espectáculo al aire libre de prostitutas interraciales aposentadas a pie de calle con los camastros a la vista de clientes y transeúntes. El sol de Río de Janeiro o la nula planificación urbanística de Sao Paulo no evitan una admiración incondicional por esa libertad primitiva sin tanta incidencia de la política, omnipresente en el cielo europeo, donde negros nubarrones se cernían en el horizonte ante la avalancha Nacionalsocialista.

Brasil será la última luz de Stefan Zweig. Antes, de nuevo exiliado en Inglaterra, consumirá los fuegos de su inmenso microcosmos en los meses iniciales de la Segunda Guerra Mundial. En septiembre de 1939, mientras llora con sinceridad la muerte de Sigmund Freud en Londres, se sorprenderá por la ausencia de pundonor francés, el frente occidental baldío, Polonia vencida y entregada a los dos colosos sin ayuda francobritánica pese a la declaración para inaugurar las hostilidades de la Segunda Guerra Mundial, mucho más certera en la primavera de 1940, cuando la Blitzkrieg arrasa el Benelux y penetra en Francia.

Ante esa encrucijada de la Historia el vienés sólo puede ofrecer metáforas y reflexiones en un intento de sobrevivir desde la cordura. ¿Adónde ir? ¿Cómo derrotar la aceptación del desgobierno y la crueldad como norma? En algunos párrafos se anuncia su despedida prematura, aun así muere matando, y una pregunta en medio de todo este repertorio engarza este legado con el presente, hasta retumbar con estrépito: ¿Cómo es posible exigir sensatez a los exaltados?

En el siglo XXI la labor de la editorial Acantilado ha resucitado a Stefan Zweig para el gran público, hasta encumbrarlo a unos altares quizá demasiado elevados si lo comparamos con autores de su época. El austríaco no es Marcel Proust, James Joyce o Thomas Mann, pero cada uno tiene su función en el panteón literario. Su repercusión actual en otros países de nuestro entorno es mucho menor, indudable prueba de una cultura más consolidada y del acierto de los responsables de revivirlo en el universo libresco español.