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Juan Soto Ivars: "El órgano sexual de la mujer es tabú para un cura y para Irene Montero"
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Juan Soto Ivars: "El órgano sexual de la mujer es tabú para un cura y para Irene Montero"

El columnista entrega un largo trabajo, sólido y chispeante, sobre la noción que agrupa toda la deriva ofendidita de nuestro tiempo: el tabú

Foto: Juan Soto Ivars. (Jeosm Photography)
Juan Soto Ivars. (Jeosm Photography)

Mientras Juan Soto Ivars siga opinando, la cosa no puede estar tan mal. El columnista y escritor lleva años asomándose a los bordes del sentido común, avistando censuras, cancelaciones, excesos bienintencionados y tonterías de toda laya que pasan por modernidad y solo consiguen hacer callar a alguien. Su labor diaria es fundamental: contemplar la degeneración de los valores clásicos, denunciarlo y asumir las consecuencias. Como todavía no le han domesticado, ya digo, podemos alarmarnos lo justo.

Ahora entrega un largo trabajo, sólido y chispeante, sobre la noción que agrupa toda la deriva ofendidita de nuestro tiempo: el tabú. Hablamos con él sobre 'La casa del ahorcado' (Debate) por correo electrónico.

placeholder 'La casa del ahorcado' (Debate).
'La casa del ahorcado' (Debate).

PREGUNTA. En la solapa de tu libro se lee: "Tiene un hijo y desde ese momento todo lo demás le da un poco igual". Es una buena forma de desmitificar la propia publicación de un libro, para empezar.

RESPUESTA. Lo que he descubierto es que la comparación entre tener un hijo y escribir un libro es una soberana gilipollez. Un libro lo puede escribir cualquiera; criar un hijo es otro cantar.

P. ¿Ahora con hijo te sientes más vulnerable o más fuerte frente a la crítica y las polémicas? Te juegas, como suele decirse, su pan.

R. Me noto fuerte porque ahora soy padre de alguien, que es muy diferente a seguir siendo hijo de alguien, en primer lugar porque ya no eres tú el ombligo del mundo. Esta atenuación del narcisismo la he notado, por ejemplo, cuando Cristina Fallarás decide que le conviene acusarme de maltratador y violento en Twitter por un artículo mío justo cuando está promocionando su libro, ¡qué casualidad! Antes de tener a Alejandro, ese episodio me hubiera podrido unos días, pero me pilló cambiando pañales, y dije: ¡A su salud!

Me noto fuerte porque ahora soy padre de alguien y ya no soy el ombligo del mundo

P. ¿Cuáles dirías que son los tabúes en torno a los hijos hoy?

R. Por una parte los niños son personas sometidas por completo a la ley del tabú. Se les impide decir esto, tocar eso, hacer aquello que los adultos pueden decir, tocar y hacer. Pero, además, en esta sociedad, dominada por un sistema que confunde la emancipación y el empoderamiento con estar solo, no necesitar a nadie y que nadie te necesite, creo que la mera idea de tener hijos opera como tabú. Por ejemplo, una mujer de treinta y pico años que tiene cuatro hijos es poco menos que una apestada. Para la mujer es peligroso decir que renuncia a su carrera porque prefiere quedarse con los críos. En cambio, un hombre así queda hoy muy bien. Vemos un tabú que ha migrado de un sexo a otro...

P. 'La casa del ahorcado' llega después de tu ensayo sobre la censura en nuestro tiempo. Es muy fina la relación y la diferencia entre censura y tabú, pues ambos conceptos parecen destilarse del mismo fruto: lo prohibido.

R. El tabú es infinitamente más complejo y escurridizo que la censura o las cosas prohibidas. Es una figura simbólica que opera en prohibiciones, pero también en cosas que no lo son, por ejemplo en lo que no podemos ni pensar, como la posibilidad, hace un año, de que una pandemia dejara el supermercado sin papel higiénico en Occidente. ¿Estaba prohibido decir que eso podía pasar? En absoluto. Pero para muchos (y me incluyo) esta idea era tabú. Uno de los tabúes de las sociedades capitalistas es que la cosa se acaba. ¿Está prohibido decirlo? De nuevo, no. Pero la incredulidad es un muro, pese a todas esas películas apocalípticas que nos gusta ver.

Uno de los tabúes de las sociedades capitalistas es que la cosa se acaba

P. Me parece muy estimulante esa cita que pones de Wilhelm Wundt (1832-1920), que define tabú como persona, lugar o cosa "donde la impureza y la santidad no están diferenciadas".

R. Es que es muy interesante esa noción. Wundt y los primeros etnógrafos creían que las tribus eran la versión inmadura de las civilizaciones occidentales, la foto del pasado común. Esto ha sido muy discutido más tarde, pero la noción del tabú como objeto donde lo sagrado y lo impuro se confunden conserva una fuerza brutal. Si pensamos ejemplos, en seguida nos vendrá a la cabeza el órgano sexual de la mujer, que da la vida y es fuente de pecado, de modo que representa un tabú lo mismo para un cura que para Irene Montero. La retórica ideológica que cada uno aplique puede ser distinta, pero en el fondo delatamos esa misma ambigüedad angustiosa ante este objeto, para algunas personas, entre lo impuro y lo sagrado.

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P. Según la RAE, tabú es ambiguo, pues puede ser algo prohibido porque ese algo es malo, pero también porque tú no eres suficientemente bueno para él. O sea, los Reyes de España hasta hace poco, hasta Juan Carlos I reinante, eran tabú: no podías decir nada malo de ellos.

R. La ambigüedad es central en el tabú. Algo donde lo impuro y lo sagrado se confunden es, por encima de todo, inquietante. Piensa en la gente transgénero: el cambio de hombre a mujer significa atravesar una frontera prohibida, así que estas personas están cargadas de tabú, como los inmigrantes. Producen angustia y confusión. Pero ¿qué ocurre hoy? Pues que vivimos en una sociedad que idolatra a las víctimas y los oprimidos, y les confiere un estatuto especial. Nadie puede tocarlas, ni atacarlas. ¡Siguen siendo tabú, aunque de otra forma! Es como si el peso de la energía simbólica del tabú hubiera cambiado de lugar, se ha desplazado, pero no desaparece. Así que hoy es tabú ser crítico con el fenómeno transgénero de la misma forma que ayer era tabú ser transgénero. Que se lo digan a JK Rowling.

Vivimos en una sociedad que idolatra a las víctimas y los oprimidos

P. Estableces que el tabú es civilización, no barbarie, sirve para el control y la estabilidad social, en realidad. Entonces, me pregunto si el tabú es malo o bueno, era bueno y ahora es malo, siempre fue ambas cosas o siempre fue malo.

R. El tabú es, más que bueno o malo, inevitable. Pero digamos que es bueno cuando la sociedad entera lo comparte y es malo cuando unas tribus ideológicas o identitarias tratan de imponer los suyos al resto. Así, el tabú de la violencia, por ejemplo, es bueno: salvo unos cuantos hijos de perra, toda la sociedad siente horror ante la violencia física, que solo se tolera como entretenimiento de ficción. En cambio, los tabúes de la corrección política, o los de su némesis de derechas, la corrección patriótica, son totalmente distintos. Hay personas que quieren imponérnoslos a todos, según su sensibilidad, y esta actitud censora e intransigente produce división estéril y fractura.

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P. En tus columnas de El Confidencial sueles, de hecho, abordar temas de esta especie, prácticamente tabú. ¿Cómo valoras las reacciones cuando en tu columna hablas de Infancia Libre, de Juana Rivas o Ignacio Garriga?

R. Te penalizan unas tribus y te celebran otras. Este es el problema en nuestra sociedad: cada vez tenemos menos tabúes comunes y más tabúes antagónicos. Lo que para un grupito es sagrado para otro es monstruoso. Piensa, por ejemplo, en la estatua de Colón y el día de la Hispanidad: unos quieren derribarlo todo, otros mantenerlo; o en Cataluña y España. Respecto al castigo, insisto en que yo no he pagado un precio alto por hablar de ciertas cosas. Sin embargo, el tabú transgredido siempre provoca un cierto ritual de purga: hay grupos que me vetan diga lo que diga, y se verá muy bien con las reacciones a este libro.

Todos sabían qué hacía Weinstein, pero hasta que llegó el ritual de purga no importaba

P. ¿Qué puede pasarle al que hoy transgrede el tabú?

R. La purga de las tribus suponía, normalmente, apartar al transgresor de la comunidad hasta que se purificase. Hoy hacemos algo que parece más sofisticado, pero no lo es: una campaña de difamación mediática y un linchamiento que aísla al individuo. Esa persona pasa a ser radiactiva, y perjudica la reputación de quien se le acerque demasiado. En un caso de transgresión extrema, mira a Harvey Weinstein, qué rápido se quedó sin su amiga del alma Oprah Winfrey y todas esas actrices que se deshacían en elogios para él cuando les daban un premio. Todo el mundo sabía qué hacía Weinstein, pero hasta que llegó el ritual de purga no importaba.

P. Veo el ensayo actual —por ejemplo 'La masa enfurecida', gustándome mucho— como una especie de recopilación de noticias dadas en los últimos cinco años, pero agrupadas bajo un punto de vista, óptica o concepto de alguna originalidad o interés. ¿No es un poco empobrecedor para el ensayo esta forma de presentarse, como 'clipping' de noticias comentadas a ver si hallamos la esencia de nuestro tiempo? Sucede desde 'No Logo' (1999), de Naomi Klein, por lo menos.

R. Mi ensayo huye de eso. Creo que un ensayo aporta poco si no traza líneas de conexión con la historia. Por eso yo empiezo un texto sobre la actualidad con el asesinato de James Cook en Hawai en 1779, o utilizo los diarios de juventud de Joseph Goebbels para hablar de la gente de nuestro tiempo que se siente sola y miserable y acaba convertida en masa, abrazada a los identitarismos más extremos; o tiro de la Ginebra de Calvino para hablar de los grupos oprimidos como Black Lives Matter que se convierten en inquisidores implacables cuando alcanzan el poder en una pequeña taifa; o de la bomba atómica para hablarte de cómo Silicon Valley produce una tecnología que toma sus propias decisiones sin contacto con la ética. Creo que nuestro pecado capital es el adanismo, creernos los primeros habitantes del Edén.

La proliferación del tabú nos dice que hemos entrado en una dinámica tribal muy peligrosa

P. ¿Entonces el lector qué se encuentra en tu libro?

R. Uno de los propósitos del libro es acercar al lector un poco de la complejidad del tabú, porque somos buenos detectando que hay demasiados, pero si no entendemos bien su profundidad no nos enteramos de lo que está pasando bajo el radar. La definición que la gente tiene en la cabeza es más o menos la del diccionario de Oxford: "Algo tan embarazoso que la gente no debe mencionarlo". Pero no: la proliferación del tabú nos está diciendo que hemos entrado en una dinámica tribal muy peligrosa. Si hubiéramos leído a Popper más allá de la puñetera viñeta de Pictoline que corre por Twitter, sabríamos que el tribalismo es letal para cualquier sociedad abierta.

P. En un momento del libro hablas de algunos cómicos de 'stand up', como Bill Burr, que quizá representan hoy esas palabras de Chaucer: basta que se prohíba algo para que den ganas de hacerlo.

R. El sentido común es, ante todo, una corrección política aceptada por todo el mundo. Así que los cómicos están para desafiar precisamente eso, para decir cosas que rompen el sentido común y van más allá. Cuando se convierten en párrocos cachondos que solazan al público con unos chistecitos con el único fin de decirles cómo tienen que pensar, mala señal. El monólogo donde Hannah Gadsby, que es una tía divertidísima, anunciaba que ya no haría más comedia y se ponía hablar de su sufrimiento y a llorar, por ejemplo, me pareció una señal muy mala del ambiente intelectual en los Estados Unidos. Y eso se contagia a Europa. Hay muchos cómicos en España que respetan líneas rojas ridículas y caprichosas, e incluso que las imponen a otros cómicos. Por eso me gusta Bill Burr, que es un salvaje que empieza un bloque de su último monólogo diciendo: "¿Sabéis qué es lo más gracioso del abuso sexual?". La función del cómico la ha descrito muy bien Ignatius: es una figura a la que la sociedad da un permiso especial para empujar los límites, lo que implica que no hay que quemarlo en la plaza pública si mete la pata. Pero bueno, los cómicos fueron las primeras víctimas de la cultura de la cancelación, que ahora ha alcanzado ya hasta a los traductores con el lío de Amanda Gorman.

Lo más curioso de todo es que esa gente tan gregaria es absolutamente individualista

P. Es muy interesante el concepto de tribu que trabajas en la parte final del libro, sobre todo en relación a cómo la autoestima se vuelve tribal: me valoro en la medida en la que mi colectivo es valorado. Esto hace, a su vez —opino— que desde fuera se opere igual, como vemos a menudo (los Oscar): te valoro si premio a una "tribu" oprimida, a una minoría. ¿Cómo casa esto con el siglo del yo? ¿No queda el individualismo y sus éxitos y exigencias como un monopolio del hombre blanco heterosexual?

R. Lo más curioso de todo es que esa gente tan gregaria es absolutamente individualista, es decir, se someten al pensamiento grupal y a las identidades, dejan de pensar, compran toda la propaganda, pero el beneficio que obtienen de ello es individual. Cada uno de ellos es un santo aplaudido por el grupo y un soldado cuando el grupo tiene que castigar o purgar a un hereje. El individualismo exacerbado consiguió que la gente se sintiera sola y desorientada, sobre todo cuando la economía se va al cuerno y los proyectos individuales de vida no pueden desarrollarse. Ahora se refugian en la masa, como ha ocurrido siempre en momentos de súbito parón. Se quieren a sí mismos en función de cuánto aman su identidad de grupo, porque el espejo les devuelve una imagen miserable de sus propias vidas. Esto sirve para la izquierda y la derecha identitaria. Unos usan las banderas tradicionales y otros nuevas banderas de 'prêt-à-porter'.

Foto: Amanda Gorman durante la inauguración presidencial. (EFE)

P. Derivado de lo anterior, tenemos varias generaciones de jóvenes y adolescentes que, según múltiples estudios, son ya incapaces de tomar una decisión, de oponerse o construir su propia autoestima al margen de alguna pertenencia tribal, según analizas en el libro. Esto me parece lo más alarmante, esa sucesión de zombis adolescentes con cuatro ideas en la cabeza que creen que Greta Thunberg es un ejemplo a seguir y, en el fondo, son más conservadores —más manejables y dóciles— que sus bisabuelos.

R. Los jóvenes no son peores que en cualquier otro momento, pero sí tienen problemas específicos: un paro galopante, unas opciones de vida miserables y una desconfianza brutal en el mundo que se han encontrado. Suma a esto que han servido de cobayas para las tecnológicas, que se han freído el cerebro con pantallas desde mucho antes de lo que se considera recomendable, y que se los medicaliza en cuanto empiezan a quejarse. Pero estos problemas específicos no son peores, creo, que los que tenían los jóvenes en la ruta del Bakalao, o en la epidemia de heroína. Son problemas actualizados. Lo que sí ha cambiado, pero no de un día para otro, es que nuestra sociedad rinde culto a esos jóvenes. Hoy son los hijos quienes abroncan a los padres por usar malas palabras. En este sentido, Greta Thunberg es un buen ejemplo. Una niña que nos abronca a gritos, mientras un montón de millonarios agachan la cabeza y fingen que serán buenos. Y todo ello, con forma de anuncio de televisión. Pero vivimos en una sociedad donde los viejos quieren parecer jóvenes hasta los 80 años, así que, ¿de qué nos extrañamos? Greta Thunberg es el reverso de un tío de 45 años que se abre un TikTok y empieza a hacer chorradas.

Mientras Juan Soto Ivars siga opinando, la cosa no puede estar tan mal. El columnista y escritor lleva años asomándose a los bordes del sentido común, avistando censuras, cancelaciones, excesos bienintencionados y tonterías de toda laya que pasan por modernidad y solo consiguen hacer callar a alguien. Su labor diaria es fundamental: contemplar la degeneración de los valores clásicos, denunciarlo y asumir las consecuencias. Como todavía no le han domesticado, ya digo, podemos alarmarnos lo justo.

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