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Cómo le puse nombre a mi hija (y no serví para nada más en todo el embarazo)
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Cómo le puse nombre a mi hija (y no serví para nada más en todo el embarazo)

Adelantamos en exclusiva uno de los capítulos de 'Irene y el aire' (Seix Barral), la nueva novela de Alberto Olmos en la que el escritor desvela la paternidad con humor y lucidez

Foto: Detalle de portada de 'Irene y el aire'. (Seix Barral)
Detalle de portada de 'Irene y el aire'. (Seix Barral)

No quedaba tanto, en un momento dado. Los meses de gestación habían sido tan entretenidos que sólo algunos días caíamos en la cuenta de que había que parir y, luego, cuidar de un bebé. Como no acumulábamos experiencia en ninguna de las dos cosas, pensar en ello era un pensar primitivo, de aproximaciones casi cavernícolas, fiadas a las pinturas rupestres de los manuales que leíamos o de las cosas que nos contaban otros padres. La experiencia ajena sólo ensanchaba nuestras supersticiones, como si nos hablaran del monstruo del lago Ness, que habían visto y que algún día nosotros también veríamos.

Vivíamos en el encantamiento de la profecía, como secuestrados de la vida por una anticipación del futuro que nos convencía de que, hasta el 26 de febrero de 2016, nada importante iba a sucedernos. Estábamos exentos, apartados, en interinidad. Ni siquiera parecía posible morir, ser despedido o perder a un allegado. No había competencia. La vida se desentendía de nosotros a la espera de arrojarnos al acontecimiento.

Mientras llegaba, nuestra única obligación verdadera era ponerle un nombre, como esos historiadores que acuñan guerras y épocas o esos climatólogos que bautizan huracanes. Qué nombre le íbamos a poner al desastre, a la vida.

placeholder 'Irene y el aire'
'Irene y el aire'

De novios se juega a menudo a ponerles nombre a niños que no existen, ni siquiera para sugerir que se tengan o que se quieran tener, sólo por sacarle punta al conflicto de estar juntos. ¿Cuál es tu actor favorito?, ¿cuál es tu pintor favorito?, ¿qué nombre le pondrías a tu hijo?, ¿y si fuera niña? Son preguntas tontas en tardes tontas que casi demandan disconformidad, conocer al otro por sus afirmaciones menos defendibles, quizá hasta aleatorias. Yo no recuerdo qué nombres di alguna vez a niños que no íbamos a tener en ningún caso.

Pero ponerle nombre a un niño que sí va a existir es otra cosa, ahí entran muchas filosofías y muchos prejuicios, musicalidades de la memoria que apenas sabe uno explicarse. Hay un odio irracional por decenas de nombres. Que si una compañera boba de la EGB se llamaba Olga, que si tu exnovio se llamaba Carlos, que si siempre he detestado el nombre de Berta y el nombre de Gerardo. Odio a odio, tachón a tachón, se acaban proscribiendo como veinticinco nombres. Es decir, cincuenta, porque son dos los inquisidores entregados a la tarea bautismal.

Cuando aún no sabíamos el sexo del bebé, ya estábamos haciendo cábalas. No se nos ocurrió esperar un poco para ahorrarnos el expurgo de todos los patronímicos antipáticos aparejados a cada uno de los dos sexos. Así, hablábamos y debatíamos hasta conseguir no estar de acuerdo en el nombre de dos niños, uno varón y otro mujer.

Hablábamos y debatíamos hasta conseguir no estar de acuerdo en el nombre de dos niños, uno varón y otro mujer

Eugenia tenía sus propias Olgas, excompañeras y excompañeros de escuela, facultad o trabajo de los que guardaba mal recuerdo y cuyos nombres conservarían por siempre un eco de desagrado. Además, censuraba todos los nombres que sonaran bíblicos, como Samuel, que a mí me gustaba mucho, o Sara, que ella odiaba con ferocidad casi sospechosa. Su propio nombre ("bien nacida") la animaba a explorar el camino etimológico, un nombre que pudiera explicarse, traducirse; a ser posible del griego.

Extravagancias

Mi principal prejuicio era la extravagancia. Casi todos los escritores ponen a sus hijos nombres demasiado protagonistas. Eugenia dejó caer alguno de esta categoría, no sé si Perséfone o Ulises. No podía imaginar peor regalo para un niño que venir al mundo a sostener el rechinante nombre que a sus padres se les había ocurrido ponerle. Me valía con un Juan, con una María. Me gustaba la modestia en el origen, el perfil bajo. Pensaba que un nombre rutilante se lo ponen los padres a sí mismos, a esa extensión de sí mismos que es el hijo, que envían al mundo para que todos vean en él a sus padres, su filosofía y su creatividad, pues le pusieron Lluvia, le llamaron Akira. Yo quería poner a mi hijo el nombre que ya tenía, un nombre donde yo no estuviera.

Un nombre rutilante se lo ponen los padres a sí mismos, a ese hijo que envían al mundo para que todos vean en él a sus padres

También pensaba que un nombre muy llamativo u original situaba el listón muy alto a una criatura. Acababa de llegar al mundo y ya se llamaba Ícaro (reconozco que éste fue sugerencia mía), y ahora tenía que ser Ícaro sobre los escenarios, en grandes despachos o en una columna de éxito de un periódico importante: Ícaro no podía acabar descargando cajas. Pero yo quería que mi hijo pudiera acabar descargando cajas, no quería darle un destino. Esto es, un fracaso.

Nos presentaron una vez a un tipo llamado Elvis. Ocurrió en una reunión en casa de amigos, seguramente para celebrar un cumpleaños. Nada más oír su nombre, tuve que hacerle la pregunta que le llevarían haciendo toda su vida, y que le seguirían haciendo hasta el día de su muerte. La pregunta no requería mucha elaboración: ¿Elvis?

Y Elvis ya entendía lo que querías decir: ¿cómo puedes llamarte Elvis?, ¿cómo se les ocurre a tus padres llamarte Elvis?, ¿cómo has podido sobrevivir en España, desde los años setenta que debiste de nacer, llamándote Elvis?

Mi empeño era no poner a nuestro hijo un nombre que estuviera siempre molestándole, como un picor

En rigor, Elvis no tenía nada que decir sobre su nombre que uno no pudiera anticipar. Simplemente se llamaba así porque sus padres eran grandes 'fans' de Elvis Presley y toda su vida había tenido que explicar esta obviedad y defenderse de su nombre diciéndolo con desenfado y firmeza. Trabajaba en el sector de las energías renovables, o en algo relacionado con el medio ambiente, no lo recuerdo. Era tremendamente educado y parecía muy feliz. Su superioridad moral estaba muy trabajada. A lo mejor me cayó mal por llamarse Elvis. En todo caso, conocerlo me ratificó en mi empeño de no poner a nuestro hijo un nombre que estuviera siempre molestándole, como un picor.

Vistas en la distancia, estas reflexiones y cautelas me resultan ahora triviales, fruto sin duda de una condición primeriza. Todo nombre se disuelve en una identidad. Impacta más o menos cuando se oye una vez, pero luego se transforma, a fuerza de ser manoseado, de ser sujeto y objeto directo y objeto indirecto y vocativo y moneda común de la conversación. Llamarse Juan o llamarse Elvis —pienso ahora— no importa nada finalmente.

Pero entonces no nos podíamos permitir este escepticismo, debíamos debatirnos, queríamos ser ya excelentes padres, y estábamos obligados a pensar que toda la vida de una persona dependía de ese primer coscorrón del lenguaje que le íbamos a propinar.

La ecografía

Cuando tomamos al fin la decisión acerca de cómo llamar a la niña, si era niña, o al niño, si era niño, no sabíamos aún que el largo camino que quedaba hasta el nacimiento de esa criatura cuyo nombre habíamos preparado con más esmero que su habitación supondría, inevitablemente, replantearnos cada mes si de verdad la queríamos llamar así. No me convence. De pronto, no lo veo. Me he levantado como que no. El nombre era un vacío que esperaba a ser llenado, una palabra preciosa que no nombraba nada exactamente. Si decías el nombre de tu hijo, nadie acudía.

Fue en la Fundación Jiménez Díaz, en Moncloa, donde resolvimos el dilema niño o niña. En la primera ecografía, realizada en otro centro, el feto era apenas un copo de genoma, una mota de ADN, casi la prueba pericial de que habíamos cometido procreación. En ecografías posteriores, esa minucia se había desbordado de forma sumamente ordenada y ya era posible adjudicarle su primera condena: el sexo.

En la primera ecografía, realizada en otro centro, el feto era apenas un copo de genoma, una mota de ADN, casi una prueba pericial

En la sala nos esperaban tres mujeres, una de las cuales se presentó como nuestra ecógrafa; su nombre aparecería después avalando los informes. La otra debía de ser su asistente. La tercera, mucho más joven, era una estudiante. Las tres nos sonrieron encantadoramente nada más vernos, y me parecieron enseguida mucho más entregadas a su labor que otros médicos con los que había tratado. Transmitían cariño, un interés casi familiar, como si ese embarazo también fuera asunto suyo. Pero no tanto mío.

Ocupamos el par de sillas junto a la mesa atestada de papeles que nos separaba de ellas y, nada más hacerlo, empecé a notar la disolución de mi presencia. Con las manos sobre el regazo, y la barbilla baja, escuché cómo las médicas se dirigían a Eugenia y le iban preguntando cosas. Eugenia contestaba. Yo la miraba primero a ella y luego a la ecógrafa, de pelo rubio y rostro muy sereno. Le sonreía, o asentía a lo que acababa de decir Eugenia, pero ella no reparaba en mí.

Después invitaron a Eugenia a subirse a la camilla para proceder con la ecografía. Eugenia fue hacia allí, así como las tres mujeres. Me quedé solo mirándolas en la distancia. Eugenia ya se había tumbado. Yo aplastaba las manos entre mis muslos. "Ven a verlo", dijo ella. Ocupé un taburete metálico pegado a la pared.

Tenían una televisión de buen tamaño colgada de la pared, y allí, enmarcado como un PDF, apareció nuestro hijo. La ecógrafa les iba poniendo nombre a los miembros de su cuerpo que asomaban, blancos hasta la fosforescencia sobre la oscura superficie digital. Una mano, el 'culete', otra mano, un pie. La cara.

Veía a una criatura que me recordaba a mí cuando me miraba en el espejo, pero en un espejo en el que no sabía que me estaba mirando

Su cara apareció por la boca, quiero decir que vi emerger unos labios enormes y luego el resto de la cara, y sentí como si me mirara en el espejo del tiempo, y me viera a mí mismo mezclando memoria y mirada. Lo que veía era una criatura que me recordaba a mí vivamente cuando me miraba en el espejo, pero en un espejo en el que no sabía que me estaba mirando.

"¿Quieres oír su corazón?", preguntó la ecógrafa. Eugenia asintió y un borbotón de latidos, que se dibujaban además en la pantalla con color rojo, inundó la sala. Todos callábamos mientras el bebé latía contra las paredes del cuarto, como una sicofonía que tres brujas blancas hubieran convocado con sus conjuros. Había algo conflictivo, muy poderoso en enfrentar tanta tecnología y conocimiento con el 'tam-tam' de la tribu de los no nacidos, que nada sabían de la electricidad ni de la civilización.

El sexo del bebé

"¿Quieres conocer el sexo del bebé?"

Esta pregunta, realizada después de más minutos de mediciones y apuntes, me devolvió a mi propia condición fantasmal. No pude obviar esa persona del verbo que me anulaba por completo, donde yo no estaba ni se me tenía en cuenta. ¿Quieres conocer el sexo del bebé?, y no: ¿queréis conocer el sexo del bebé? Durante unos instantes, me hundí silenciosamente.

Eugenia me miró para que le confirmara nuestra decisión ya tomada: que sí queríamos saberlo, y cuanto antes.

"Pues diría que una niña —sentenció la ecógrafa. Y añadió—: Hay un setenta por ciento de posibilidades de que sea niña."

"Sí, se ve perfectamente la 'vulvita'", se atrevió a decir la estudiante.

Después la ecógrafa nos ilustró sobre la posibilidad —que habíamos oído contar varias veces, pues le había sucedido a un amigo de un amigo, o a un conocido de un conocido, y la historia era tan graciosa que nadie podía parar de contarla— de que, anunciado un niño, naciera luego una niña, o al revés. Al parecer, había más posibilidades de que las niñas fueran niños que de lo contrario, por la extraña destreza del pene para esquivar la efímera fama de las ecografías.

Yo era el hombre en minoría, ignorado por las mujeres y que, además, veía cómo aumentaba esa mayoría que le marginaba

Eugenia quería una niña, y yo un niño, pero nuestra preferencia no iba más allá del mero capricho, casi de la ansiedad por concretar a nuestro hijo deseando ya que fuera niño o niña; que fuera algo. Sin embargo, aquel dictamen inclinó definitivamente toda aquella jornada en mi contra: era el hombre en minoría, ignorado por las mujeres y que, además, veía cómo aumentaba esa mayoría que le marginaba. Mi presencia allí no tenía la menor importancia, pues era una mujer la que traería una vida al mundo con la ayuda de otras tres mujeres y las cuatro estaban muy contentas de que el bebé fuera a ser además una niña, unanimidad femenina que generaba todo tipo de empatías entre ellas y que yo era incapaz de comprender o compartir.

Imprimieron una buena cantidad de imágenes de nuestra setenta por ciento hija y nos las dieron junto a tres o cuatro folios llenos de datos. El papel de las ecografías era tan suave y tan delgado que se enrollaba sobre sí mismo.

Salimos del hospital y anduvimos por la calle sin saber a dónde íbamos. Eugenia estaba alborozada, muy satisfecha de que fuera a ser niña. Parecía que algo le había dado la razón a ella y me la había quitado a mí, aunque la cosa no fuera muy distinta de tirar una moneda al aire y elegir cara o cruz. Yo estaba confuso, y esa alegría suya de ganadora del cara o cruz, sumada al trato vejatorio que había sentido durante toda la sesión, me entristeció. Traté de remontar, le confesé que la cara de la niña me había recordado a mí.

—Se parece mucho a mí, ¿eh?

—...

Este silencio por parte de Eugenia acabó de demolerme. Quizá no había notado el "¿quieres...?", el "todo va bien, Eugenia", el "te vemos dentro de tres meses".

—¿No te ha parecido que me ignoraban todo el tiempo? —le consulté al fin.

—Sí, la verdad. Ya ves que yo trataba de incluirte... —Y volvió a toquetear los rulitos de las ecografías.

Anduve todo el día como apenado, y hasta luchando contra esta propia pena indefendible. A fin de cuentas, iba a ser padre, era mi hija y no la de esas tres amables arúspices. Pero uno no tiene tantas oportunidades en la vida de conocer de primera mano ese pozo, ese margen, cómo todo un sistema, una sociedad grande o pequeña, te desplanta. Lo más doloroso no era que tres personas me ignoraran de palabra y de hecho, sino que lo hicieran en un ambiente de extrema cortesía, subrayando con ello la verdad biológica de que el padre no era necesario para parir. Esta desconsideración hacia el padre, en realidad, sólo acababa de iniciarse.

* 'Irene y el aire' (Seix Barral), del escritor y columnista de El Confidencial Alberto Olmos se publica el 17 de septiembre. Olmos ha publicado, entre otras, las novelas 'Trenes hacia Tokio', 'Ejército enemigo' y 'Alabanza'. Sus últimos libros publicados son la colección de relatos 'Guardar las formas' (Random House) y 'Cuando el VIPS era la mejor librería de la ciudad' (Círculo de Tiza), una antología de sus mejores artículos en este medio.

No quedaba tanto, en un momento dado. Los meses de gestación habían sido tan entretenidos que sólo algunos días caíamos en la cuenta de que había que parir y, luego, cuidar de un bebé. Como no acumulábamos experiencia en ninguna de las dos cosas, pensar en ello era un pensar primitivo, de aproximaciones casi cavernícolas, fiadas a las pinturas rupestres de los manuales que leíamos o de las cosas que nos contaban otros padres. La experiencia ajena sólo ensanchaba nuestras supersticiones, como si nos hablaran del monstruo del lago Ness, que habían visto y que algún día nosotros también veríamos.

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