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El mundo ante el abismo: de la operación León Marino a la Batalla de Inglaterra
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El mundo ante el abismo: de la operación León Marino a la Batalla de Inglaterra

¿Qué ocurrió en aquel hermoso y terrible verano de 1940 en el que Hitler estuvo a punto de invadir Gran Bretaña?

Foto: Bombardeo sobre Londres.
Bombardeo sobre Londres.

La Historia suele conjugar con pasmosa facilidad épica e inercia. En junio de 1940 la Alemania nazi vivió su cenit tras la victoria contra Francia, una de las más apabullantes en el recorrido bélico del continente y, por ende, de todo el orbe terráqueo. La épica correría a cargo de un nombre: Winston Churchill, un gigante de proporciones tan inasibles como para empequeñecer a tanto cretinos con ínfulas hegemónicas en la actualidad, cuando su estatua londinense se ha cubierto de protecciones para evitar ataques de analfabetos funcionales.

Si conocieran su labor, si leyeran sobre su personalidad en tiempos de cólera guardarían la pintura para aplaudir el milagro de un hombre capaz de levantar a todo el Viejo Mundo desde la creencia de una salvación forjada desde varios niveles, entre ellos el don de la palabra, tan menospreciado en nuestro siglo.

placeholder 'Churchill'. (Península)
'Churchill'. (Península)

Churchill, como cuenta Richard Jenkins en su homónima e imprescindible biografía publicada en España por Península, había esperado el 10 de mayo de 1940 durante toda su dilatada y polémica existencia. Fue encumbrado al 10 de Downing Street por la extraña renuncia de Lord Halifax y la caída en desgracia de Neville Chamberlain, el títere del Pacto de Múnich, servil y educado, nunca brillante y hacia el adiós no por un fulminante cáncer intestinal, sino por el debate del 8 de mayo en la Cámara de los Comunes, donde se criticó su gestión de la actuación británica en Noruega, excusa para allanar el camino hacia su reemplazo por el Lord del Almirantazgo, quien a sus sesenta y cinco primaveras vio llegar su mejor hora en el trance más dramático del Imperio británico.

Empeñado en resistir

A Churchill podían haberle llovido todos los improperios por la actuación de las tropas inglesas en Narvik, no en vano le correspondía parte de culpa, pero su insuperable vigor desde septiembre de 1939 marcó la diferencia junto a un punto demasiado soslayado en la habitual retahíla de tópicos. A diferencia de Halifax o su antecesor tenía Europa en la cabeza y no podía tolerar distinguir a su país de los más de cien millones de ciudadanos continentales bajo el yugo nazi tras la caída de Francia.

En junio, una vez se evitó la hecatombe de Dunkerque, pudo apreciarse el talante del Premier al afirmar que una guerra no se ganaba con evacuaciones. Al otro lado del Canal, Hitler se regodeaba en la inercia, creída por muchos, como el rey de Suecia o el insidioso Papa Pío XII, entregados a su papel de mediadores para conseguir una paz ni siquiera contemplada por el gabinete de guerra del Reino Unido, empeñado en resistir pese a los desquiciados discursos del Führer, quien para curarse en salud se vendía como apóstol de la conciliación al creer tener todos los ases en su baraja.

Invadir la Isla era algo poco recomendable a tenor de la tradicional superioridad enemiga en lo naval

La mayoría de historiadores coinciden en el soberano error de dejarse llevar por la euforia cuando, en realidad, el Alto Comando del Ejército Alemán nunca había sobresalido en su visión estratégica más allá de las fronteras del Viejo Mundo. Desde enero de 1940 se estudiaba la posibilidad de invadir la Isla, algo poco recomendable a tenor de la tradicional superioridad enemiga en lo naval, el riesgo de un desembarco y lo pionero de un combate aéreo entre fuerzas equilibradas con el añadido de una ventaja tecnológica de la única superviviente en liza del contingente aliado, tanto por la implantación de radares como por los evidentes progresos de los mecanismos para descifrar los planes del Reich, si bien aún no hay consenso sobre la incidencia de los mismos para dilucidar la suerte del envite en los aires.

León Marino

Jodl y Keitel, las niñas de los ojos militares de Hitler, arguyeron el 30 de junio que la victoria decisiva sobre Inglaterra era cuestión de tiempo al ser las operaciones ofensivas a gran escala del rival una auténtica utopía. Este pensamiento era fruto de un optimismo desmedido, causado parcialmente por la confianza en el dictador, entonces imbuido de una especie de aura invicta, muy perniciosa por descabellada. La tranquilidad alcanzó grados ridículos, como si la guerra hubiera terminado y la operación final fuera un juego de niños. Pese a ello las más altas directrices, escritas por el mismísimo Führer, eran un fuego apagado, con el lenguaje aclarándonos dudas al apostar por la invasión solo si era necesaria, y en esas palabras sonreía la prudencia de Erich Raeder, comandante en jefe de la Marina hasta 1943, quien había advertido de la insensatez del plan por adolecer de embarcaciones sólidas para acometer el desembarco. En caso de ir hacia adelante ello comportaría sacrificar la economía interna alemana, deudora, como es comprensible, del todopoderoso Rin.

placeholder Hermann Göring.
Hermann Göring.

El 30 de junio de 1940 Hermann Göring, mano derecha de Hitler y comandante de la Luftwaffe, encendió la mecha para propiciar León Marino. A su favor contaba con tres flotas establecidas en Francia, Noruega y los Países Bajos con tres mil seiscientos aviones en contraste con los apenas ochocientos setenta aparatos de la RAF. Durante Julio los Bf109 bombardearon defensas costeras y convoyes británicos en el Canal de la Mancha. El principal obstáculo para su éxito era la mayor inteligencia del oponente por el uso del radar y la conciencia de las limitaciones de los cazas alemanes, con menor maniobrabilidad, optando así los pilotos de la Royal Air Force por economizar medios y atacar con sus Spitfire y Hurricane cuando procediera desde una impecable coordinación para aplacar las incursiones; más allá de Londres la producción no disminuía para erigirse en salvaguarda del peligro al poder prolongar la lucha sin temor a una completa aniquilación.

La terrible belleza del verano de 1940

Churchill fue providencial para convertir el miedo en esperanza. En el hemiciclo de Westminster era jaleado por laboristas y conservadores hasta arrancarles lágrimas con parlamentos sublimes. En el trabajo era incansable, un torbellino rodeado de secretarios preparados para apuntar cualquiera de sus ocurrencias. Su energía contagió a todo el Reino Unido. De haber prosperado León Marino, los nazis planeaban trasladar al continente a toda la población masculina de diecisiete a cuarenta y cinco años, detener a los grandes nombres políticos e intelectuales e implantar una férrea dictadura militar. De haberse lanzado al riesgo quizá se hubieran topado con una lluvia de gas mostaza en las costas.

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'All behind you, Winston”, David Low, mayo de 1940.

El premier, pese a la incertidumbre, mantuvo el temple, puso los cimientos para obtener ayuda de los Estados Unidos gracias a su incipiente amistad con el presidente Roosevelt y no descuidó el océano Atlántico. Podía ser una rareza casi antediluviana por estar en la cima desde su nobleza sin ser despreciado por ello, con la población entregada a su indudable carisma, como si su verbo fuera un antídoto contra el derrotismo, asimismo cancelado por la astucia de engañar a la Luftwaffe durante el mes de agosto con falsos hangares para atenuar la destrucción desatada de aeródromos por la Operación Día del Águila capitaneada desde sus aposentos por Göring, quien prescindió de las costas para ordenar a sus pilotos internarse en territorio británico desde el 13 de agosto de ese hermoso y terrible verano de 1940.

El mariscal fue ingenuo al parangonar Inglaterra con Polonia. El 25 de agosto, prueba fehaciente del desbarajuste nazi, la RAF devolvió el bombardeo al East End londinense y se cebó en el aeropuerto berlinés de Tempelhof y la fábrica Siemens, reincidiendo los días posteriores para causar ínfimas bajas civiles, suficientes para desencadenar la histeria de Hitler hasta modificar lo programado y optar por los célebres Blitz de septiembre a noviembre de 1940 contra Londres y ciudades industriales como Coventry, vapuleada tras una noche de furia y figurar durante décadas en el diccionario de la RAE desde el término 'coventrizar', sinónimo de bombardeos masivos.

placeholder Ruinas de la catedral de Coventry.
Ruinas de la catedral de Coventry.

Podían asustar sin ser letales. La épica y el cine han mitificado esos meses y todos imaginamos los refugiados en el metro de Londres y el pavor nocturno. Churchill vislumbró con pesadumbre una capital en ruinas mientras conservaba su flema, entre otras cosas por tener los radares a salvo del fuego del Reich ante su torpe metamorfosis estratégica. A mediados de septiembre, justo en las jornadas previstas para asestar el golpe definitivo y pisar suelo británico, fuerzas ligeras de la Royal Navy bombardearon los principales puertos de invasión en la Mancha como Calais, Cherbourg o Boulougne, secundados por la RAF en Ostende hasta hundir ochenta gabarras.

En la Isla la magistral dirección desde el Ground Control maniobraba como al principio de la batalla. Las pérdidas de ambos bandos se exageraban con motivos propagandísticos. El resultado final fue el empate más triunfal de la Historia. El 17 de septiembre Hitler desestimó León Marino y enfocó su frenética mirada hacia la Unión Soviética de cara a la primavera de 1941. Pocos días antes Ciano se alegró, como anotó en su diario, al ver al antiguo alumno de Mussolini con semblante serio. Las tornas viraban poco a poco. El 20 de agosto Churchill pronunció su legendario "Nunca tantos debieron tanto a tan pocos". Tenía razón. La épica razonada lo encumbraba hacia la victoria por resiliencia, obcecación y fe un sistema de valores donde Europa no era una anécdota, sino una creencia imperecedera ampliada a Estados Unidos. Occidente. La inercia hitleriana debía frenarse, y su sosiego de otoño a primavera, cuando Mussolini retrasó Barbarroja, fue una pausa antes del desenlace. La víspera de su apoteosis fue la antesala de su hecatombe.

La Historia suele conjugar con pasmosa facilidad épica e inercia. En junio de 1940 la Alemania nazi vivió su cenit tras la victoria contra Francia, una de las más apabullantes en el recorrido bélico del continente y, por ende, de todo el orbe terráqueo. La épica correría a cargo de un nombre: Winston Churchill, un gigante de proporciones tan inasibles como para empequeñecer a tanto cretinos con ínfulas hegemónicas en la actualidad, cuando su estatua londinense se ha cubierto de protecciones para evitar ataques de analfabetos funcionales.

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