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La destrucción o el amor (un relato)
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La destrucción o el amor (un relato)

Hemos reclutado a los mejores escritores en español para que nos brinden historias con que resistir al encierro; nuestro invitado de hoy es Enrique Rey. Relájense y disfruten

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Decamerón 20 20

Como Mac, el barman de John Ford (“no, señor, yo nunca me he enamorado, he sido camarero toda mi vida”), he elaborado mis propias teorías respecto al amor y la muerte, pero siempre he sido prudente y he permanecido detrás de esta mesa de recepción, satisfecho al imaginar que llevar este pequeño hotel es como dirigir uno de esos enormes buques que nos traen de China todas las baratijas imaginables: los clientes os vais estrellando contra el mostrador con la violencia de las olas en una gran tormenta y aquí os proporcionamos ratitos de felicidad caduca, justo como esos cachivaches que empiezan a fallar tan pronto (un teléfono móvil, una cámara de vídeo, la relación furtiva de dos amantes). A veces pienso que me domina el aburrimiento y se me ocurren tonterías.

Desde mi parapeto, he asistido a la enorme variedad de la especie humana, agrupación infinitamente divisible hasta llegar al individuo, al que prefiero no dividir para no manchar de sangre la moqueta, percance que, como sabe, ya ocurre demasiado a menudo. No obstante, uno siempre se puede apoyar en categorías que ayudan a tratar con quienes muestran algunos rasgos similares, por ejemplo, los borrachos, que a su vez suelen ser violentos o cariñosos, de los que eligen vomitar en sus sábanas o de los que se inclinan por gritar incoherencias durante la noche; o las señoras exigentes, que, siendo sincero, no sé muy bien qué hacen por aquí cuando mi buque maltrecho hace aguas (lo notará, las tuberías están viejas) y viaja a la deriva por el mar del erotismo barato y alguna comunión también erótica, digo, económica.

Son, sin embargo, los sujetos inclasificables, aquellos a los que todavía no he podido incluir en una de mis taxonomías, los que más me llaman la atención, y con ellos fabulo e invento lo que no me es dado contemplar, que es casi todo –el pasado que los ha juntado y traído hasta aquí, el futuro lejos de mi establecimiento, el presente junto al minibar–, puesto que soy un recepcionista honrado y carezco de los medios, tan populares entre mis compañeros, necesarios para espiar la intimidad de sus habitaciones.

Todavía trato de entender la desgracia de esta pareja, de distinguir entre la bruma las causas de su desdicha y el origen de su infortunio

A este último grupo, el de los que no caben en ningún otro conjunto, pertenece la pareja por la que me pregunta. Todavía trato de entender su desgracia, de distinguir entre la bruma las causas de su desdicha y, si me lo permite, de tantear el origen de su infortunio, que como todos los detonantes será escurridizo y el primero en abandonar la escena del crimen una vez consumados los destrozos.

La primera vez que los vi se quedaron por dos noches y en la reserva figuraba un tal Santos Dumont. Este nombre, por supuesto, no se correspondía ni con sus documentos ni con su aspecto: eran una pareja de fantasmas sin ninguna pinta de pioneros de la aviación. “Santos Dumont fue el primer hombre en despegar a bordo de un avión, impulsado por un motor aeronáutico”, dice Wikipedia. De todas formas, es habitual que los clientes usen un nombre falso y si me fijé tanto en ellos fue porque con sus grandes ojeras parecían estar incubando unas cuantas enfermedades.

Pasado algún tiempo, recibí el adelanto de varias noches a nombre de Alfonsina Storni. De nuevo tuve que mirar Wikipedia: por lo visto fue una poetisa y escritora argentina vinculada con el modernismo. Pues aparecieron de nuevo estos dos: con un aspecto todavía peor, como de reporteros recién llegados de una guerra.

Al verlos se me ocurrió que la mayoría de las catástrofes no son resultado del fenómeno que las provoca, sino de su intensidad

Y fue hace unos meses cuando se alojaron aquí por tercera y última vez. Entonces reservaron con sus verdaderos nombres, que no reproduciré por respeto a la primera norma de mi oficio (la segunda trata sobre cómo espantar a los adolescentes que intentan colarse en el buffet del desayuno). Al verlos (ya casi daban miedo) se me ocurrió que la mayoría de las catástrofes no son resultado de la naturaleza del fenómeno que las provoca, sino de su intensidad. Eso lo sabe bien nuestro encargado de mantenimiento: las bombillas estallan tras una subida de tensión, como si las traicionara su propio cable, las presas ceden después de años de sequía y una reacción nuclear puede salir mal si no dispone de los mecanismos apropiados de refrigeración y contención. Y ahora tengo claro que ellos carecían de dichos mecanismos, del mínimo de voluntad necesario para salvar el resto de la vida cuando surge una obsesión que empieza a ocuparlo todo.

¿Sabe? Yo creo que cultivar una obsesión, da igual en torno a qué, siempre se convierte en algo peor que la rutina de albaranes, facturas y catarros que nos termina por atrapar a los demás. Cuentan que la madre de Bobby Fischer, el genial ajedrecista americano, llevó a su hijo, cuando era un niño precoz, a la consulta de un psiquiatra y este la tranquilizó repasando la larga lista de adicciones que consideraba más perjudiciales que el ajedrez. Yo también podría mencionar muchos vicios que hubieran preocupado a cualquier madre más que el que, sospecho, desgastaba a estos enamorados, y mire.

Aunque la verdad es que sigo sin explicármelo del todo. Supongo que se dejaron ese libro de poemas tan bonito para dar alguna pista. Yo no soy muy sensible para algunas cosas, ni siquiera me interesa demasiado la poesía y si le he podido contar esto tan de seguido es porque me he hartado de repetirlo y de pensar en ello. Lo que tengo claro es que ese es un gran libro y, desde luego, no creo que sea mala suerte, como me ha dicho, que le haya tocado justo esa habitación. Más bien al contrario: todas son iguales, con una tele y una pequeña nevera, pero, después de que se llevaran el que ellos dejaron, yo mismo compré otro ejemplar del libro de Vicente Aleixandre y lo guardé en una de las mesillas. Si finalmente, ahora que está enterado de todo, no quiere cambiarse a la habitación de al lado, podrá usted leerlo esta noche.

Como Mac, el barman de John Ford (“no, señor, yo nunca me he enamorado, he sido camarero toda mi vida”), he elaborado mis propias teorías respecto al amor y la muerte, pero siempre he sido prudente y he permanecido detrás de esta mesa de recepción, satisfecho al imaginar que llevar este pequeño hotel es como dirigir uno de esos enormes buques que nos traen de China todas las baratijas imaginables: los clientes os vais estrellando contra el mostrador con la violencia de las olas en una gran tormenta y aquí os proporcionamos ratitos de felicidad caduca, justo como esos cachivaches que empiezan a fallar tan pronto (un teléfono móvil, una cámara de vídeo, la relación furtiva de dos amantes). A veces pienso que me domina el aburrimiento y se me ocurren tonterías.

Decamerón 20 20
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