Beber es el demonio: cien años de la Ley Seca
Con la historia de la Volstead Act introducimos en una zona legendaria que forma parte la educación sentimental de buena parte de los ciudadanos del hemisferio Occidental
Estamos en la Barcelona de 1917, pero tranquilos, en breve cruzaremos el charco. Cuando una ciudad es cosmopolita, los tiempos cambian, y aprovecha sus recursos suceden fenómenos particulares. La ciudad condal se caracteriza en sus épocas de bonanza por abrir puertas inusuales, no siempre benéficas. La Primera Guerra Mundial trajo a sus calles ritmos inéditos como el jazz, máquinas expendedoras de bocadillos con nombres anglosajones y la cata gustosa de una sustancia inhalada por la nariz, consentida hasta cierto punto por su venta en bares, farmacias y el surgimiento en el siempre polémico Raval, aún no bautizado como barrio Chino, de clubes para amantes de la cocaína.
En una apoteca de la zona el señor Zamarreta se mostró muy poco profesional. Para paliar el aburrimiento de sus horas muertas la esnifaba en cuantidades significativas, hasta el punto de perder los papeles cuando declinaba el día y venderla a sus clientes a granel sin preocuparse por las pérdidas para su negocio. La fama de la dama blanca en la capital catalana alarmó a periódicos y autoridades. El compositor Josep Viladomat compuso un tango para advertir con ironía de su peligro. El dibujante Opisso la vinculó con la muerte en unas sensacionales viñetas.
Hacia mediados de los años veinte se desvaneció la alegría de antaño con la droga. En Norteamérica existía desde 1904 la Pure Food and Drug Act para controlar su distribución ante la amenaza de una plaga de adictos. La medida se enmarcaba en el concepto de riesgo del ocio contemporáneo desde la moralidad para generar una sociedad más sana, libre de vicios para apuntar una serie de mensajes de cariz religioso, no en vano el investigador mexicano Jesús Méndez Reyes recoge como precedentes del camino hacia la Ley Seca el fracaso de los movimientos adventistas con sus predicciones erróneas del fin del mundo, la encíclica Rerum Novarum (1891) de León XIII sobre las condiciones de las clases trabajadoras y el previsible ataque contra la oleada migratoria hacia el Nuevo Mundo de finales del Ochocientos, con los recién llegados y la raza negra en el punto de mira por sus costumbres disolutas, hasta el punto de juzgar, según el diputado Hobson de Alabama, el licor como un demonio capaz de convertir a la población segregada en bestias perpetradoras de crímenes antinaturales, mientras los blancos, al estar más evolucionados, tardaban más en alcanzar ese nivel.
Hacia 1900, en Nueva York, se atribuyó un promedio de 516 muertes por causa del alcoholismo, cantidad aumentada a 619 entre 1910 y 1917. En 1913 la cuestión saltó al primer plano de la actualidad por el caso de un inmigrante italiano de Chicago. Tras llegar a su casa a altas horas de la madrugada quiso mantener sexo con su esposa embarazada, y al negarse esta la golpeó con brutalidad animalesca. Como consecuencia de la paliza el niño nació con malformaciones, creándose un efecto dominó con múltiples denuncias de casos similares y la eclosión del Movimiento por la Templanza, fundado en 1826 y con personajes como Carrie Nation en la punta de lanza de sus acciones, tan increíbles como derribar puertas de bares a golpes de hacha para expandir el mensaje de las bebidas destiladas como un producto del demonio al aumentar la violencia de todo tipo, perpetuar la pobreza, incrementar el número de enfermedades y alentar la demencia.
Para rizar el rizo se aprovechó la entrada del país en la Primera Guerra Mundial para reclamar la disminución del consumo de cerveza al ser producido por industrias de inmigrantes alemanes. En estas campañas jugó un rol muy relevante la Liga anti-salones, con suficiente fuerza como para constituirse como lobby y mediante su máximo representante, Wayne Weeler, redactar una ley para vetar la venta, importación y fabricación de bebidas alcohólicas en todo el territorio de Estados Unidos.
La Ley Volstead y los felices veinte
Mencionar a Weeler es importante porque su nombre queda omitido de la Historia al llevar la legislación prohibitiva la rúbrica de Andrew Volstead, presidente del comité de la cámara de representantes sobre asuntos judiciales. Wilson vetó la medida por razones de carácter técnico vinculadas con la guerra, pero el Congreso la recuperó en octubre de 1919, entrando en vigor el 16 de enero de 1920 para formar parte de la decimoctava enmienda de la Constitución. Y aquí, si quieren, nos introducimos en una zona legendaria, pues la educación sentimental de buena parte de los ciudadanos del hemisferio Occidental, y no sólo, viene determinada por el sempiterno atiborre de cine estadounidense, y quien escribe también es víctima de este hechizo, entremezclándose en cualquier cabeza imágenes de 'Cotton Club', la inmortal 'The roaring twenties' o el primer 'Scarface'.
Con esto llegamos al siguiente punto del entramado. La ley supuso la disminución del consumo etílico, aunque como es comprensible toda actividad ilegal propicia el atractivo de violarla. Existía la posibilidad de comprar ladrillos de vino para fabricar zumo de uva casero, y pese a la recomendación de no hacerlo muchos sucumbieron a la tentación, si bien era mucho más tentador salir de casa y socializar en esa era famosa por el apogeo de una incipiente cultura de masas, y quien quisiera beber en compañía podía frecuentar los speakeasy, cuya denominación encierra un doble juego semántico entre hablar bajo y conversar sobre la materia alcohólica sin temer la intervención de las autoridades.
Los mitos tienen siempre mucha vigencia, y en nuestro siglo es bien conocido eso de privilegiar cualquier buena historia antes que la verdad. Por eso mismo preferimos cavilar sobre locales abarrotados en oposición a grupos de moralistas enfervorecidos. La realidad suele cifrarse siempre en un término medio. Ni unos ni otros eran la abrumadora mayoría, pero el desarrollo de una cultura de la imagen ha canalizado en nuestra retina las instantáneas de bares a rebosar con la música jazz sobresaliendo, las flappers aceleradas en sus bailes, elegantes trajes e historias propias de la nocturnidad.
El glamour de cualquier interdicción olvida sus consecuencias, sobre todo cuando banalizamos el pasado. La proliferación de organizaciones mafiosas, no es este el lugar para narrar sus batallitas, disparó las tasas de criminalidad y el número de presos en las cárceles norteamericanas. Al Capone y compañía tenían una pasmosa facilidad para introducirse en todos los estamentos sociales y enhebrar corrupciones entre policías, alcaldes y demás agentes destinados a mantener el orden en las calles.
La proliferación de organizaciones mafiosas disparó las tasas de criminalidad y el número de presos en las cárceles norteamericanas
Por si esto no fuera suficiente la tendencia de la década no veía con muy buenos ojos la aplicación de esa sequía de vinos, cervezas y destilados. El estallido del crack del 29 sirvió como lanzadera para plantear diversos debates. Los consumidores no tenían culpa de la mayor criminalidad, siendo la ley responsable de la misma. Asimismo, la ausencia de recursos financieros por parte del gobierno hizo plantear la legalización como una hipotética fuente de ingresos, y así fue como Franklin Delano Roosevelt defendió la abolición de Volstead durante la campaña electoral de 1932. Una vez elegido presidente movió los hilos y en diciembre de 1933 la normalidad recobró su vigor, anulándose la decimoctava enmienda, única anulada en toda la Historia de la Nación.
A partir de ese instante se inicia la nebulosa de una fantasía. El 19 de abril de 1943 el doctor Hoffman dio un paseo en bicicleta por la plácida Basilea. Pese a pedalear con garbo percibía inmovilidad en sus articulaciones. Al llegar a casa bebió por voluntad propia un vaso de leche y determinó no estar condicionado por la ingesta de LSD, y con ello fundó sin querer una psicodelia bien regada en los años sesenta. El gobierno norteamericano prohibió su uso clínico experimental en 1962, pero hasta seis años después no la ilegalizó por completo.
Más o menos por esa misma época, siempre nadamos entre realidad y ficción, Don Draper se esmeraba en sus campañas publicitarias para relanzar el consumo de cigarrillos. Décadas atrás los periódicos españoles anunciaban con entusiasmo el jarabe de heroína Bayer. Ahora los malos de las películas encienden un pitillo. No se preocupe lector, no santificamos el uso de toxicidades, sólo expresamos cómo los vericuetos de la cronología siempre tienen estas problemáticas en la picota a partir de las percepciones morales y sanitarias de cada periodo. Al final, seamos claros, el interés económico prevalece, y cuando una puerta se cierra siempre hay un rincón oscuro donde avivan malignidades por decreto. Estos siempre pueden cambiarse.
Estamos en la Barcelona de 1917, pero tranquilos, en breve cruzaremos el charco. Cuando una ciudad es cosmopolita, los tiempos cambian, y aprovecha sus recursos suceden fenómenos particulares. La ciudad condal se caracteriza en sus épocas de bonanza por abrir puertas inusuales, no siempre benéficas. La Primera Guerra Mundial trajo a sus calles ritmos inéditos como el jazz, máquinas expendedoras de bocadillos con nombres anglosajones y la cata gustosa de una sustancia inhalada por la nariz, consentida hasta cierto punto por su venta en bares, farmacias y el surgimiento en el siempre polémico Raval, aún no bautizado como barrio Chino, de clubes para amantes de la cocaína.