Agassi, el tenista que odiaba el tenis
Llega a España 'Open. Memorias', en las que revela sus pesadillas capilares, sus idilios con famosas, las disputas con su padre y hasta su coqueteo con las drogas
Agassi bebé y pelón balbucea en la cuna y acierta en el móvil de pelotitas de tenis con la raqueta de ping-pong que su padre le ha anudado a la muñeca (y que es como la corona prematura que se le ciñe a un príncipe que no sabe hablar); Agassi niño y con pelo de paje, cortado a tazón, se defiende en la pista de tenis de su casa del fuego que escupe una máquina lanzapelotas modificada por su padre y que él ha bautizado como dragón; Agassi postadolescente, pelo aparentemente crespado, está nervioso en la pista central de Roland Garros: no teme perder, sino que se le caiga el postizo.
Agassi siempre, en respuesta a todo aquel que pregunta y que no le cree: “Odio el tenis, lo detesto con una oscura y secreta pasión, y siempre lo he detestado”. Cuando Dios entrega un don, entrega al mismo tiempo un látigo, un látigo que sólo sirve para autoflagelarse, escribió Truman Capote en Música para camaleones. “Un látigo o una raqueta, que deja aún más marca”, podría añadir uno de los tenistas más laureados de la historia.
Los que citan desesperadamente insistirían en rescatar a Spiderman: “Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”. Una responsabilidad, en el caso del tenista de los pantalones tejanos y los pendientes incomprensibles, que pasaba por sostener gracias a su don a una familia humilde, contentar a un progenitor déspota y dar trabajo a todo un séquito más variado que la cantina de La guerra de las galaxias, un entorno que había agrupado para no sentirse solo en el mundo del tenis, “el más solitario de los deportes”, “un pugilismo sin contacto”.
Agassi debía devolver hasta 2.500 pelotas al día regurgitadas por ese dragón infame y Open. Memorias, su autobiografía, ha vendido ya más de dos millones y medio de ejemplares. Libro del año en las principales cabeceras estadounidenses, elogiado por Alessandro Baricco como lo mejor de la última década y editado al fin en España por Duomo, el tomo es una odisea tragicómica trotante y proteica: por momentos espídica como un punto sobre la pista dura del Open de los Estados Unidos, con imágenes tan elegantes como una volea sobre la hierba impoluta de Wimbledon (o tan tragicómicas como fallar esa misma volea en el punto decisivo de la final), pero, en general, hipnótico, de fondo, intenso y paciente como un punto larguísimo, bello por sedimentación, en la tierra batida de Roland Garros. Trofeos todos ellos, y muchos más, que ha levantado Agassi sobre su siempre problemática (capilar y metafísicamente) cabeza.
Matar al padre a pelotazos
Así arranca su libro: Agassi despierta en la mejor suite de un hotel horas antes de disputar su último Open de Estados Unidos. “Abro los ojos y no sé dónde estoy, ni quién soy”, es la primera frase y el primer pensamiento. Tampoco puede moverse. A sus 36 años, por culpa del trote de toda una vida de peloteo, su cuerpo “se ha ido a vivir a Florida y se ha comprado una casa adosada y unos pantalones de señor mayor”. Boca arriba y perplejo, es algo así como una versión deportiva de Gregor Samsa convertido en un bicho (un escarabajo pelotero, si queremos afinar el drive).
Agassi lo odia a él tanto como al tenis (son casi la misma cosa), pero como le sucede con el deporte piensa: “Por favor, que acabe todo esto. No estoy preparado para que acabe todo esto”. Lo piensa o lo dice, porque el tenis es uno de los pocos deportes y situaciones en los que hablar solo, arengarse a uno mismo, no está mal visto. Agassi es, al menos en el libro, como ese personaje de Alan Sillitoe en La soledad del corredor de fondo: ha corrido durante toda su vida (“mi familia siempre lo ha hecho, especialmente delante de la policía”) y sólo tiene esa opción si quiere escapar de su infierno cotidiano. Y, sin embargo, no le importaría tanto perder.
En los recuerdos a tumba abierta de Open Agassi se presenta como un ser ultrasensible, que combate sus complejos con cierto macarrismo. Parte del mérito de que su historia sea tan novelesca se la debe a JR Moehringer. Justo mientras jugaba ese último Open de Estados Unidos, leyó The Tender Bar, las memorias que le valieron un Premio Pulitzer a este autor. Así que decidió hablar en voz alta durante días y meses con el periodista anotando cada gesto de victoria y cada pelota dudada en la red. Y le ayudó a firmar reflexiones como: “Soy como una raqueta de tenis a la que se ha cambiado la empuñadura cuatro veces y las cuerdas, siete. ¿Es exacto afirmar que es la misma raqueta?”. El libro responde a esa pregunta y a muchas otras.
El Sid Vicious que escucha a Celine Dion
Agassi se sintió durante toda la infancia como Augustus Gloop en Charlie y la fábrica de chocolate, amenazado por la máquina lanzacaramelos que debería ser dulce y no lo es. Nunca se deshizo de ese dragón, aunque su vida exploró zonas del mapa no cartografiadas (esa zona de mapas antiguos donde se lee, precisamente, “Aquí hay dragones”).
El éxito del libro, y también del personaje, estriba en parte en ser esa figura irreverente con causa (trauma infantil) que finalmente busca y abraza la redención. Algunos lo llamaban punk, aunque él se sabía de memoria las canciones de Grease, le pirraba el tema principal de El Guardaespaldas, era amigo de Kenny G (el flautista que se agazapa tras las esquinas de cualquier sala de espera) y también de divas como Celine Dion o Barbra Streisand (con la que, de hecho, compartió confidencias y cama).
En parte, todo tenía que ver con la única rebelión que se podía permitir en el terreno de juego, el lugar donde pasaba sus días de adolescencia. Los ritos de transición de esa edad que todo humano ha vivido, él los experimentó en pistas centrales de grandes torneos. Se colgó piercings de las orejas (“una demostración fácil de rebelión que constituye mi último recurso”), se rapó con una cresta mohicana de color rosa y, “para provocar la risa del público”, un día decidió jugar un partido con unos viejos vaqueros gastados y sucios (“también me pinté la raya de los ojos”). Ahí se cocinó el mito del rebelde deportista, arquetipo casi contracultural que tan bien han encarnado otros perdedores que ganan como el surfista Mike Dora.
También sus líos absurdos con famosas, del coqueteo vía fax con Brooke Shields a ese Wimbledon que se empeñó en ganar para poder bailar con Steffi Graf en la ceremonia de los ganadores masculino y femenino (el año que lo logró se suspendió el baile; aun así, perseveró: ahora es su esposa). También todo lo asociado a esa imagen de la que no se puede desprender y que ocupó la carpeta de millones de adolescentes que ahora se pasean por la treintena. Un personaje que, como se suele decir quizás demasiado a menudo, devoró a la persona desde que el estilista y el guionista de un anuncio de Canon lo enfundaron en un traje blanco y le hicieron sonreír a cámara para soltar: “La imagen lo es todo”.
Tardó décadas en salir de esa trampa. O su rivalidad con otros tenistas del torneo y, en concreto, con su Moriarty particular, el que lo ganó casi siempre, Pete Sampras, al que envidia no tanto por su pelo o sus victorias como por “ser tan soso, por su espectacular falta de inspiración”. No faltan, por supuesto, las drogas. La metanfetamina de cristal inhalada (otra coincidencia, si afinamos, inhalar esas sustancias se conoce como “perseguir el dragón”; o, en su caso, huir de él) en un momento de locura (ese arrebato rebelde pero pasajero) que sirve de resorte narrativo para la redención final (en este caso no religiosa, sino mediante la Academia infantil con su nombre en la que acoge a niños en problemas).
El libro, como las buenas novelas, eleva la anécdota a categoría y conduce la peripecia particular hacia el tema universal. Sin aspavientos, como gana torneos Roger Federer. Un amigo de Agassi le dijo una vez: “Las cuatro superficies sobre las que se juega al tenis son como las cuatro estaciones del año”. Años que pasan con puntos hipnóticos y cambios de ritmos y jueces de silla gritando “out” y alzamiento de ensaladeras plateadas y lloros y risas. Un libro en el que Agassi proyecta la imagen contradictoria pero recta con la que empatiza el lector. En el que, de algún modo, se desnuda de forma tragicómica: no en vano jugó los últimos años de su carrera sin calzoncillos.
Agassi bebé y pelón balbucea en la cuna y acierta en el móvil de pelotitas de tenis con la raqueta de ping-pong que su padre le ha anudado a la muñeca (y que es como la corona prematura que se le ciñe a un príncipe que no sabe hablar); Agassi niño y con pelo de paje, cortado a tazón, se defiende en la pista de tenis de su casa del fuego que escupe una máquina lanzapelotas modificada por su padre y que él ha bautizado como dragón; Agassi postadolescente, pelo aparentemente crespado, está nervioso en la pista central de Roland Garros: no teme perder, sino que se le caiga el postizo.
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