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Ante las desinformaciones, ¿creemos de verdad en la libertad de expresión?
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Uso espurio de la libertad

Ante las desinformaciones, ¿creemos de verdad en la libertad de expresión?

Todo el mundo dice defender la libertad de expresión. Pero muchas veces solo se defiende la de los propios y se pretende someter a tutela la de los demás

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Una de las distinciones morales más sutiles y conflictivas que establece la lengua española es aquella según la cual “una cosa es la libertad y otra el libertinaje”. Lo primero sería hacer un uso razonable de la propia autonomía individual para decidir qué pensar, qué decir y qué hacer. Lo segundo consistiría en hacer un uso abusivo de lo primero. Pero, ¿tiene sentido distinguir entre ambas cosas?

Seguramente, sí. En realidad, es para lo que existe una parte relevante del derecho. Pero la frontera entre la legitimidad de lo primero y la ilegitimidad de lo segundo es el lugar en el que se han instalado buena parte de nuestras disputas democráticas actuales. Todo el mundo parece estar de acuerdo en las bondades de la libertad, pero uno define su ideología o su postura en el debate público al señalar dónde cree que están sus límites. Tradicionalmente, la izquierda democrática se ha mostrado como la defensora de las libertades morales, pero cada vez vive con más inquietud el uso de esa libertad en cuestiones lingüísticas, sexuales o hasta de consumo. La derecha parece orgullosa de haberle robado a la izquierda la defensa absoluta de las libertades de expresión y de comportamiento, pero una parte de ella sigue exigiendo que existan límites en lo referente a las creencias religiosas, la nación o determinadas élites como la monarquía. La libertad, parecen creer ambos bandos, es aquello de lo que deben disfrutar los míos, pero los demás solo con tutela.

placeholder Una manifestación de activistas conservadores en favor de la libertad de expresión en Washington. (Reuters)
Una manifestación de activistas conservadores en favor de la libertad de expresión en Washington. (Reuters)

Un caso ejemplar de lo anterior es la decisión del Gobierno español de “protocolizar y optimizar” (el lenguaje es, de manera apropiada, alambicadamente orwelliano) “los mecanismos de lucha contra la desinformación que ya venían realizándose” para “contrarrestar grandes amenazas contra el Estado de derecho, el Sistema Nacional de Salud, la seguridad ciudadana, los intereses económicos del país o la injerencia extranjera en procesos electorales a través de procesos de desinformación”, según contaba ayer en este periódico Iván Gil.

Uso espurio de la libertad

Seguramente, la medida, publicada ya en el BOE, no sea más que otro de los grandilocuentes pero vacíos anuncios del Gobierno. Y no deberíamos dudar de que el Estado debe, legítimamente, proteger su seguridad y la de los ciudadanos. Pero lo cierto es que la orden infunde miedos legítimos relacionados con la libertad de expresión; los límites a esta, en todo caso, deberían estar sometidos al poder judicial común, no al ejecutivo. Pero, además de suscitar recelos, señala claramente que el Gobierno cree que existe un uso espurio de la libertad: esa forma de libertinaje que hoy llamamos memes y ayer propaganda. Si somos optimistas, pensaremos que el Ejecutivo sigue moviéndose dentro del terreno de lo tolerablemente liberal (aunque con quien es más liberal es consigo mismo: al parecer, las mentiras gubernamentales sí deben considerarse siempre libertad de expresión), pero también es posible que esto entre dentro de lo abiertamente absurdo. Con sus buenos modales habituales, la ministra de Asuntos Exteriores, Arancha González Laya, afirmaba ayer que la finalidad de la orden es, por ejemplo, limitar la posibilidad de que proliferen bulos como el de que la lejía sirve para combatir el coronavirus, preservando al mismo tiempo la libertad de expresión. Pero, ¿y si afirmar que la lejía cura el coronavirus, además de ser una estupidez colosal, forma parte de la libertad de expresión? Y si no lo es, ¿por qué no puede impugnarse por vías ordinarias?

Hoy en día, buena parte del debate sobre la libertad de expresión versa sobre la legitimidad del insulto o los chistes virales

Quienes piensan en las libertades individuales en los mismos términos que Orwell durante los años treinta, los represaliados por el franquismo en los años cincuenta, o las víctimas de cualquier otro momento de la terrible historia de violencia política del siglo XX, pensarán que es absurdo reducir el debate sobre la libertad de expresión a la invitación a beber lejía. Pero lo cierto es que, hoy en día, buena parte de ese debate ya no versa sobre la capacidad de los periódicos para informar sobre las actividades de los gobiernos —que estos casi siempre tratan de reducir pero que, por lo general, las instituciones liberales garantizan— o sobre la capacidad de un individuo para hacer públicas sus ideas políticas sino, en los últimos tiempos, sobre la legitimidad del insulto, el chiste o cualquier cosa susceptible de ser viral.

placeholder Un peatón consulta un móvil ante un anuncio contra las noticias falsas en Hanoi, Vietnam. (Reuters)
Un peatón consulta un móvil ante un anuncio contra las noticias falsas en Hanoi, Vietnam. (Reuters)

El caso de las redes

Esto no es en absoluto exclusivo del Gobierno español , ni siquiera de España. Uno de los debates más intensos hoy en el ámbito de la discusión pública es la medida en que Twitter o Facebook deben controlar los contenidos que se publican en ellos. En la última década y media, y por motivos que tanto tenían que ver con la filosofía sobre la información como con la protección de su modelo de negocio, esas empresas se han presentado a sí mismas como plataformas: meros espacios que ponen a disposición de sus usuarios un lugar en el que intercambiar ideas, y por lo tanto sin responsabilidad alguna sobre lo que estas puedan implicar. En los últimos años, sin embargo, y sobre todo desde que arrancó la campaña de las elecciones presidenciales estadounidenses celebradas esta semana, ambas plataformas han empezado a verse a sí mismas como se les venía exigiendo: como medios en cierta medida responsables —como lo son un periódico o una emisora de radio o televisión— de las implicaciones de las ideas que se vierten en ellos. Algunos tuits de Donald Trump en los que denunciaba un supuesto —y, por lo que parece, completamente inexistente— fraude en las elecciones fueron marcados por la red social, que alertó de que contenían afirmaciones total o parcialmente falsas; Facebook cerró hace apenas unos días un grupo de varios miles de votantes republicanos que se organizaban para movilizarse y resistirse a ese supuesto fraude. Las redes sociales no tienen las obligaciones de un Estado, pero quizá sí unas muy parecidas a las de un medio de comunicación.

Un caso si cabe más trascendental es que el que está teniendo lugar en Francia tras la oleada de violencia islamista en el país. Allí, recientemente, un islamista radical decapitó a un profesor de historia y geografía, Samuel Paty; y, en Niza, dos mujeres y un hombre fueron asesinados en una iglesia. Emmanuel Macron ha afirmado que su país no está luchando contra el islam, sino contra el “separatismo islamista”: no solo la violencia islamista, sino el intento de algunos de sus partidarios de crear una especie de sociedad paralela a la republicana francesa, regida por otras normas de comportamiento, que acabarían por arrastrar a sus integrantes hacia el radicalismo. Este objetivo de Macron parece impecable, pero no deja de tener sus problemas en materia de libertades individuales y de expresión. Su ministro del Interior, Gérald Damanin, afirmó que la mera existencia de pasillos de comida “halal” en los supermercados franceses podía ser una expresión de ese “separatismo” y pidió ayuda a los empresarios para colaborar con el Gobierno en su desaparición.

placeholder Donald Trump consulta su teléfono móvil, desde el que suele enviar sus tuits. (Reuters)
Donald Trump consulta su teléfono móvil, desde el que suele enviar sus tuits. (Reuters)

Mejor errores con libertad

No queremos que nadie beba lejía, ni que se propaguen conspiraciones falsas, no queremos que hasta en los supermercados se fomenten comportamientos “separatistas” que en los casos más extremos llevan a comportamientos criminales. Pero: ¿cómo compatibilizamos eso con un respeto escrupuloso a las libertades individuales y, entre ellas, la libertad de expresión? John Stuart Mill, uno de los primeros teóricos de las libertades modernas, afirmaba en su libro “De la libertad” que “en lo concerniente a cada persona, la espontaneidad individual tiene derecho a la libre acción. Se le pueden ofrecer, incluso adelantar, consideraciones para ayudarle a juzgar, o exhortaciones para fortalecer su voluntad. Pero el juez último es la propia persona. Todos los errores que probablemente cometa, a pesar de consejos y avisos, son un mal menor comparado con el de permitir que otros la fuercen a lo que ellos determinan que les conviene”. Mill no proponía ninguna forma de anarquía, ni moral ni política, y afirmaba que “en la conducta recíproca de los seres humanos, es preciso que las reglas generales se cumplan en lo sustancial para que la gente sepa a qué atenerse”. Pero prefería los errores que la libertad provocaba a la coacción.

Hoy, ese principio rector del gran pensador liberal puede parecer una forma de política temeraria o de ingenuidad delictiva. Las sociedades modernas, regidas por lo que los conservadores estadounidenses llaman despectivamente “Estado administrativo”, suelen tener una aversión al riesgo que hace que casi todos asumamos con normalidad que nos multen si no nos ponemos el cinturón de seguridad en el coche; o que si fumamos, dejemos de hacerlo donde no se debe. Soy partidario de esas regulaciones y muchas otras, y no creo que estas sean una pendiente resbaladiza que lleve, de manera casi inevitable, a una u otra forma de autoritarismo.

placeholder El Congreso de los Diputados durante la votación de la prolongación del estado de alarma. (EFE)
El Congreso de los Diputados durante la votación de la prolongación del estado de alarma. (EFE)

Menos mentiras, más libertad

Pero, al mismo tiempo, el momento de transición ideológica en el que vivimos —uno en que tanto la izquierda como la derecha están transformándose y adaptándose a las nuevas realidades económicas y comunicativas de la nueva tecnología—, sumado a una pandemia que no tiene precedentes en una sociedad con el grado de aversión al riesgo de la actual, han tendido a reforzar los instintos más controladores de los gobiernos e, incluso, de quienes individualmente están convencidos de que reduciendo las mentiras aumenta de veras la libertad. Es una noción discutible. De nuevo, creo que los gobiernos tienen derecho a declarar situaciones de alarma, decretar confinamientos o limitar la actividad económica si es necesario —siempre que lo hagan de acuerdo con la legalidad y con la prudencia y la habilidad necesarias, cosa que probablemente no ha sabido hacer el Gobierno español—, pero debemos ser conscientes de las transacciones que estamos haciendo y cuáles son sus consecuencias. Los humanos podemos renunciar voluntariamente a parcelas de libertad —es lo que hacemos al asumir que debemos pararnos ante un semáforo en rojo o pagar la compra antes de llevárnosla—, pero si creemos que lo que está sucediendo es algo más benigno, corremos el riesgo de que esa pérdida de libertad se amplíe a parcelas irrenunciables.

Los gobiernos dicen creer en la libertad de expresión, pero recelan de manera natural de esta e intentan influir en ella

Una de ellas es la libertad de expresión, incluso en sus expresiones más frívolas o funestas, que son de las que últimamente hablamos más. Nos hemos acostumbrado demasiado a asumir que todo el mundo cree en ella, cuando la mayoría de los actores del debate público suelen pensar que solo su expresión merece libertad mientras que la de los demás casi siempre tiende a ser peligrosa, mentirosa o algo peor. Los gobiernos dicen creer en la libertad de expresión, pero recelan de manera natural de esta e intentan influir en ella más allá de los trámites judiciales comunes. “El anhelo de los modernos —decía otro de los padres del liberalismo, Benjamin Constant— es la seguridad de los goces privados, y llaman libertad a las salvaguardas que otorgan las instituciones para dicho disfrute”. Es lo que esperamos de la democracia. Pero quizá para asegurarnos de que esto es así debamos empezar a exigirle que no solo salvaguarde esa libertad sino también el libertinaje. Es decir, que entienda que la libertad individual conlleva riesgos, pero que incluso en su expresión más absurda, muchas veces estos son preferibles a la falsa sensación de seguridad que el Estado puede obtener con su supresión.

Una de las distinciones morales más sutiles y conflictivas que establece la lengua española es aquella según la cual “una cosa es la libertad y otra el libertinaje”. Lo primero sería hacer un uso razonable de la propia autonomía individual para decidir qué pensar, qué decir y qué hacer. Lo segundo consistiría en hacer un uso abusivo de lo primero. Pero, ¿tiene sentido distinguir entre ambas cosas?

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