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"En el Congreso y el Senado se habla muy poco de política"
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Un transeúnte de la política

"En el Congreso y el Senado se habla muy poco de política"

El filósofo, excolaborador de El Confidencial y activo discrepante del independentismo catalán, cuenta su paso por la política, que le llevó a la presidencia del Senado

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Manuel Cruz ha sido un político atípico. Cuando en el año 2016 fue elegido diputado nacional por el PSC-PSOE, ya era catedrático de filosofía y autor de una abundante obra, colaborador de El Confidencial y se había significado reiteradamente como socialdemócrata, federalista y contrario al independentismo catalán. Más tarde sería senador y, como cuenta en un libro reciente sobre su experiencia, “Transeúnte de la política. Un filósofo en las Cortes Generales” (Taurus), para su sorpresa, Pedro Sánchez le pidió que fuera presidente del Senado, cargo que ostentó durante la breve decimotercera legislatura, en 2019.

Como bromeamos durante nuestra conversación, fue ornitólogo —es decir, un estudioso desapasionado y un poco distante— de un fenómeno como la política, antes de ser pájaro —es decir, un protagonista activo de la actividad que antes observaba como espectador—. En esta entrevista exclusiva para los suscriptores de El Confidencial hablamos de lo que aprendió de la política, lo que le sorprendió al llegar a ella como “outsider” y de cómo el "procés" y las políticas identitarias han marcado los últimos años de la política española.

Pregunta. Al principio del libro utiliza una distinción que hace Michael Ignatieff, otro académico que se dedicó durante unos años a la política: la distinción entre ideas falsas e ideas inútiles en el ámbito político. ¿Se topó con muchas ideas falsas o inútiles al entrar en política?

Respuesta. Por desgracia, las ideas falsas no me venían de nuevas. Antes de entrar en el Congreso, cuando era presidente de Federalistes d´Esquerres, tuve ocasión de intervenir en muchos debates y de participar en tertulias radiofónicas, entre otras actividades en las que comprobaba la ligereza y la notable irresponsabilidad con la que se ponían en circulación falsedades de un calibre más que notable. Con esto no quiero decir que las mentiras del procés hayan sido las únicas que llamaron mi atención, pero hay que reconocer que por la intensidad y reiteración con las que se proclamaban, así como por el efecto movilizador que conseguían, tal vez sean las que merezcan ser destacadas. De modo que, con respecto a las ideas falsas, venía vacunado de casa.

placeholder Portada del libro de Manuel Cruz
Portada del libro de Manuel Cruz

P. Las inútiles, en cambio…

R. En mi vida parlamentaria, lo que he visto más, o lo que más me ha llamado la atención, han sido ideas inútiles. Inútiles en el sentido de que no servían para mejorar la vida de los ciudadanos. Y en este capítulo, para mí ocuparían un lugar muy destacado todas aquellas relacionadas de una u otra manera con lo identitario.

En mi opinión, las diferencias, que son una categoría fundamental en los discursos identitarios, no son políticamente importantes. Y menos aún para la izquierda. Son relevantes las diferencias que generan injusticias. En una sociedad tolerante desde un punto de vista religioso, pertenecer a la iglesia evangélica, anabaptista, presbiteriana o católica es irrelevante. En otras sociedades, en cambio, pertenecer a un credo u otro te puede costar la vida. En nuestro caso, en España existen diferencias culturales entre territorios, pero no dan pie a exclusión alguna. Para mí, que el Congreso dedicara proposiciones no de ley, interpelaciones, mociones, etc., a esas diferencias constituía en muchos casos una pérdida de tiempo que solo servía para mantener cohesionada a la parroquia de quien las presentaba.

Aunque matizo que, aunque es cierto que una idea inútil no es propiamente una idea falsa, en el sentido de que no constituye un engaño, sí llama a engaño. Da a entender no solo que los asuntos a los que dichas ideas se refieren son importantes, sino también que la política viene obligada a ocuparse de ellos.

P. En ese contexto de reivindicación identitaria, las emociones, los sentimientos, han cobrado una importancia enorme en la política. Algunas prácticas políticas buscan suscitar las emociones de sus seguidores más que hallar soluciones racionales y prácticas, como ocurre entre los independentistas o la nueva izquierda. Pero ¿eso es un rasgo inherente de la política o es una novedad de nuestro tiempo?

R. En alguna medida, es un rasgo que siempre ha estado presente en la política. Pero en nuestros días ha adquirido una relevancia mucho mayor. En cierta medida, esto es consecuencia de la crisis de buena parte de los instrumentos teóricos que hasta ahora nos permitían interpretar el mundo e intervenir en él. Cualquier gran narrativa con pretensiones de universalidad ha entrado en crisis y ha sido sustituida por lo que hoy llamamos relatos, que no son otra cosa que explicaciones ad hoc para alivio de los convencidos y cuyo vuelo teórico es muy corto.

El problema de las emociones es que se presentan con el carácter de lo evidente. En efecto, mi emoción es indiscutible, nadie me puede corregir. Las emociones generan un espejismo de certeza. El que se deja arrastrar por ellas está absolutamente seguro de lo que le está pasando. Pero el asunto adquiere todavía más importancia cuando esa certeza es compartida por otros individuos. Con eso, se crea una falsa objetividad que parece en condiciones de reemplazar a la objetividad genuina, la que se atiene a los hechos. La falsa se basa en un principio inaceptable pero muy compartido, que dicho de forma coloquial es: “Hombre, si tanta gente siente lo mismo no puede estar equivocada”. En la historia ha habido muchos momentos en los que ha ocurrido esto, que una emoción compartida por las masas terminó imponiéndose a cualquier debate racional. No me pongo en plan ilustrado exquisito, ni digo que desterremos de la esfera individual y de la pública las emociones. Pero lo que no se puede permitir es que ocupen el lugar de la razón. Porque la razón es lo que nos permite confrontar argumentos de diferente signo.

En el Congreso, a muchos políticos la intensidad del día a día parecía consumirles por completo las energías y dejarles sin fuerzas para discutir sobre la situación general del país.

P. ¿Cómo debería ser un polítco? Por un lado, es muy seductora la noción del ciudadano que, sin ser un profesional de la política, deja su empleo un tiempo para dedicarse a ella y luego vuelve a su ámbito original. Ese sería su caso. Pero otros dicen que la política actual es un campo tan complejo como el de cualquier otra actividad profesional, y que requiere profesionales que se dediquen plenamente a ella desde los veinte años hasta la jubilación. ¿Cómo lo ve ahora?

R. La sensación que tuve nada más aterrizar en el Congreso fue que yo era un político distinto a mis compañeros porque técnicamente era mucho menos competente que ellos. No solo procedía del ámbito académico, sino de la filosofía, que está muy alejada de las cuestiones que se tratan en una cámara legislativa. Tuve que pasar por el aprendizaje de lo más elemental, lo más básico: qué es una proposición no de ley, qué es una moción, una interpelación, cómo funcionan las comisiones.... Mis compañeros, que llevaban más años allí, me ganaban por la mano no solo por su experiencia, sino por su dedicación exclusiva a estas cosas. Yo intentaba aportar mi experiencia y mis conocimientos en las comisiones en las que fui nombrado portavoz, primero en educación y luego en universidades.

P. Pero también se llevó alguna sorpresa.

R. Lo que me encontré no entraba en contradicción con las ideas que tenía sobre la política desde fuera. En realidad, traté de llegar con el menor número de nociones preconcebidas, con la actitud del que está dispuesto a reconsiderar las que trae de casa. Había oído hablar, como todo el mundo, de esos políticos veteranos que empiezan en la cosa pública en las juventudes de un partido y desde entonces no conocen ninguna otra actividad profesional. Pero debo decirte que en ellos no encontré el colmillo que se les suele atribuir. No digo que no exista. Pero yo no lo vi. La diferencia con mis compañeros no estaba ahí sino en otro lugar.

Por chocante que pueda parecer desde fuera, en el Congreso y el Senado se habla muy poco de política. No me refiero a las últimas declaraciones de no sé quién o a un episodio escandaloso pero menor que traen los periódicos. En el Congreso, a esos políticos a los que nos estamos refiriendo la intensidad del día a día parecía consumirles por completo las energías y dejarles sin fuerzas para discutir sobre la situación general del país. Y no digamos ya sobre cuestiones más generales, pero a mi juicio ineludibles y de las que se habla más en otros foros, como ¿qué pasa hoy con la democracia? ¿qué futuro aguarda a nuestras sociedades?, y otras similares. Eso estaba poco presente.

Existe una auténtica compulsión exhibicionista por parte de algunos. Un narcisismo obsceno. Esto afecta a la percepción que tienen de la política los ciudadanos.

P. En el campo de la mal llamada “nueva política”, sobre todo en algunos ámbitos de Podemos, pero también del independentismo, me ha parecido percibir algo que me llama la atención, y que de algún modo está en su libro. Es gente que ha madurado políticamente mientras estaba en el ejercicio del poder. No como los demás, que desarrollamos lentamente las ideas en privado, leyendo, hablando con amigos, pensando, sino que lo hicieron ante las cámaras, con un sueldo y un puesto políticos. ¿Cree que sucedió así o es una percepción mía? ¿Cómo lo vivió usted al coincidir con esa supuesta “nueva política”?

R. Yo no me atrevería a presentar una teoría sociológica sobre las generaciones, pero creo que a veces pensar en términos generacionales resulta útil, porque en España eso es algo que ha tenido mucho peso. La generación que, por decirlo con un término muy periodístico, se reclamaba de mayo del 68, ha tenido un peso enorme, en muchos sentidos anormal. Ortega y Gasset atribuía a las generaciones una vigencia de quince años, cada quince años cambiaban, pero en España esa generación ha ocupado los espacios de poder durante décadas. Lo cual significa que, en gran medida, lo que se llamó “nueva política” tuvo mucho de relevo generacional. Tuvo más de relevo generacional que de relevo con contenido político. Ahora lo estamos viendo de manera clara. ¿En qué ha quedado la novedad política de Ciudadanos? ¿En qué ha quedado la novedad política de Podemos?

Y luego está su descubrimiento de obviedades. El término “adanismo” describe bien la disposición con la que algunos sectores se enfrentaron a cuanto iban descubriendo. Reaccionaron como si en lugar de descubrirlo lo estuvieran inventando. Esta actitud no es nueva, lo que sí lo es, en cambio, es la resistencia a percibirlo o a aceptarlo. En muchas ocasiones, lo que más me llamó la atención de lo que escuchaba en el Congreso no era tanto su radical novedad como su radical antigüedad. No tengo nada que objetar a las palabras antiguas si están cargadas de verdad. Pero sí, y mucho, cuando la realidad que describen esas palabras no es la de hoy, sino la de hace cincuenta años.

Luego está el elemento del exhibicionismo, al que haces implícitamente referencia en tu pregunta. Ya sé que es necesario estar presente en los medios de comunicación y hay mil razones políticas para justificar la constante aparición en ellos. Pero hay grados. Y creo que es evidente que ha existido y sigue existiendo una auténtica compulsión exhibicionista por parte de algunos. Un narcisismo en ocasiones obsceno. Esto afecta a la política, y sobre todo a la percepción que tienen de ella los ciudadanos. Cuando se hace patente que determinados políticos, lejos de sufrir pasivamente que la política se haya convertido en un espectáculo, están encantados de ser los protagonistas del mismo, el resultado inevitable es que la ciudadanía termine desinteresándose de la política o interesándose por lo que tiene de mero espectáculo (el zasca de turno u otras bobadas de parecido tenor).

Manuel Cruz ha sido un político atípico. Cuando en el año 2016 fue elegido diputado nacional por el PSC-PSOE, ya era catedrático de filosofía y autor de una abundante obra, colaborador de El Confidencial y se había significado reiteradamente como socialdemócrata, federalista y contrario al independentismo catalán. Más tarde sería senador y, como cuenta en un libro reciente sobre su experiencia, “Transeúnte de la política. Un filósofo en las Cortes Generales” (Taurus), para su sorpresa, Pedro Sánchez le pidió que fuera presidente del Senado, cargo que ostentó durante la breve decimotercera legislatura, en 2019.

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