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Una agenda de reformas radical que puedan firmar Podemos y Ciudadanos
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Una agenda de reformas radical que puedan firmar Podemos y Ciudadanos

Las medidas económicas que en el pasado se consideraban radicales hoy son reivindicadas por economistas liberales y por países tradicionalmente austeros como Alemania

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España se enfrenta a su mayor crisis desde la Guerra Civil de los años treinta. El desafío es inmenso, porque en una década hemos sufrido dos 'shocks' que históricamente solo ocurren cada cien años: primero una crisis financiera y ahora una pandemia global. Las grietas en nuestro contrato social ya eran enormes antes del covid-19, y no eran solo de origen doméstico, sino internacional. La tecnología y la globalización han hecho nuestras sociedades más desiguales y creado una enorme tensión entre los que se consideran empoderados y los que se sienten desprotegidos. Si la incertidumbre laboral y el paro (sobre todo juvenil), la baja productividad, el deterioro de los servicios públicos, el endeudamiento del estado, la automatización, el desapego de las elites y la España vaciada ya eran problemas crónicos, con la pandemia se han convertido en críticos.

Frente a esta realidad, la clase política tiene que ofrecer respuestas porque si no la tensión social crecerá y la estabilidad de nuestro orden democrático se verá todavía más amenazada. En las siguientes líneas se ofrecen una serie de propuestas transformadoras (necesarias para paliar la crisis que tenemos encima) que, en principio, podrían ser aceptadas tanto por Podemos, en el gobierno, como por Ciudadanos, en la oposición. Eso facilitaría no solo la aprobación de los próximos presupuestos, sino una agenda de reformas económicas que cuente con un respaldo mayoritario en el Parlamento nacional, pero también con el visto bueno, y hasta el entusiasmo, de Bruselas. Este programa se basa sobre dos principios rectores: 1) la tecnología no es mala, a lo largo de la historia ha mejorado la vida de las personas; y 2) la igualdad de oportunidades crea progreso y cohesión social.

Aunque parezca paradójico (y algunos se echarán las manos a la cabeza), lo primero que hay que hacer es subir los salarios. El salario mínimo ya ha pasado de 735 a 950 euros en 14 pagas (o 1.100 euros en 12 mensualidades), pero eso no es suficiente. El salario medio español está un 20% por debajo de la media de la UE, y un 40% por debajo del alemán. La reacción de muchos lectores será: "¿Cómo vamos a subir los salarios con el paro y la baja productividad que tenemos? No tiene sentido". Pues sí que lo tiene. Si la mano de obra es demasiado cara, el empresario tiene que incorporar tecnología en su proceso de producción y eso aumentará la productividad de la empresa. "Bueno, ya —pensarán ustedes—, pero poner cafés no lo puede hacer un robot, así que los camareros son necesarios y su productividad es difícil que aumente".

Foto: Disturbios en Wisconsin. (Tannen Maury/Efe) Opinión

Esto nos lleva a un debate más estructural. Lo primero que hay que decir es que, si los camareros son mucho más caros, quizás menos empresarios estarían tentados a abrir un bar o restaurante. Dedicarían sus ahorros y energías a sectores más productivos. Lo cual nos lleva a otro debate. ¿Cómo hacemos para subir los salarios si hay un remanente enorme de mano de obra poco cualificada desesperada por trabajar? ¿Los imponemos desde el Estado? "Eso va en contra de la economía de mercado", dirán algunos. No necesariamente. El Estado puede ayudar a que el equilibrio de fuerzas entre el empresario y el trabajador sea más justo. No hace falta ser sindicalista para entender que, en las actuales circunstancias, con una inflación muy baja, y amenaza de deflación, esto es absolutamente necesario. Los banqueros centrales, incluso el holandés Klaas Knot, tradicionalmente un halcón, llevan años pidiendo que suban los salarios para redistribuir mejor la riqueza y que la inflación vuelva a acercarse al 2% y así normalizar los tipos de interés.

Una manera de hacer esto es encontrar mecanismos que en la era digital consigan lo que tradicionalmente era la labor de los sindicatos. Mucho se ha hablado de que los "riders" tienen que montar sus plataformas de reivindicación. Pero la mejor manera de conseguir este cambio estructural es a través de una renta básica universal. Con este mecanismo conseguimos varios objetivos. Los ciudadanos que se vean desplazados por la tecnología (esos camareros que ya no encuentran trabajo) tendrán lo mínimo para sobrevivir y cuidar de sus familias. Además, tendrán un colchón para poder formarse y reciclarse (al final la historia nos demuestra que la tecnología siempre crea nuevos puestos de trabajo). A mayores, como el ingreso mínimo lo tienen asegurado, no necesitan agarrarse a sueldos precarios o ser explotados a través de la contratación ilegal. Se sentirán empoderados.

Bienestar para el siglo XXI

El estado de bienestar de la mayoría de países de Europa Occidental está concebido para la era industrial, donde tradicionalmente el padre de familia tenía un trabajo estable y vitalicio. En ese contexto, ofrecer rentas mínimas para los que no encontraban trabajo durante mucho tiempo, y ya habían percibido todo el dinero del paro, tenía todo el sentido del mundo. Lo importante era incentivar la vuelta al trabajo cuanto antes y, por lo tanto, esa ayuda tenía que ser mínima (casi de subsistencia) y se retiraría una vez que el trabajador o trabajadora empezase a cobrar por encima de un umbral. Esta lógica, sin embargo, no funciona para el mundo digital del siglo XXI. Los ingresos son mucho menos estables, y eso hace que haya meses o años en el que un trabajador supere el umbral y otros no, con lo cual se le da y retira la paga recurrentemente y al final acaba desmotivándose, porque ve que cada vez que cobra por encima del umbral, se le quita la ayuda y lo pasa mal por temor a que lo despiden otra vez.

Esta situación es todavía más angustiosa para los autónomos, cuyos ingresos son mucho más volátiles, lo que hace que muchos de ellos tengan enormes incentivos para trabajar en negro. Así siguen cobrando la ayuda mientras aumentan sus ingresos. Lo cual es injusto para aquellos que sí que cumplen la ley. Para evitar eso, y la enorme burocracia que supone determinar quién merece o no una renta mínima del Estado (el colapso en la tramitación de solicitudes del nuevo ingreso mínimo vital del Gobierno es un claro ejemplo) lo mejor, y más eficiente, sería darle a todos los residentes legales y mayores de edad una renta básica y empezar a cobrar impuestos a partir del primer euro por encima de ese umbral de manera progresiva.

Foto: Ilustración. (iStock) Opinión

Muchos pensarán que esta propuesta es una locura. Solo creará millones de españoles vagos que vivirán del Estado. Esta visión no se sostiene empíricamente. En general, la condición humana no funciona así. No se limita a vivir con lo básico. Lo normal es que se quiera ganar más dinero para poder vivir mejor y que los hijos tengan más oportunidades. El trabajo ofrece pertenencia y estatus. Lo bueno de salarios más altos y de una renta básica universal es que las personas con menos ingresos ya no tienen que estar en la disyuntiva de si aceptan un trabajo precario que les hará perder "la paguita del Estado", esa paguita ya la tienen. Ahora solo se trata de escalar. Lo que hará que haya mucha más movilidad laboral. Nadie se aferrará a un trabajo que odia porque si no se queda sin nada. ¿Hay algo más digno que poder decir que no?

Tres impuestos necesarios

La cuestión, lógicamente, es saber cómo se financia esto. Tres impuestos podrían generar, de sobra, los recursos suficientes. En primer lugar, habría que reintroducir o aumentar el impuesto sobre el patrimonio. Una medida justa para los tiempos que corren. En un momento de crisis nacional, los que más tienen deberían ser los más solidarios. La concentración de riqueza en nuestra sociedad es tal que si se aplicase un impuesto del 2% al 10% con más patrimonio (es decir, el 90% de la población no pagaría ese impuesto) se podría recaudar en torno al 5% del PIB. Algunos críticos dicen que una medida así desincentivaría el ahorro. Pero el ejemplo de Suiza, de los pocos países donde todavía hay y que ha aumentado el impuesto de patrimonio en los últimos años, demuestra lo contrario.

El otro impuesto que tiene que aumentar su recaudación es el de sociedades. No se trata solo de introducir una tasa Google a las empresas tecnológicas estadounidenses. Lo que hay que hacer es que cualquier empresa (independientemente del sector y nacionalidad) pague impuestos según los beneficios que genera en el mercado español. Y esto no debería entenderse como una medida que desincentiva la inversión extranjera y los negocios en España. Al contrario, es una medida a favor de una competencia justa, con condiciones iguales para todos. Sería 'pro-business' total. Lo que es injusto es que un comerciante minorista tenga que pagar un impuesto de sociedades mucho mayor que un gigante como Amazon. Lógicamente, una medida de este tipo debería tomarse a nivel internacional (en el seno de la OCDE, y en eso estamos), pero si no se logra un acuerdo ahí habría que hacerlo a nivel de la Unión Europea, y si no se consigue tampoco en Bruselas, apostar por una alianza de los países más grandes de Europa. Si Alemania, Francia, Reino Unido, Italia y España se coordinan, ninguna multinacional va a dejar de operar en un espacio comercial de 320 millones de habitantes con un poder de consumo tan alto.

El tercer impuesto es sobre la emisión de CO2. La lógica aquí es implacable. Quién contamina, paga. Algunos pensarán que esto puede perjudicar justamente a los que menos tienen. Los chalecos amarillos empezaron sus protestas justamente porque Macron quería subir el impuesto al diésel. Pero también aquí el Estado de bienestar tiene que innovar. La recaudación de los impuestos sobre el carbón podría ir justamente a un fondo que financiase la renta básica universal. Con esta medida mataríamos dos pájaros con un tiro. Los trabajadores con pocos recursos recibirían bastante más de lo que pagarían en impuestos verdes, y todo el mundo tendría grandes incentivos en reducir su huella de carbono. Canadá ya está intentando implementar un esquema de este tipo, y en Francia y Alemania se está discutiendo al más alto nivel.

Foto: Vista del hemiciclo vacío desde la mesa de la presidenta del Congreso. (EFE) Opinión
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Con estos tres impuestos no solo habría dinero para pagar la renta básica universal, incluso quedarían suficientes fondos para mejorar los servicios públicos de las zonas pobres y periféricas del país. Esa España vaciada y rural que cada vez se ve más abandonada por las elites urbanas. Con salarios más altos, una renta básica universal y mejores escuelas y hospitales e incluso políticas públicas que fomenten centros de innovación y desarrollo para ayudar al tejido empresarial local, e incluso potenciar una industria exportadora (no hay que descuidar la balanza de pagos), se podría retener e incluso atraer talento y se reduciría el temor actual a la globalización (incluida la inmigración) y la revolución tecnológica que existe en muchas de esas zonas. El empoderamiento estaría mucho más repartido en la sociedad.

Lo radical ya no lo es

En este punto, muchos pensarán: Podemos aceptaría este programa, pero es imposible que lo hiciera Ciudadanos. Es una agenda demasiado radical y de izquierdas. Probablemente. Pero lo curioso es que las propuestas aquí presentadas no son mías, sino de Martin Sandbu, comentarista económico del 'Financial Times', y uno de los analistas más finos (y respetados) a la hora de entender (e intentar resolver) los problemas de nuestros tiempos. Su libro titulado "The Economics of Belonging: a radical plan to win back the left behind and achieve prosperitity for all" (La economía de la pertenencia: un plan radical para ganarse a los que se han quedado atrás y lograr prosperidad para todos) es una respuesta eminentemente liberal a los desafíos que nos enfrentamos y demuestra cómo el debate internacional, y sobre todo europeo, está en una pantalla muy diferente al que vivimos en España. Mientras aquí se apela a la ortodoxia y la moderación, en Bruselas (y hasta en Berlín) se piden grandes transformaciones. Solo hace falta ver las sesiones de la reunión anual de Bruegel, el 'think tank' económico de cabecera de la Comisión Europea, de estos días, para darse cuenta de ello. Lo que antes se veía como radical, ahora se considera necesario.

España se enfrenta a su mayor crisis desde la Guerra Civil de los años treinta. El desafío es inmenso, porque en una década hemos sufrido dos 'shocks' que históricamente solo ocurren cada cien años: primero una crisis financiera y ahora una pandemia global. Las grietas en nuestro contrato social ya eran enormes antes del covid-19, y no eran solo de origen doméstico, sino internacional. La tecnología y la globalización han hecho nuestras sociedades más desiguales y creado una enorme tensión entre los que se consideran empoderados y los que se sienten desprotegidos. Si la incertidumbre laboral y el paro (sobre todo juvenil), la baja productividad, el deterioro de los servicios públicos, el endeudamiento del estado, la automatización, el desapego de las elites y la España vaciada ya eran problemas crónicos, con la pandemia se han convertido en críticos.

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