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Alonso de Ojeda: el amor incondicional de un español de alto voltaje
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Alonso de Ojeda: el amor incondicional de un español de alto voltaje

Aspecto de mequetrefe, agilidad de felino, letal con la espada y la daga, temerario hasta la locura, cristiano compasivo y vengativo como un amante despechado

Foto: Alonso de Ojeda (Fuente: Wikimedia)
Alonso de Ojeda (Fuente: Wikimedia)

«Solo existe un bien: el conocimiento. Solo hay un mal: la ignorancia»

Sócrates.

Desde la destrucción integral y tabula rasa que hicieron los nativos Tainos con el Fuerte de Navidad, (improvisada construcción defensiva sin mayores pretensiones que dar un magro cobijo a la tropa ante los incesantes ataques de los nativos, hecha esta a marchas forzadas en los primeros compases del viaje preliminar de Colon en La Española), Alonso de Ojeda, un muy peculiar elemento protagónico y muy significado durante la aproximación al “Nuevo Mundo “en el segundo viaje de Colón (1493), se caracterizó por un valor más allá de lo razonable para revertir la compleja situación o atasco en el que estaban las fuerzas de la Corona.

Los españoles de aquel tiempo (Castellanos), estaban en un medio manifiestamente hostil y rodeados de caníbales, muy dados a las barbacoas improvisadas. Eran estos últimos antropófagos consumados, muy adaptados a no perder ripio, y ojo a avizor con lo que hacían aquellos seres metálicos que el mar del este había desembarcado en sus espectaculares playas, habitantes empotrados en la selva profunda, indetectables a ojos no acostumbrados. Te podían dar un susto en cualquier momento y pasabas a mejor vida sin más preámbulos.

Foto: Rafael Guastavino Moreno (Fuente: Alamy)

Alonso de Ojeda se había empapado con la información de sus subordinados y había decidido llevarse unos perrillos muy majos, alanos y mastines leoneses, por si las moscas. Habiendo estudiado los hábitos de los aborígenes, y dispuesto a no caer entre sus fauces, armó la trampa perfecta. Sabía que el líder taino Caonabo estaba preparando algo truculento, y no le cedió la iniciativa.

Escopeteros, arcabuceros, ballesteros, soldados con perros de presa; creaban un tremendo impacto psicológico entre los nativos. Si a este guirigay le añadimos la caballería y los mandobles que se arreaban desde esas alturas, las ventajas tácticas sumaban, y mucho. Los soldados que llegaron a estas tierras sin Dios y con sustos variados llevaban a la cintura unas dagas para apoyar a las espadas en los combates cuerpo a cuerpo, que igual valían para un roto que un descosido.

En el valle de la Vega Real, en una batalla, la de Jáquimo o el Santo Cerro, muy desequilibrada numéricamente para los peninsulares y en la que los perros serían determinantes, un Alonso de Ojeda inspirado le echó el guante al jefe taino. Corría el 27 de marzo del año 1495, cuando el recalcitrante y malvado líder aborigen, que ya había hecho boca con algunos pequeños infantes y mujeres castellanas en una razia anterior, sufrió en sus propias carnes un castigo severo. Hombre de tierra adentro, tuvo que bogar hacia el este contra su voluntad a conocer a los reyes “de verdad”.

Hay ciertas inexactitudes en la leyenda, pero resumiendo; cerca de 400 españoles acabaron dominando la isla. Anacaona, una espectacular nativa de armas tomar, compañera del derrotado Caonabo, al parecer le hizo ojitos a Ojeda, o viceversa. Durante las negociaciones para estabilizar el territorio, un buen día se presentó en plan Cleopatra, como Dios la trajo al mundo. Pero claro está, para sobrevivir a aquel vendaval de castellanos había que hacer algunas concesiones. El caballero Ojeda, que era un galante funambulista, cayó rendido ante las propuestas incontestables de aquella mujer de imposible belleza. Pero el desenlace de aquella enorme historia de amor no pudo acabar más que de mala manera. El saqueo de las tropas castellanas no respetó los tratados de Ojeda y este, además, estaba de viaje en la península. Capturada, cayó en manos de Ovando, un elemento de mucho cuidado del que ya hemos hablado en otro momento en estas líneas. Ejecutada de forma grosera en el patíbulo, aquella hermosa mujer que tuvo su efímero momento de gloria acabó donde todos soñamos del revés, en la eternidad más larga que concebirse pueda.

placeholder Alonso de Ojeda en su llegada a un pueblo de nativos (Fuente: iStock)
Alonso de Ojeda en su llegada a un pueblo de nativos (Fuente: iStock)

Pero mientras Ojeda estaba repartiendo estopa, ocurrió que dos enormes cartógrafos, Juan de la Cosa y Américo Vespucio, ya fuera convencidos por las dimensiones de su intuición o porque lo de dar cera no era lo suyo, continuaron bordeando en dirección suroeste el litoral de lo que no les cabía duda, era un nuevo continente, que Catay y Cipango estaban más allá todavía de lo que en sí, era un descubrimiento colosal. Colón en su empecinamiento, defendía que aquello era Asia, y punto.

En un descanso de la azarosa conquista y sus secuelas, Alonso de Ojeda pensó que podía hacerse con unos cuantos derechos en base a sus éxitos y se fue a la Corte a hacer unas reivindicaciones, aspiraciones que se tradujeron en unas favorables capitulaciones para con él. Hacia enero del año 1502, con una flotilla de cuatro naos parte hacia lo que hoy es la actual Venezuela. Funda en la península de La Guajira, el que probablemente sea el primer asentamiento estable-discontinuo europeo en América. El primer intento no dura mucho, la fuerte hostilidad de los nativos le hacen desistir de una resistencia sin sentido. Pero de esta experiencia se deduce algo instructivo. Para situar la veracidad de los relatos que por alzada planteaba Colón con un indisimulado optimismo o premeditada capciosidad, queda retratada, a partir de ese momento, una aproximación más veraz a la cartografía actual.

Lo de Ojeda era de traca. Aspecto de mequetrefe, agilidad de felino, letal con la espada y la daga española, temerario hasta la locura, cristiano compasivo y, vengativo como un amante despechado, capitán de una hueste entregada o hipnotizada ante su quehacer, adorador incondicional de su segunda amada, la bellísima venezolana Palaaira Jinnuu, con quien compartió una de las más hermosas historias de amor no registradas, espadachín consumado, corto dedos y cortó dados, y venció a decenas de retadores osados.

"Alejado de los hermanos Colón y de sus formas de actuar, estableció que se personaran comisarios que hicieran cumplir las llamadas Leyes de Indias"

Hijo de posesiones escasas, sobrino del obispo Fonseca, fue este quien le sacó el billete para el segundo viaje de Cristóbal Colón. Con 26 años, el chaval comenzó a elaborar su leyenda; infligió severas derrotas a todas las tribus confederadas, y desde ahí, su gloria y reconocimientos se dispararon. La fortuna jugaba con él con alternancia de fracasos y gloria.

Alonso de Ojeda, alejado de los hermanos Colón y de sus formas de actuar un tanto incompatibles con los valores morales de la religión cristiana, tras la emisión de las Leyes de Burgos, estableció que, a las expediciones posteriores, se personaran frailes y comisarios que hicieran cumplir las llamadas Leyes de Indias, elementos diferenciadores de las terribles actuaciones de otros colonizadores, que más al norte y de procedencia anglosajona, masacraron de manera inmisericorde a los indígenas hasta lograr cotas de genocidio espeluznantes.

Pero no todo lo que reluce es oro, ni todo el campo es orégano. Cargado de grilletes por suspicacias infundadas, sus socios sevillanos le echaron el guante y lo cargaron de cadenas. García de Campos y Juan de Vergara, dos sujetos poco fiables, pero con abundantes recursos por la provisión de usuras, lo apresaron sin cargos probados y sin acceso a la defensa, expropiándole sus haberes de años de ejercicio honrado. Fonseca, su valedor y hombre de confianza en la península, en 1504, conseguiría su liberación.

Foto: Expulsión de los moriscos en el puerto de Denia, pintado en 1613 por Vicente Mostre.

A veces las cosas se tuercen más de lo debido.

Cerca de lo que hoy es Cartagena de Indias, se dio un choque brutal con los nativos en el que perecieron casi dos centenares de españoles. La carnicería fue monumental. Cogidos en una trampa, en un medio hostil y sin guías locales, de nada les sirvió su superioridad tecnológica. Fue un día de luto muy negro para las tropas de la Corona. El famosos cartógrafo Juan de la Cosa, pereció a manos de aquella turba. En la dura huida, conseguirían llegar a una de las carabelas de Nicuesa, salvando la vida in extremis un soldado de los tercios y él. Huelga decir que la venganza sería tremenda y a causa de ella hubo paz en la región durante años, de tal manera que, la joya del Caribe creció hasta convertirse con el paso del tiempo en una de las ciudades de referencia.

La odisea de Ojeda da para una enciclopedia. Aventurero nato, guerrero implacable, seductor impenitente, tenía el encanto propio de la juventud y de una inteligencia sobrenatural. Sintiendo la implacable presencia de la muerte, pidió a los frailes del convento de San Francisco una deferencia o atención última para con sus restos llegado el momento; una lápida parca y austera sin ninguna ornamentación. Y así fue, en la entrada del templo los visitantes de los siglos venideros hollarían su fenecido orgullo sin saberlo.

En el año 1515, al despuntar el amanecer, una de las mujeres más hermosas que han dado sentido a esta extraña existencia, yacía sin vida y desangrada, tendida sobre el pavimento mientras abrazaba la memoria de su amado. La vida, una eternidad comprimida, una realidad extraña.

«Solo existe un bien: el conocimiento. Solo hay un mal: la ignorancia»

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