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La compleja conversión de los mudéjares: un problema de estado
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La compleja conversión de los mudéjares: un problema de estado

La envidia, un pecado capital muy patrio, da lugar a muchos diretes, poco fundamentados y bastante capciosos, que en poder de mentes poco cultivadas pueden crear situaciones dramáticas

Foto: Expulsión de los moriscos en el puerto de Denia, pintado en 1613 por Vicente Mostre.
Expulsión de los moriscos en el puerto de Denia, pintado en 1613 por Vicente Mostre.

“Se dice que no hay religión suficiente para que las personas se amen entre sí, pero si para que se odien”.

Robert de Niro.

El tema traía cola, había un hartazgo en todo el reino con la cantinela de los moriscos y sus prácticas a hurtadillas. Durante cerca de ocho siglos, el bando cristiano se había dejado en su tenaz lucha contra los musulmanes, unos cuantos cientos de miles de muertos por el camino y, tras ser advertidos los del turbante sobre la opción conversión o exilio, seguían con la matraca.

Sin duda, había reticencias o fuertes dudas por parte de la administración y de la Corona española de cara a tomar una decisión drástica. Una de ellas, era la mano de obra en el agro, que tenía una fuerte presencia de este colectivo, y, que de tomar decisiones precipitadas, podría suponer una hecatombe. Otra, era la íntima conexión del islam peninsular (residual, sí, pero con peso importante) y su probada complicidad con los turcos y piratas de Berbería, que estaban encantados de tener amigos al otro lado del estrecho y que, en el imaginario colectivo, siempre residían como una amenazante quinta columna proclive a un posible levantamiento. Otros factores añadidos, eran los de su propensión a hurtar al fisco impuestos, una especialidad en la que eran contumaces artistas, y, todo hay que decirlo, aunque la Corona tendían a dilapidar recursos, ello no exoneraba a aquellos súbditos de sus responsabilidades fiscales y, por ende, a hacerse los suecos.

Foto: Rafael Guastavino Moreno (Fuente: Alamy)

Desde hacía años, la comunidad musulmana experimentaba un enroque recalcitrante y obstinado. Tampoco acompañaba la mentalidad religiosa de aquel tiempo, pacata y excluyente. El problema no era otro que, al margen de la uniformidad tan anhelada por los Reyes Católicos y posteriormente por los dos primeros Austrias mayores, aquella reacia minoría disentía vehementemente de la mayoría religiosa imperante en el país.

La fe en el islam era magnética y tenía elementos muy interesantes dentro del dogma, si se saben apreciar. Juzgar desde la propia tronera, limita el juicio y como todos los muros, protegen, pero reducen una visión amplia. El problema de los moriscos era esencialmente la oculta adhesión a su dios Allah y a su profeta Mahoma, los únicos portadores de la verdad, según su criterio, aspiración legítima, sin duda, pero incompatible ante la hospitalidad con condiciones asumibles que ofrecía la Corona a estos incómodos huéspedes. La absurda, longeva e histórica guerra, larvada unas veces, manifiesta en otras, entre esta tardía religión oriental y la filosofía cristiana, se exacerbó con el tiempo, la incomprensión, la ignorancia mutua del otro, sus hábitos culturales, y finalmente, con los bulos y sesgos promovidos y radicalizados por ambas partes. Nada nuevo bajo el sol.

Los diferentes responsables de las decisiones a tomar en el lado cristiano argumentaban que había que acabar con esta “lacra” más allá de los perjuicios que pudieran ocasionar a la entera estructura estatal con las previsibles consecuencias, que algunos cuerdos asesores de la Corona pronosticaban. Hay que señalar en este punto que, tanto el enorme Alejandro Magno como la Roma imperial, admitían libertad de credos asociados a impuestos específicos vinculados a la práctica de estos.

placeholder Felipe III, retrato ecuestre pintado por Diego Velázquez entre 1634 y 1635.
Felipe III, retrato ecuestre pintado por Diego Velázquez entre 1634 y 1635.

Esta fórmula en aquella (y la actual) España, habida cuenta la peculiar idiosincrasia cainita, particular sello de la casa, se deslizaron hacia una decisión racial en vez de una racional. A principios del siglo XVII, no existía una demografía excedentaria; guerras en cinco frentes (éramos unos hachas), erosionaban en un goteo permanente amplias zonas de Castilla, Extremadura y Andalucía, convirtiéndolas en auténticos eriales. Castellanos, extremeños y gentes de otras latitudes de la península, estaban empeñados en las guerras de Flandes, la conquista de América, contra Inglaterra, los piratas anglos con bandera de fortuna, los de Berbería, los turcos, o defendiendo las fronteras de la Corona, que no eran pocas.

Ello no es óbice para dudar de la laboriosidad de los moriscos, y muchos de ellos estaban muy alejados de los clichés de pobreza, pues incluso, generaban suspicacias entre sus vecinos menos calificados. La envidia, un pecado capital muy patrio, que da lugar a muchos diretes, poco fundamentados y bastante capciosos, que en poder de mentes poco cultivadas, pueden crear situaciones dramáticas.

Las catequesis, la obligación de pasar por la pila bautismal, las charlas de adoctrinamiento, una inquisición de palo y tentetieso sin llegar a extremos severos, la dispersión entre la sociedad civil, todo eso, fue ensayado sin éxito. Si bien se hace necesario recalcar que los moriscos no hacían ni el más mínimo gesto de proselitismo, la población cristiana los miraba con la ceja enarcada. A la postre, la expulsión de los moriscos se iba a convertir en una medida de orden público.

"En 1609 la decisión fue tomada en base a criterios donde la seguridad del Estado primaba por encima de cualquier otra consideración"

El pontífice Pablo V (1605-1621) un encastrado en la curia vaticana procedente de una de las nobles familias de la aristocracia italiana, fue consultado por cortesía diplomática sobre las medidas que se estaban discutiendo, pero no tomó parte activa en las discusiones. El criterio que siguió el Vaticano fue de carácter compasivo, pues entendía que, en el contexto de la época, si los moriscos convertidos eran expulsados a países musulmanes, serían condenados a un cruel infierno para toda la eternidad, con independencia de que la apostasía en el islam está castigada con la pena de muerte. Por ello, abogaba discretamente por negociar hasta el último momento con la esperanza de que acabarían renegando de Allah para los restos y siguiendo el buen camino. También la Santa Sede consideraba que la merma pecuniaria que significaba la dieta a la que se sometía la recaudación eclesiástica erizaba, el escaso vello de los tonsurados.

El Cardenal Niño de Guevara, a la sazón Inquisidor General, estaba enfrentado al dominico Jaime de Bleda, partidario este último de hacer una limpieza general. Pero bajo la capa de esmalte del dictado teológico, el negro futuro del quebranto económico cabalgaba sin piedad. La solución era, o decisiones radicales, o una visión práctica del escenario.

Según se iban desarrollando los diferentes borradores en torno al Decreto de Expulsión de los moriscos, la figura real se agrandaba por el peso de la decisión última de la cual eran responsables sus espaldas. Felipe III y Margarita de Austria tuvieron una importancia determinante en la expulsión de los moriscos. Una excepción de tal magnitud, ante tan pertinaz desobediencia, podía presentar una oportunidad como precedente que desencadenara un efecto dominó entre los pobladores de los vastos reinos imperiales. Vamos, que aquello de 'a Dios rogando y con el mazo dando', estaba más vigente que nunca.

placeholder Cardenal Niño de Guevara (Wikimedia)
Cardenal Niño de Guevara (Wikimedia)

Lo cierto es que el uniforme y excluyente monopolio católico no toleraba moriscos, protestantes de cualquier laya, judíos, pensadores erasmistas o sujetos con tendencia al pataleo, no fuera a ser que tanto pensamiento tan dispar desdibujara la receta original.

En la primavera de 1609, un 4 de abril, la decisión fue tomada en base a criterios donde la seguridad del Estado primaba por encima de cualquier otra consideración. Puesto en alerta el ejército, los puertos de Alicante, Vinaroz, Gandía, Cartagena, entre otros, fueron asimilando aquella penosa multitud que rondaba los 125.000 expulsados en los primeros momentos. Naos, cocas, carabelas, galeras, transportaban a aquellos recalcitrantes desgraciados a un destino en el que serían recibidos como traidores, y el islam no perdona esta desafección.

Miles de niños menores de siete años quedaron en tierra, pues su inocencia no los hacía acreedores de la “limpia” organizada por la Corona. Según cálculos medios ponderados, alrededor de 300.000 moriscos, tuvieron que ir a Francia, Argelia, Italia, o la Republica de Salé próxima a la actual Rabat, en el noroeste de Marruecos. Aquel éxodo generaría una catástrofe (por otro lado, previsible y anunciada) en el agro valenciano, andaluz y extremeño principalmente. Durante años no se recuperarían estos lares.

Foto: La batalla de Acentejo por Gumersindo Robayna.

Es probable, que la dureza de la resistencia en la anterior campaña de las Alpujarras obrara en el inconsciente colectivo de los agentes de gobierno de aquel momento.

Quizás hubo quien, por la irracionalidad y visceralidad de sus decisiones, se alegrara de la desgracia de aquellos condenados, pero con independencia de criterios estratégicos, religiosos o políticos; una compasión prudente o sencillamente, una visión práctica meditada, siempre serán virtudes a tener en cuenta.

“Se dice que no hay religión suficiente para que las personas se amen entre sí, pero si para que se odien”.

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