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El escocés que quiso acabar con Franco en el Bernabéu: “El plan pudo haber funcionado”
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VIDA Y MILAGROS DE STUART CHRISTIE

El escocés que quiso acabar con Franco en el Bernabéu: “El plan pudo haber funcionado”

55 años después de aquel verano, el anarquista rememora su plan para poner fin al franquismo y anuncia que es posible que pronto su vida sea llevada a la gran pantalla

Foto: Ficha policial de Stuart Christie de 1964.
Ficha policial de Stuart Christie de 1964.

“Cuando la leyenda se convierte en hecho, se publica la leyenda”, respondía el periodista al senador Ransom Stoddard en 'El hombre que mató a Liberty Valance' para justificar por qué no pensaba publicar la verdad, que él no había disparado al bandido. Me dan ganas de contestar lo mismo al anarquista escocés Stuart Christie, que a sus 73 años niega uno de los grandes mitos que rodean su periplo español. No es verdad que cuando fue detenido por la Brigada Político Social el 11 de agosto de 1964 llevase puesto un kilt, la célebre falda escocesa, como aseguró la prensa, que lo consideró, por extensión, “un travesti”. No, tan solo era escocés.

“Aunque es un buen bulo, no es verdad que la llevase, ni en ese momento ni en ninguno de mis viajes”, explica 55 años después con un punto de sorna. “Mi kilt estaba plegado, cuidadosamente, bajo la solapa de mi Bergen”. Aun sin falda, ¿qué pensarían los contados transeúntes que, a la hora de la siesta de una proverbial sobremesa estival madrileña, vieron en el cruce de las calle Cedaceros y la carrera de San Jerónimo cómo los agentes de la autoridad franquista esposaban a un chaval extranjero de 18 años con un 'look' entre el situacionismo y los Monks?

El atentado debía producirse en el 'parking' del Bernabéu, probablemente por su potencial propagandístico

Probablemente no podían imaginarse que Christie formaba parte de un complot organizado por Defensa Interior, el grupo armado antifranquista y anarcosindicalista vinculado a la CNT y la FIJL (Federación Ibérica de Juventudes Libertarias) que tenía como objetivo acabar con el dictador en el Santiago Bernabéu. “El intento de asesinato originalmente debía ser llevado a cabo por Fernando Carballo en algún lugar del Bernabéu durante la final de la Copa, posiblemente en el aparcamiento, pero solo lo descubrí cuando él mismo me lo contó en el patio de la séptima galería de Carabanchel”.

Se refiere a la final de la Copa del Generalísimo en la que el Zaragoza venció al Atlético con goles de Lapetra y Villa el 5 de julio. Un mes antes de la llegada de Christie a España con los explosivos que permitirían activar el plan, que al final concluiría con el escocés encarcelado en Carabanchel durante tres años. "No tengo muy claro por qué no se llevó a cabo en ese momento", explica ahora. Él era, recuerda, un mero enlace y correo. “El lugar probablemente fue elegido por su valor propagandístico durante un evento de esa magnitud”.

placeholder Franco entrega la Copa del Generalísimo tras la final de 1948 en el Santiago Bernabéu. (Cordon Press)
Franco entrega la Copa del Generalísimo tras la final de 1948 en el Santiago Bernabéu. (Cordon Press)

¿Hubo alguna posibilidad de que ese pequeño grupo de anarcosindicalistas hubiese puesto punto y final a la vida del dictador 11 años antes de su muerte natural? “El plan podría haber funcionado si Defensa Interior y la FIJL no hubiesen estado infiltradas por la Brigada Político-Social”, contesta el escocés, que emplea su jubilación en gestionar Christie Books, una editorial anarquista en la que ha publicado, entre otras, sus memorias, traducidas por Temas de Hoy hace casi 15 años. Y ofrece una pequeña exclusiva: hay negociaciones para adaptar su vida a la gran pantalla a partir de un guion de un periodista de 'The Guardian' y Ronan Bennett, el novelista norirlandés que escribió 'Face', de Antonia Bird, o 'Enemigos públicos', de Michael Mann.

Anarquía en UK, anarquía en la Puerta del Sol

Pero volvamos a 1964. “Era joven, un 'inmortal' (como el Zorro o Supermán) y me parecía lo correcto”, rememora en sus memorias, a las que el entrevistado apunta cortésmente cuando considera que ya ha contado demasiadas veces lo mismo. “Muchos habrían descrito mi acción como inútil, obstinada o quijotesca. Pensaba que conocía los riesgos personales, pero tengo que confesar que no tuve en cuenta las consecuencias imprevistas, la posibilidad de víctimas inocentes o que se desencadenase una represión aún más horrible hacia los españoles. Sentí que tenía una obligación moral de intervenir por las víctimas pasadas, presentes y futuras del franquismo, el último de los regímenes del Eje”.

Atravesó la frontera en agosto, con los explosivos adheridos a su cuerpo debajo de un jersey. El calor provocó que el pegamento se desprendiera

Christie no tituló su libro de memorias 'Mi abuela me hizo anarquista' por nada. “Su ejemplo y sabiduría, que me proporcionaron un claro mapa moral y me inculcaron un código ético imposible de borrar —una especie de calvinismo secular—, que me condujeron, directa e inexorablemente, a través de la ciénaga política y ética hacia el anarquismo, para mí, la única ideología que aspiraba a la justicia social sin el dominio social, político o económico sobre los otros”. Algunos de sus vecinos escoceses habían luchado con las Brigadas Internacionales o con los anarquistas durante la Guerra Civil española, y Christie escuchaba sus historias fascinado.

Fue su influencia, entre otras cosas, lo que le condujo primero a Londres, donde entró en contacto con anarquistas españoles, más tarde a París y finalmente a Toulouse el 6 de agosto de 1964, donde se encontró con Octavio Alberola, el coordinador de Defensa Interior, que le contó un plan, todo sea dicho, algo naíf. Cogería los explosivos, cruzaría la frontera, acudiría a la delegación de American Express de la carrera de San Jerónimo, donde recogería una carta con instrucciones, y en la plaza de Moncloa el contacto lo identificaría por un pañuelo en la mano. El santo y seña sería el siguiente:

—¿Qué tal?

—Me duele la mano.

placeholder A los 72 años. (Fotografía proporcionada por Stuart Christie)
A los 72 años. (Fotografía proporcionada por Stuart Christie)

Nunca hubo lugar para la conversación. El viaje del joven Christie fue accidentado desde que salió de Toulouse, especialmente a la hora de cruzar la frontera española. Lo hizo en pleno agosto, con los explosivos pegados a su cuerpo bajo un jersey tejido por su abuela. Era una época en que la estética hípster aún no se llevaba a este lado de los Pirineos y en la que tampoco se había inventado la cinta a prueba de sudor, así que lo pasó un poco mal en Le Pérthus hasta que el guardia certificó su pase en la frontera. Le mintió un poco, claro. Cuando le preguntó por qué venía a España, respondió con un simple “¡turista!”.

Christie llegó a Madrid haciendo autoestop. Era más seguro y le permitía ver ese país en el que tanto había pensado. Aterrizó, concretamente, en Vallecas (“el equivalente madrileño a Castlemilk o Drumchapel en Glasgow”), que eligió porque “si alguien me seguía, me daría cuenta rápidamente en las calles vacías”. El recorrido por las calles de Madrid fue breve. Desde Vallecas, cogió un taxi, que le dejó en la Puerta del Sol. Compró en un estanco un plano de la ciudad, un paquete de Celtas y una caja de cerillas.

Era la hora de la siesta y la mayoría de los madrileños estaban de vacaciones, comiendo o dormidos

Con la idea de refrescarse, comer algo y soltar el petate, se metió en el cafetería Rolando, en la calle del Correo, donde cometió al menos dos errores. Uno, ignorar que era el lugar donde se juntaban los secretas de la político-social, cuya sede estaba justo enfrente, en el Ministerio de Gobernación. Otro, llegar a Madrid y acompañar el bocadillo con una cerveza ¡con limón! 10 años más tarde, una bomba de ETA en la cafetería mataría a 13 personas. Tras observar fascinado a los curas, las monjas y las bellas españolas, emprendió camino hacia su primer objetivo, la sede de American Express, con los explosivos encima.

“Era la hora de la siesta y la mayoría de los madrileños estaban de vacaciones, comiendo o dormidos”, recuerda. El inclemente sol de la sobremesa no hacía presagiar nada bueno, especialmente tras avistar a tres tipos con gafas de sol que murmuraban entre ellos a la entrada de la oficina. “Tienen que ser policías”, recuerda Christie que pensó, antes de sacudirse sus pensamientos diciéndose a sí mismo que estaba paranoico. Una vez dentro, presentó su pasaporte, preguntó por su carta y vio, por el rabillo del ojo, a otros dos policías. “Me acababa de meter en una trampa”.

placeholder Imagen de 2010 de Casa Cordero, donde se encontraba la cafetería Rolando. (CC/Tamorlan)
Imagen de 2010 de Casa Cordero, donde se encontraba la cafetería Rolando. (CC/Tamorlan)

La suerte de Christie, y con ella la de otro posible atentado contra Franco, estaba vista para sentencia: ya solo le quedaba saber cuándo y cómo se produciría el arresto. Christie salió de la oficina con el corazón a mil y emprendió camino de nuevo hacia la Puerta del Sol, subiendo la carrera de San Jerónimo, consciente de que le seguían. “Me paré a mirar en todos los escaparates”, recuerda, “pero lo que estaba haciendo era mirar en el reflejo para medir la distancia que nos separaba”. Unos 20 metros.

Un taxi se paró a su lado y le invitó a entrar. Obviamente, otro poli. Pasó de largo y llegó a Cedaceros. “Cuando me preparaba para internarme entre la gente, me agarraron por ambos brazos, me quitaron el anorak, empujaron mi cara contra el muro y sentí una pistola en la espalda. Intenté darme la vuelta pero me esposaron”. La siguiente parada, la Dirección General de Seguridad. Probablemente, el último lugar del mundo donde querría estar alguien que había conspirado para matar a Franco.

De terrorista a causa internacional

Christie contaba con un factor a su favor del que no gozaban otros compañeros de armas: era ciudadano británico en un momento en que la comunidad internacional se fijaba más que nunca en la brutalidad del régimen, que justo un año antes había ejecutado a Joaquín Delgado y Francisco Granados por garrote vil en la prisión de Carabanchel. La misma prisión donde daría con sus huesos el escocés, los dos hombres cuya ejecución le empujó a tomar cartas en el asunto.

placeholder El interior de la cárcel de Carabanchel, antes de su derribo. (Alexander Stübner/CC)
El interior de la cárcel de Carabanchel, antes de su derribo. (Alexander Stübner/CC)

Por ello, no sufrió ninguna tortura. “Me quedé en custodia durante tres días antes de que me llevasen a los infames sótanos bajo la jurisdicción de la Jefatura Superior de Policía de Madrid”, recordaba hace unos días, justo la noche en que se cumplían 55 años desde su arresto. “Al ser un ciudadano británico que acababa de cumplir 18 años, y con la sensibilidad del régimen hacia la prensa negativa y el impacto diplomático que mi juicio habría podido tener tras el clamor internacional tras los asesinatos judiciales de Joaquín Grimau, Delgado y Granados, mi tratamiento fue relativamente clemente”.

Apenas unos empujones, unas bofetadas y unos tirones de pelo. Mucho peor le fue a su compañero Fernando Carballo, detenido el mismo día en la calle Princesa, como Christie vio con sus propios ojos: “Fui forzado a mirar por un espejo”, recuerda. “Golpearon con una pistola sus muñecas mientras estaba atado a una silla y se le sometió a interminables puñetazos en el hígado. Sus muñecas y barriga seguían amoratadas dos semanas después en el patio de la prisión de Carabanchel, cuando nos soltaron del confinamiento solitario”. Ambos fueron condenados en consejo de guerra a garrote vil, una sentencia conmutada por 20 años de cárcel por posesión de explosivos.

En la cárcel de Carabanchel aprendí español, conocí a gente interesante, algunos malos, pero la mayoría buena gente

Christie pasó tres años entre rejas en la célebre prisión, que fue derribada hace ya más de una década. Cuando se le pregunta hoy por esa época, el activista afirma guardar buenos recuerdos, filtrados, eso sí, por una ironía inequívocamente 'british'. “Aprendí español, había buena camaradería, conocí a gente interesante, algunos malos, la mayoría buena gente”, narra. “En lo que a mí respecta, fue mejor que ir a la universidad”.

Mientras tanto, intelectuales europeos como Jean Paul Sartre o Bertrand Russell hacían campaña para liberar a Christie, algo que ocurriría el 21 de septiembre de 1967. “El motivo para mi perdón fue una maniobra de relaciones públicas por parte del régimen de Franco durante las negociaciones sobre Gibraltar y la entrada de España en la Comunidad Económica Europea”, reconoce. “Lo vieron como una posible buena publicidad, pero creo que les salió el tiro por la culata, ya que atrajo la atención al hecho de que las prisiones de Franco estaban llenas de presos políticos”. La Justicia, esta vez la inglesa, le perseguiría en 1971, acusándolo de pertenecer al grupo de guerrilla urbana anarco-comunista Angry Brigade, cargos de los que fue absuelto.

Quizá Christie nunca pudo dar el paso definitivo para convertirse en terrorista, pero aún a día de hoy sigue fiel al anarquismo. Entre las obras que ha editado en distintas editoriales fundadas por él mismo (como Cienfuegos Press), es manifiesto su interés por ese país cuya historia pudo cambiar para siempre, con trabajos sobre la historia de la Federación Anarquista Ibérica ('We, the Anarchists! A Study of the Iberian Anarchist Federation') o 'Anarquismo y lucha de clases'.

Solo quedan dos preguntas posibles. ¿Hasta qué punto contribuyó a acabar con el franquismo, aunque el plan fracasase? “¿Terminar con el franquismo?”, responde. “No directamente, pero mi arresto y el interés constante de la prensa aseguraron un ojo crítico constante sobre el régimen”.

¿Volvería a hacer lo mismo si las circunstancias lo exigiesen? “¡Es imposible responder a esa pregunta, sabiendo que no puedo dejar de saber lo que ya sé!”.

“Cuando la leyenda se convierte en hecho, se publica la leyenda”, respondía el periodista al senador Ransom Stoddard en 'El hombre que mató a Liberty Valance' para justificar por qué no pensaba publicar la verdad, que él no había disparado al bandido. Me dan ganas de contestar lo mismo al anarquista escocés Stuart Christie, que a sus 73 años niega uno de los grandes mitos que rodean su periplo español. No es verdad que cuando fue detenido por la Brigada Político Social el 11 de agosto de 1964 llevase puesto un kilt, la célebre falda escocesa, como aseguró la prensa, que lo consideró, por extensión, “un travesti”. No, tan solo era escocés.

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