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La orden que nunca llegó y la gesta de un héroe, el capitán José Escribano
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el primer nacionalista del siglo xx

La orden que nunca llegó y la gesta de un héroe, el capitán José Escribano

Admirado por su tropa, sufrió catastróficas decisiones ajenas y pasó a la historia por verse inmiscuido en un combate de épicas proporciones

Foto: El general Manuel Silvestre. (CC)
El general Manuel Silvestre. (CC)

Caído en los primeros momentos del alba en un combate de épicas proporciones tras dormir con su unidad a la intemperie, comprimido todo el destacamento dentro de un endeble blocao de fortuna, exhaustos, sin más hidratación que la que les proporcionaban las partes húmedas de las piedras circundantes y la pulpa y raíces de las chumberas que hacían las veces de parapeto, un centenar escaso de espectros con hambre atrasada, demacrados, famélicos, y sin descanso alguno durante la semana que durarían los combates se lanzaron colina abajo en una carga que ha pasado a la historia militar por el radical arrojo de los inmolados. Sabían que iban en pos de una muerte segura, pero a la postre, digna.

En un contexto bélico, una orden de ataque a la bayoneta tiene casi ribetes místicos, sobre todo, cuando se es consciente de que no hay ninguna opción de salir vivo. No se espera a la muerte, al revés, se enfrenta con determinación e iniciativa. El cuerpo humano sufre una mutación extrema y la invasión en sangre de cortisol y adrenalina es brutal. A través de un estado de trance se accede a una forma de realidad colapsada. Todo el individuo entra en el Averno por la puerta grande para ser devorado sin miramientos.

Fue un hombre anticolonialista furibundo, con cargos en la administración española, amante del progreso y de elevada cultura académica

Aquellos hombres, la noche anterior, se habían despedido integrados como una piña en un abrazo fraternal, mientras su capitán, en una sentida arenga, les conminaba a aceptar su destino. Nada esperaban. No llegaba noticia alguna y aquello era francamente demoledor. Mientras el operador del heliógrafo de la posición intentaba contactar desesperadamente con el puesto más cercano, alrededor, en toda la zona, se estaba produciendo una masacre de proporciones alarmantes y no cabía esperar ayuda alguna. Infestado todo el área por las tribus dirigidas por el jefe rifeño alzado contra España, el llamado Abd el-Krim, las instrucciones del jerarca kabileño eran claras, no se hacían prisioneros.

La llamada posición intermedia A, un eufemismo rimbombante para definir una docena de sacos terreros, una ametralladora con el cañón fundido, unos Mauser sin munición, donde el agua brillaba por su ausencia y los soldados se peleaban por capturar a las prevenidas lagartijas (las condiciones de habitabilidad resultaban infernales y de dudosa resistencia ante un enemigo motivado), era en realidad una tumba colectiva a falta de relleno. Y este llegaría por un terrible error cometido por el departamento de comunicaciones del ejército en Melilla.

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El telegrafista encargado de ordenar la retirada, quizás agotado –llevaba 48 horas sin dormir–, quizás falto de información por la confusión reinante, no había cursado la preceptiva orden a través de los heliógrafos y en consecuencia, el centenar de soldados que la defendían fueron condenados al aniquilamiento total. El capitán José Escribano Aguado era consciente de ello y se volcó en mentalizar a sus hombres sobre la terrible última verdad.

Los solados se mataban

En aquel tiempo, entre las hordas de Abd el-Krim era práctica frecuente desollar vivos a los prisioneros y luego quemarlos todavía conscientes. La castración era el primer paso; luego, las partes acababan formando una imagen estentórea dentro de la boca del finado. Según el informe Picasso elaborado tras la más grande tragedia sufrida por un ejército colonial en África –con la salvedad de las tropas italianas en las guerras de Abisinia–, muchos de los soldados en una especie de ritual suicida delegado se mataban entre sí de mutuo acuerdo antes que rendirse. Las catastróficas decisiones del General Silvestre, que en un acto de lucidez que le honra acabaría suicidándose, se llevaron por delante la vida de más de 13.500 hijos de España en un abrir y cerrar de ojos.

De la mano del general Manuel Fernández Silvestre, España cabalgaba sobre una ola en la que victorias iniciales presagiaban medallas y prestigio sin fin

En el blocao que defendía el capitán José Escribano Aguado, en las fronteras del fin del mundo, todavía, hacia las cuatro de la madrugada, la noche era clara. Una potente luna iluminaba generosa aquella fortificación hecha con premura a base de sacos terreros. Había una atmósfera espectral en medio de un silencio aplastante. Todos intuían la proximidad del final y algunos musitaban plegarias en voz baja. En algún lugar de la escarpada ladera de la posición, una pareja de grillos se cortejaban alegremente ajenos al horror desencadenado por los humanos.

De la mano del general Manuel Fernández Silvestre, España cabalgaba sobre una hipnótica ola donde el viento de la inercia y las fáciles victorias iniciales presagiaban medallas y prestigio sin fin. Desde Melilla hacia el oeste, todo salía a pedir de boca, pero la realidad era otra bien distinta.

En esencia, todo aquello era un burdo espejismo, pues esa especie de blitzkrieg adolecía de una logística compensada, por decirlo de una manera educada. Las líneas de suministros estaban exageradamente elongadas y las posiciones defensivas eran poco más que improvisadas.

El primer nacionalista del siglo XX

El probablemente primer nacionalista del siglo XX, anticolonialista furibundo, con cargos en la administración española, amante del progreso, hombre de elevada cultura académica y autodidacta a la par, el llamado Abd el-Krim, había sublevado a las harkas rifeñas decepcionado por la saturación de promesas incumplidas por parte del general Silvestre. Una cifra que podría acercarse a los 50.000 hombres, nativos conocedores del terreno, bien armados –curiosamente provisionados en el mercado negro de armas español–, estaban decididos a borrar de la faz de la tierra al invasor, más allá de que este hubiera accedido al control del Rif por tratados internacionales.

placeholder El general Silvestre con el coronel Manella en Segangan.
El general Silvestre con el coronel Manella en Segangan.

Sin opciones de retirada, ante este cúmulo de despropósitos, el capitán Escribano daría aquella orden extrema y la tropa, que sentía admiración por él, le seguiría en aquella decisión última hacia la gloria como un todo sin fisuras. Una hora después no quedaría un solo hombre en pie, con la excepción de un desertor (Antonio Tavira) que contribuiría a tumbar en el posterior juicio de contradicción en Melilla, la propuesta para la adjudicación de la Laureada para este enorme con cuyo cuerpo, a día de hoy, no se ha dado. Pero en esta nación de amnésicos, me consta que hay gentes que guardan su memoria con cariño.

Tras el desastre de Annual vendría la terrible venganza. Aviones Breguet sembrarían de gas mostaza el Rif, la legión y los regulares actuarían expeditivamente y las matanzas indiscriminadas sobre todos los que eran capturados en edad militar serían la respuesta natural en una orgía de sangre solo comparable a la que había sido aplicada a los caídos propios unos meses antes.

En el confín de la extensa llanura de Metalza, en algún lugar perdido del Rif, el destacamento olvidado del capitán José Escribano Aguado daría testimonio de grandeza al encarar el postrer momento con la entereza de la que solo son capaces los héroes. La suya sería la última bandera que ondearía en aquel infernal lugar.

In memoriam.

Caído en los primeros momentos del alba en un combate de épicas proporciones tras dormir con su unidad a la intemperie, comprimido todo el destacamento dentro de un endeble blocao de fortuna, exhaustos, sin más hidratación que la que les proporcionaban las partes húmedas de las piedras circundantes y la pulpa y raíces de las chumberas que hacían las veces de parapeto, un centenar escaso de espectros con hambre atrasada, demacrados, famélicos, y sin descanso alguno durante la semana que durarían los combates se lanzaron colina abajo en una carga que ha pasado a la historia militar por el radical arrojo de los inmolados. Sabían que iban en pos de una muerte segura, pero a la postre, digna.

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