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El último héroe de Francia
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ARISTÓCRATA, HÉROE DE GUERRA Y ESPÍA

El último héroe de Francia

"Los hombres se jactan de sus grandes acciones, pero muchas veces no son el resultado de un gran designio, sino puro efecto del azar". El autor

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El último héroe de Francia

"Los hombres se jactan de sus grandes acciones, pero muchas veces no son el resultado de un gran designio, sino puro efecto del azar". El autor de esta máxima tan tajante, el célebre pensador del siglo XVII François de la Rochefoucauld, seguramente la habría edulcorado un poco si hubiese sabido que un miembro de su misma estirpe emprendería también "grandes acciones" en el agitado siglo XX, consiguiendo con ello reeditar el honor del nombre familiar, ya algo erosionado por los siglos. 

Robert de La Rochefoucauld, que murió en Paris el mes pasado a los 89 años de edad, rubricó su paso por el mundo con una apasionante vida de aventuras y se convirtió, como su predecesor, en un héroe nacional francés. Ejerció de espía, dinamitó fábricas, conoció a Hitler en persona y hasta huyó de las cárceles nazis disfrazado de monja. Murió en París el mes pasado, rodeado por su familia y ante la conmoción de una República consciente de que, con La Rochefoucauld, ha perdido a uno de sus últimos grandes héroes.

Un aristócrata en la milicia

Robert Jean-Marie de La Rochefoucauld nació en septiembre de 1923 a orillas del Sena. Fue uno de los 10 vástagos de los condes de La Rochefoucauld, que por entonces vivían en una decadente mansión en la Avenue de la Bourdonnais y obraban, se cuenta en las crónicas, como si el tiempo se hubiera detenido en el siglo XVII. La madre de Robert, por suerte, descendía de los Maillé, que habían demostrado tener un sentido más desarrollado para adaptarse a los tiempos. Fue a través de ella que la familia heredó sus grandes intereses económicos en la industria del ferrocarril.

El propio Robert confesó en varias ocasiones que el día más determinante de su vida fue aquel en que conoció al Führer en 1938, cuando tenía 15 años. Estaba internado en Austria, en un colegio de niños pudientes, y los profesores les habían llevado al Berchtesgaden, cerca del retiro de Hitler en los Alpes bávaros –donde se erigió, años después, el terrible Kehlsteinhaus o Nido del Águila–. Adolf Hitler paró su comitiva para saludar a los niños y pellizcó en la mejilla a Robert, que lo admiraba profundamente. En aquella época, el canciller del Tercer Reich era aún visto por muchos como la gran promesa política de Europa.

Pero "cuanto más se ama a un amante, más cerca se está de odiarle", como dijo el primer La Rochefoucauld, y la admiración de Robert por Hitler no tardó en convertirse en una encendida animadversión. En junio de 1940, dos años después del encuentro, Francia firmó un armisticio con Alemania y las tropas alemanas entraron directamente en París. Su familia tuvo que esconderse en la Chateau de Villeneuve, al este de la ciudad, y Robert se convirtió en un activo agitador antialemán y contra el gobierno –colaboracionista– de Vichy. Un cartero de correos, conmovido por sus 17 años de edad, le avisó de que depusiera en su activismo y huyera. Acababa de interceptar una carta en la que alguien le denunciaba a los nazis.

Preso en Madrid

La Rochefoucauld se unió a La Resistance en 1942 e intentó integrarse en La Francia Libre, la organización clandestina que el general Charles De Gaulle había creado en Londres. Para ello salió de Francia con el pseudónimo de René Lallier y atravesó los Pirineos por Perpiñán. Él y sus dos acompañantes –dos británicos que fingieron ser franceses, cuyo acento delató al grupo– fueron arrestados inmediatamente y trasladados a prisión como reos peligrosos. Pasaron dos meses en la cárcel hasta que el comandante Eric Piquet-Wicks, de la SOE –Special Operations Executive–, pudo conseguir su custodia legal y su traslado a la embajada británica en Madrid. Impresionado por el coraje de La Rochefoucauld, Piquet-Wicks le ofreció una posición en el SOE, que el joven consultó personalmente con De Gaulle. "Hazlo", fue su respuesta. "Aunque sea aliado con el Diablo, es por Francia".

En RAF Ringway, el centro de operaciones de la Royal Air Force cerca de Manchester, fue donde La Rochefoucauld se convertió en algo parecido –e incluso muy parecido– a un agente secreto, aunque nunca detentó oficialmente esa condición. Aprendió desde paracaidismo hasta tácticas de espionaje, y pronto estuvo a punto para su primera misión. Fue lanzado en paracaídas a Morvan, en Borgoña, junto a dos artificieros de la RAF. Volaron por los aires la estación eléctrica de Avallon, pero también allí fueron denunciados y apresados por los nazis. Después de la preceptiva tortura, fue condenado a muerte.

Robert consiguió escapar, no obstante, durante su traslado en camión a Auxerre. Esquivando balas y perseguidores se perdió por las calles vacías de la ciudad y se dio de bruces, en su huida, con una limusina engalanada con la esvástica cuyo chofer había dejado las llaves puestas. Minutos después pasaba por delante de sus perseguidores en ese mismo vehículo y despistaba a la Gestapo a través de la Route Nationale. Unos amigos de La Resistance lo trasladaron a París, donde se recuperó oculto en casa de sus tíos, y desde donde se trasladó a Calais. Un submarino lo llevó a Gran Bretaña de nuevo.

Pólvora en hogazas de pan

La aventura no acabó ahí. Robert de La Rochefoucauld pasó el resto de la guerra entre Gran Bretaña, Francia y los calabozos nazis en suelo galo. Fue la pieza clave, de hecho, de la llamada operación Sol, que acabó con la voladura con explosivos de una fábrica cerca de Burdeos para preparar el Día D. Se infiltró en ella vestido de obrero e introdujo, durante cuatro días, 40 kilos de explosivos convenientemente escondidos en hogazas de pan. El telegrama enviado desde Londres después de la misión rezaba "Enhorabuena", sin más, pero él no tuvo ocasión de celebrar nada. Fue de nuevo capturado y condenado a muerte, esta vez en una acorazada prisión del siglo XVI. En ella, según confesó más tarde, estuvo a punto de ingerir la pastilla de cianuro que escondía en los zapatos.

Pero escapó de nuevo. En esta ocasión, lo hizo vestido con el uniforme nazi, ocasión que aprovechó para infiltrarse entre los mandos y acabar con  cuantos pudo. De nuevo fue apresado y huyó, fingiendo primero un ataque epiléptico y después, disfrazado de monja. Y acabó una vez más en manos nazis, poco antes de que abandonaran Francia. Fue la única vez en que su ingenio no pudo salvarlo. La Resistance francesa, a través de un grupo local en las Landas, arriesgó la vida de decenas de hombres para salvar la de uno solo. "Tuve lo único que podía necesitar en esta ocasión", escribió La Rochefoucauld años más tarde. "Suerte".

Sus aventuras no acabaron con la ocupación de Francia o siquiera la II Guerra Mundial. Después de participar en la conquista aliada de Berlín ingresó con honores en los servicios secretos franceses. Estuvo en Indochina y Suez en 1956, y vivió entre tanto en Camerún y Venezuela. Francia lo hizo Caballero de la Legión de Honor, lo condecoró con la Cruz de Guerra y le concedió la Medalla de la Resistencia.

Sus últimos años militares, sin embargo, estuvieron envueltos en la polémica, después de respaldar en 1997 la coartada de Maurice Papon, un oficial del Gobierno de Vichy acusado de deportar, durante la ocupación alemana, a 1.600 judíos. Para muchos en Francia, la sola palabra de La Rochefoucauld, que aseguró que Papon militaba entonces en La Resistance, bastaba para eximir de culpa al presunto culpable, pero no para la Justicia. El militar fue declarado culpable, pero había aprendido la lección del maestro; escapó a Suiza con el nombre falso de, precisamente, Robert de La Rochefoucauld. El héroe de Francia, obligado por la amistad, le había cedido su pasaporte para que huyera.

El conde de La Rochefoucauld, uno de los miembros más prominentes de la aristocracia francesa, murió en Paris el pasado mayo dejando una viuda, Bernadette, y cuatro hijos. En declaraciones a la prensa, su primogénito, Jean, se ha dicho mucho más orgulloso del apellido de la familia que de su título nobiliario.

"Los hombres se jactan de sus grandes acciones, pero muchas veces no son el resultado de un gran designio, sino puro efecto del azar". El autor de esta máxima tan tajante, el célebre pensador del siglo XVII François de la Rochefoucauld, seguramente la habría edulcorado un poco si hubiese sabido que un miembro de su misma estirpe emprendería también "grandes acciones" en el agitado siglo XX, consiguiendo con ello reeditar el honor del nombre familiar, ya algo erosionado por los siglos.