Es noticia
Un fotógrafo protector y verdugo
  1. Cultura
EL MUSEO NACIONAL DE ARTE DE CATALUÑA RECOGE LA OBRA DE JOSÉ ORTIZ ECHAGÜE EN ÁFRICA

Un fotógrafo protector y verdugo

Cuenta el desternillante Nigel Barley en El antropólogo inocente (Anagrama) cómo en una convención se quedó a solas con otros dos colegas antropólogos y que él

Cuenta el desternillante Nigel Barley en El antropólogo inocente (Anagrama) cómo en una convención se quedó a solas con otros dos colegas antropólogos y que él para romper varios minutos de silencio propuso cautelosamente tomar una copa con la esperanza de romper el hielo. Uno de ellos hizo una mueca de repugnancia y desagrado: “¡Na! De eso ya hemos visto bastante en el desierto”. Barley apunta corrosivo que el trabajo de campo te da la gran ventaja de poder pronunciar frases de este tipo, que “con todo merecimiento, les están vedadas a los mortales inferiores”.

José Ortiz Echagüe (Guadalajara, 1886-Madrid, 1980) era uno de esos, de los mortales inferiores, de los que se dejaban sorprender, de los curiosos, de los que estaban dispuestos a cruzarse medio mundo para encontrarse con el otro. Al pionero de la fotografía pictorialista –un intento de evocar el trabajo manual de la pintura- de este país le interesaba conocer al diferente, su rostro, sus costumbres, su paisaje. A simple vista, las capacidades que echaba de menos Barley en el retrato de su denigrada profesión.

Echagüe era en realidad ingeniero y empresario, un fotógrafo amateur que a los doce años se compró una Kodak Box 8x8, y que terminó por convertirse en uno de los grandes nombres de la historia de la fotografía española. De hecho, el futuro Museo Universidad de Navarra, actualmente en construcción y diseñado por Rafael Moneo, albergará su legado de 30.000 negativos y otras tantas miles de copias, que la institución recibió como donación.

Setenta años estuvo el fundador de la “Sociedad de Construcciones Aeronáuticas” (CASA) haciendo fotos de su tierra con un estilo alejado de la nueva objetividad y de los experimentos que llegaban al universo fotográfico. Ortiz Echagüe difundió la imagen de una España arcaica, en la que el granulado de la impresión con pigmento de carbón marchitaba aún más sus visiones y las alejaba de la inmediatez del documento. Aún hoy condiciona la imagen de España, que pudo verse, apreciarse y aplaudirse en 1960, en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York con la exposición Spectacular Spain.

Ahora el Museo Nacional de Arte de Cataluña dedica una exposición -hasta el 21 de julio- de casi 80 fotografías a los inicios de su obra, la dedicada al norte de África, donde desarrolló sus primeros años como navegador de globos aerostáticos. Allí realizó fotografía aérea con fines militares, pero también estableció sus posiciones documentalistas con el tratamiento de los tipos y los trajes que mantendría durante toda su carrera. Sin embargo, nunca terminó de aunar estas fotos en un libro, como sí hizo en otros cuatro dedicados a España y los españoles.

No era fotoperiodismo

Su nieto, Javier Ortiz-Echagüe, es el comisario de esta exposición y reconoce que en Marruecos fue donde produjo la época de experimentación más fecunda de la carrera del fotógrafo y de ella “nació el método de trabajo que aplicaría en las grandes series de temática española que realizó en las décadas siguientes”.

El 12 de septiembre de 1909 llegaba a Melilla Ortiz Echagüe, con 23 años, vinculado por completo a la fotografía, y con orden de servir al ejército desde el globo en los sucesos del Barranco del Lobo. En el norte de África se mantuvo hasta 1915. A pesar de que la aviación ocupó casi todo su tiempo, pudo entregarse en el Rif a la exploración de un tipo de vida ajeno a la modernidad, que aparecía ante sus ojos como incontaminado y en peligro de desaparición. La paradoja del defensor y verdugo, la del fotógrafo que con sus fotos ayudaba al ejército a destruir al pueblo que quería proteger con su cámara. Aquella era una belleza virgen a la que entregó, cuando ponía pies en tierra, para rendirle homenaje fotográfico. No es el primero ni el único fotógrafo conmocionado por este tipo de encuentros antropológicos.

La fotografía más difundida de todas entonces fue la titulada Fantasía, que muestra a unos jinetes árabes en las montañas del Gurugú. Echagüe no apartó a sus personajes de su entorno, mucho menos en las exhibiciones ecuestres de los virtuosos guerreros rifeños. Hizo más vistas similares, en las que aparecen los rifeños a caballo en medio del paisaje, rodeados por la vegetación y con las montañas reducidas al fondo.

Nuestro aviador documentó, no quería sucesos ni acción. La fotografía como el reflejo de una civilización perdida, con sus peinados y sus vestidos, gestos y hábitos. El retrato de Ortiz Echagüe del norte de África es el énfasis de la no noticia. Lo excepcional es limitado en lo fundamental. No hay actualidad en sus imágenes, pero está la esencia del pueblo al que se acercó, tal y como Edward S. Curtis hizo con los indios norteamericanos en los mismos años. También este fotógrafo reconoció querer documentar unos pueblos que pierden rápidamente los rasgos de “su carácter aborigen”, destinados a ser asimilados por la civilización.

Los fotógrafos registraban por encargo un mundo en vías de extinción mientras la aceleraban. De hecho, en el expediente de Ortiz Echagüe figura cómo, en su última estancia en el Rif, a lo largo de 1914, tuvo que pilotar un avión dedicado a bombardear zonas próximas a Tetuán, para ahondar en la contradicción.

Cuenta el desternillante Nigel Barley en El antropólogo inocente (Anagrama) cómo en una convención se quedó a solas con otros dos colegas antropólogos y que él para romper varios minutos de silencio propuso cautelosamente tomar una copa con la esperanza de romper el hielo. Uno de ellos hizo una mueca de repugnancia y desagrado: “¡Na! De eso ya hemos visto bastante en el desierto”. Barley apunta corrosivo que el trabajo de campo te da la gran ventaja de poder pronunciar frases de este tipo, que “con todo merecimiento, les están vedadas a los mortales inferiores”.