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Pequeña historia del cocido
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Pequeña historia del cocido

Nostalgia del invierno. Breviario del cocido. José Esteban. Ahora que empiezan a apretar los calores, cuesta pensar en jalarse un cocido completo, pese a que hay que

Nostalgia del invierno. Breviario del cocido. José Esteban.

 

Ahora que empiezan a apretar los calores, cuesta pensar en jalarse un cocido completo, pese a que hay que estar de acuerdo con José Esteban en que “solamente hay dos clases de cocidos: los buenos y los mejores”. En estas “páginas de erudita, impertinente y hasta malsana curiosidad”, encontramos desde refranes a recetas, pasando por buena parte de la literatura del cocido, que es más extensa de lo que cabría imaginar.

 

Parece que el plato enseña de la cocina española proviene de la adafina, plato sefardí, al que en la Segovia del siglo XV se le añadió el producto de la matanza y se cristianizó. Durante los dos siglos siguientes, “la olla lo fue todo para los españoles”. La olla es el precedente del cocido, más contundente aún, más maternal para las panzas ansiosas. La olla estimuló a nuestros escritores tanto como apagó su hambre, aunque fuera “con algo más vaca que carnero”. Así cantaron sus loas Lope y Quevedo, Cervantes y Vélez de Guevara. Pero también salió de nuestras fronteras, a veces apreciado, a veces no. No sentaba muy bien a Alejandro Dumas, que no podía con los garbanzos, y al parecer Giacomo Casanova le atribuía propiedades afrodisíacas –y luego negarán que todo está en la mente–.

Y la olla parió el cocido que el “sabio doctor Thebussem [Mariano Pardo de Figueroa] consideraba como un símbolo de la unidad española”. Cocidos hay tantos casi como cocineros, aunque se van agrupando por familias y es cierto que el madrileño, como afirma el autor, “ha sabido lograr cierta fórmula representativa”, quizá por el turismo madrileño –y así muchos cocidos regionales adoptaron los tres vuelcos del madrileño, para adaptarse a los gustos de los adinerados visitantes, o bien retornantes–. Como cantabrón que es el firmante, echo de menos el cocido lebaniego, con sus garbanzos finos –ahora de León, más que de Potes–, que es bendición para el estómago que viene de patear montañas. Pero aunque nos tumben los calores, acaba apeteciendo un cocidito, gracias a este también homenaje a los gastrónomos españoles, de panza oronda y sonrisa bonancible, no de franceses chupados con rictus de vinagre.

 Breviario del cocido. Ed. Reino de Goneril. 189 págs. 18 €. Comprar libro.  

Sefarad rediviva. Al final del mar. Gabriel Sofer.

Gabriel Sofer es de esos escritores intrigantes, como Casas Ros, que hacen de su vida un misterio. Que quisiera defender su tesis sobre lógica del infinito bajo el nombre de Doctor Fausto ya indica el tipo particular que es, así como su “tendencia incontrolable a mudarse de casa y a cambiar de nombre cada dos años”. Al final del mar, primer libro que Sofer publica en nuestro país –lo que debe hacernos suponer que ha publicado en algún otro, o bien con otro nombre– es un volumen irregular, con algunas piezas francamente prescindibles, anodinas –Memoria del Inquisidor Guevara, La Esperanza–, y algunas más que correctas.

Entre las mejores podemos citar El incendio de Homero, el intento de un anciano de sobrevivir a un invierno durante la guerra de Yugoslavia, para lo que debe quemar sus libros, hasta que sólo le queda La Ilíada, descubierta por su perro Príamo; El limpiabotas, breve e intenso como una maldición; Una historia infantil, tierna e imaginativa, aunque algo tópica; y Hechos de un hombre, quizá el mejor construido del libro. En él aparece una voz propia, muy influenciada por Borges, y un buen narrador, en el que encontramos particularidades como un raro orgullo sefardí –teñido de revanchismo–. Así, aparecen citados Rafael Cansinos [Assens], Maimónides o Aben Ezra. Un escritor al que merece la pena seguir, siempre y cuando sus cambios de nombre no nos extravíen.

 Al final del mar. Ed. El olivo azul. 128 págs. 15 €. Comprar libro

Nostalgia del invierno. Breviario del cocido. José Esteban.