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Por qué no deberías llevar a tus hijos de vacaciones al extranjero
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Cuando se forjan los recuerdos más felices

Por qué no deberías llevar a tus hijos de vacaciones al extranjero

Queremos darles lo mejor y que vivan aquello que nosotros no pudimos. No obstante, cargar los veranos de los más pequeños de experiencias puede ser un error mayúsculo

Foto: La playa, un lugar íntimamente conectado con nuestros primeros años. (iStock)
La playa, un lugar íntimamente conectado con nuestros primeros años. (iStock)

Echemos la vista al pasado y recordemos por un instante nuestra infancia. Tras el último día de escuela, con las agridulces despedidas de nuestros compañeros de curso, teníamos por delante tres meses eternos, subjetivamente más largos que los veranos que vivimos como adultos. De ellos, nuestros padres disfrutaban de entre dos y cuatro semanas de vacaciones que solían transcurrir en la segunda residencia del pueblo o en la playa. Ahora intenta responder a una pregunta muy sencilla: ¿qué te producen esos recuerdos?

La respuesta será distinta dependiendo de la etapa que rememores. De niños nos bastaba poco para ser felices: tener caminos que explorar con nuestra bicicleta de 'cross', bañarnos en la piscina o enterrarnos bajo la fina arena con el sonido del mar de fondo. De adolescentes, lamentábamos que nuestros padres nos obligaran a viajar con ellos y no nos dieran la libertad de quedarnos solos en la ciudad o vivir otro tipo de vacaciones.

Unos días de vacaciones en un lugar conocido es lo que la mayoría de los niños quiere de verdad

Quedémonos, pues, en esos primeros años y comparemos estos con las experiencias por las que pasan los niños de ahora. Semanas de campamentos urbanos, cursos de idiomas en el extranjero e incluso largos viajes con los progenitores allende las fronteras, con la extraña, estresante y aséptica experiencia que traen consigo los hoteles y los aeropuertos. ¿Son estas las vacaciones que los más pequeños de la casa desean de verdad?

Un sitio al que poder volver

Esta es la pregunta que se ha hecho a sí mismo Oliver James, un popular psicólogo británico conocido por sus colaboraciones en televisión: “La regularidad lo es todo cuando se es niño. Tanto en las vacaciones como en cualquier otro aspecto de la vida”, afirma a ‘The Telegraph’. “Unos días de vacaciones en un lugar conocido es lo que la mayoría de niños realmente quiere”. Lo que Oliver defiende, en definitiva, son aquellas sensaciones que vivimos en la infancia los que hoy hemos alcanzado la tercera y cuarta década de vida: descansar en un lugar al que todos los años podemos retornar, con la seguridad que ofrece el regreso, pero también con esa suave y necesaria ruptura de la rutina anual de la escuela, bajo la agradable calma del calor estival.

Margot Sunderland, directora de educación del Centre for Child Mental Health de Londres, incide en otro artículo del diario ‘The Telegraph’ en cómo se quedan grabadas tales impresiones: “El sistema de juego de un niño se ejercita cada vez que entierras sus pies en la arena, le haces cosquillas en la tumbona de la piscina o le llevas a caballito. Su curiosidad se fortalece cuando salís a explorar juntos un bosque, la playa o un lugar desconocido del pueblo”.

Unas vacaciones familiares son a veces el único punto fijo en sus vidas: un lugar seguro y predecible en un universo que se transforma

Destaca también esta psicóloga que cuanto más se refuerzan tales experiencias, más se interiorizan como parte de la personalidad. Este ambiente rico, distinto del habitual, pero al mismo tiempo controlado, ofrece toda una serie de fuertes vivencias sociales, físicas, cognitivas y sensoriales. Invita Sunderland a meditar sobre tales sensaciones en familia, con paseos por la naturaleza en los que se contempla y acaricia la vegetación que aparece al paso, el olor de la barbacoa en el patio trasero de la casa o los frágiles castillos de arena al borde del mar. Como decía Nietzsche: “Todas las cosas buenas tienen un fondo apacible que yace como los animales sobre la hierba”.

Impresiones que no se pueden asimilar

Cuenta Oliver James la experiencia de haber hecho pasar a sus vástagos por los dos tipos de vacaciones de los que hablamos: “Cuando mis hijos eran pequeños, cada agosto, durante nueve años, viajábamos a Cornualles. Nos sentábamos en la playa estoicamente y decíamos: ‘Bueno, está lloviendo. Pero mira el lado positivo, por lo menos no hay demasiado viento”. Pasado ese tiempo, un verano decidió ir con ellos unas semanas a Francia: “Mis hijos tenían ocho y 11 años. El mayor apenas tenía edad para apreciar la novedad de todo aquello: la manera en la que el queso francés, los mercados callejeros e incluso la crema solar parecen distintos. El pequeño no se sentía ni siquiera impresionado. Al año siguiente, ambos insistieron en volver a Cornualles. Ahora tienen 12 y 15 años, y todavía volvemos allí cada verano”.

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Foto: iStock.

Para James, el placer infantil hasta los 10 años es muy simple. Los pequeños viajeros no están equipados cognitivamente para saber estimar y disfrutar las diferentes experiencias que ofrece desplazarse hasta un lugar remoto. Lo que ellos quieren, por el contrario, “es una playa cálida con apacibles olas y un puesto de helados cerca”. Invita, pues, el psicólogo a reforzar estos hábitos año tras año: “Entre los cinco y 10 años suelen sentirse muy ligados a un lugar, donde pueden estar seguros de lo que les gusta y de lo que no”, e incide en la importancia que tienen las vacaciones en su desarrollo y en su estabilidad: “Estos lugares familiares son los que forjan sus recuerdos más felices”.

Es posible, por tanto, que nos estemos equivocando cuando entendemos los veranos en familia como una oportunidad para estimular a nuestros hijos a descubrir nuevos horizontes: “Existen hoy demasiados vaivenes en las vidas de los niños. Les cambiamos de escuela y de casa y les obligamos a probar demasiadas nuevas experiencias. Unas vacaciones familiares y corrientes son a veces el único punto fijo en la vida de un niño: un lugar seguro y predecible en un universo que se transforma continuamente”.

Echemos la vista al pasado y recordemos por un instante nuestra infancia. Tras el último día de escuela, con las agridulces despedidas de nuestros compañeros de curso, teníamos por delante tres meses eternos, subjetivamente más largos que los veranos que vivimos como adultos. De ellos, nuestros padres disfrutaban de entre dos y cuatro semanas de vacaciones que solían transcurrir en la segunda residencia del pueblo o en la playa. Ahora intenta responder a una pregunta muy sencilla: ¿qué te producen esos recuerdos?

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