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La historia de una inmigrante residente sin tarjeta sanitaria
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TRAS AÑOS VIVIENDO EN ESPAÑA LA CRISIS LES HA CONDENADO

La historia de una inmigrante residente sin tarjeta sanitaria

Margaryta se llevó una sorpresa mayúscula cuando se puso ante el espejo una mañana de esta primavera. La razón de los picores en su cara nada

Foto: La historia de una inmigrante residente sin tarjeta sanitaria
La historia de una inmigrante residente sin tarjeta sanitaria

Margaryta se llevó una sorpresa mayúscula cuando se puso ante el espejo una mañana de esta primavera. La razón de los picores en su cara nada más levantarse era una infección cutánea en la frente y la barbilla que supuraba pus. Y una alergia bajo el ojo izquierdo “que parecía que me habían dado una paliza la noche antes”, cuenta ella misma.

A sus 19 años era la primera vez que le ocurría algo semejante. Pero no sabía todavía que su asombro se iba a tornar en desesperación pocos minutos después, cuando llegó al Centro de Salud de Murcia más próximo a su domicilio de estudiante. Como desplazada, pues su domicilio familiar está en Los Alcázares (Mar Menor), tuvo que esperar un rato a ser atendida por una administrativa.

Hasta ese momento, solo le preocupaba la infección facial. Lleva doce años en España, a donde llegó desde Ucrania con su madre, Svitlana, en la Navidad de 1999 para unirse al padre, Vitaliy, un ingeniero industrial que llevaba ya más dos trabajando de jornalero en el Campo de Cartagena. A Margaryta, que ya lleva más tiempo de su vida en España del que pasó en su localidad ucraniana natal, en el sureste del país, cerca de Donetsk, le aguardaba la segunda y casi peor sorpresa del día. 

Hasta ese momento, como inmigrante legal al igual que sus padres disponía de todos los beneficios del maltrecho estado del bienestar español. Especialmente de la atención sanitaria, aunque por su edad poco uso había hecho de ella. Pero el desempleo galopante en Murcia, superior al 25% de la población activa, también había llegado a su casa. Vitaliy había ido mejorando en la escala social una vez que obtuvo la tarjeta de residencia. De bracero en el campo había pasado a camarero, de ahí a peón en la construcción atraído por los buenos sueldos de la época de la burbuja inmobiliaria y, finalmente, fue vigilante de seguridad en un club de alterne. Nada comparable a su trabajo en Ucrania, donde con su titulación de ingeniero era gerente de una estación de bomberos.

Svitlana siguió un camino paralelo al de su marido, con dos años de diferencia. Embaló limones, trabajó en un supermercado, y limpió casas hasta que en 2005 se quedó embarazada de Denis, el hermano de Margarytta, y fue despedida. No se arredró y montó una tienda de productos rusos y ucranios para la numerosa colonia de esas dos nacionalidades en la costa levantina.

Pero el derrumbe la construcción los sepultó a todos. Vitaliy está en paro desde hace cuatro años. Svitlana tuvo que cerrar su comercio hace dos. Ambos han agotado ya la prestación por desempleo. Solo Margarytta ha podido seguir, hasta ahora, con su actividad. Estudia segundo de grado en Comunicación en la Universidad de Murcia, donde sigue gracias a una beca general de matrícula entera mejorada con 300 euros por buenas calificaciones.

Sin embargo, al depender de la madre, que en diciembre perdió la cobertura sanitaria tras agotar las prestaciones de desempleo, la administrativa de turno en el Centro de Salud le informó a bocajarro, y de no muy buenas maneras, de que no tenía derecho a la asistencia sanitaria. Y tampoco estaba dispuesta a mandarla a urgencias. “¿Para eso de la cara?”, le espetó sin ninguna delicadeza. Tuvo que esperar un día más a que la infección en su cara alcanzara niveles observablemente preocupantes para ser atendida en Urgencias.

Antes de irse a casa a dejar pasar el tiempo para ir a la consulta de urgencia, Margarytta se volvió y se dio de bruces con un cartel de “PRECIOS PÚBLICOS” sellado por el Servicio Murciano de Salud, el mismo que acaba de ser intervenido el jueves por la Consejería de Hacienda murciana debido a sus agujeros económicos. Una consulta con el médico de familia cuesta 88,26 euros si no se dispone de tarjeta sanitaria. Entrar por la puerta de urgencias sube el precio a 110,95 euros. Y el desplazamiento a domicilio de una ambulancia llega a 130,53 euros. Por una simple inyección se ha de pagar 16,32, además de llevar el inyectable, claro.

Con Vitaliy, de 44 años, recibiendo una pensión de subsistencia de 530 euros para todos porque de él depende el hijo menor, Denis, “le pregunto a mi padre qué adelantamos si yo me paso a su tarjeta sanitaria para tener asistencia. Porque tenemos pendientes de pago no sé cuanto dinero de dos hipotecas, una del local del negocio de mi madre y otra de la casa”. Porque, además, la paga de Vitaliy tiene duración de dos años, puesto que es menor de 52 años. “Y entonces, ¿qué haremos?”, se pregunta Margarytta.

Lo que tiene claro es que la reciente declaración de la consejera de Sanidad, María Ángeles Palacios, en la Asamblea Regional de que “la asistencia sanitaria no se le va a negar a ningún ciudadano” no se ajusta a la realidad, al menos a “su” realidad. Y también a la de cientos, quizá miles, de desempleados españoles sin prestación o esta agotada. Ni siquiera está segura Margaryta de que parte de sus problemas se solucionarían si su expediente de petición de nacionalidad saliera adelante. Lo inició hace seis años. Como hicieron sus padres con su hermano Denis nada más nacer. Silencio administrativo. O la callada por respuesta.

Margaryta se llevó una sorpresa mayúscula cuando se puso ante el espejo una mañana de esta primavera. La razón de los picores en su cara nada más levantarse era una infección cutánea en la frente y la barbilla que supuraba pus. Y una alergia bajo el ojo izquierdo “que parecía que me habían dado una paliza la noche antes”, cuenta ella misma.