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El príncipe que no suda

El sórdido caso del duque de York pone en crisis a la familia real británica y enfrenta a las monarquías occidentales ante un dilema de legitimación política y de deontología cívica

Foto: El príncipe Andrés de Inglaterra. (EFE/Andy Rain)
El príncipe Andrés de Inglaterra. (EFE/Andy Rain)

Entre la reina Isabel II y su segundo hijo varón, el príncipe Andrés, existía una relación especial. Su título —duque de York, ostentado por los segundos hijos varones de los monarcas ingleses desde hace siglos— era el de su padre, Jorge, hermano del rey Eduardo VIII que, al abdicar para casarse con la divorciada Wallis Simpson en diciembre de 1936, se convirtió en Jorge VI.

Era tartamudo y tímido, pero asumió la Corona británica con sobriedad y entrega hasta su muerte el 6 de febrero de 1952, apoyado por su mujer, la escocesa Elizabeth Bowes-Lyon, de la que seguramente su hija mayor, Isabel, ha adquirido la resiliencia y fortaleza emocional y física que sigue mostrando a sus casi 96 años que cumplirá el próximo 1 de abril.

De heredar la genética de su progenitora —que falleció en marzo de 2002 con 101 años— Isabel II tiene aún tiempo de contemplar algunos desastres familiares más, aunque, seguramente, no de la envergadura del que protagoniza el tenido por su hijo predilecto.

Si la entonces duquesa de York ofreció pronto síntomas de excentricidad, su marido no le iba a la zaga, aunque de forma silente y taimada

Desde 2019 el príncipe Andrés, duque de York —denominación de la capital del condado más grande de Inglaterra, Yorkshire— se ha convertido en un hombre repudiado por su familia y por buena parte de la sociedad británica. Aunque el hermano del príncipe Carlos, heredero de la Corona, acumuló una favorable notoriedad por su arrojo como piloto de helicóptero en la Guerra de las Malvinas en 1982, con solo 22 años, luego no ha dejado de comportarse como un 'bon vivant'. No se le conoce ni oficio ni beneficio y solo le distinguen sus aficiones militares; se casó —con la renuencia de su madre y el recelo del resto de la familia— con Sara Ferguson en 1986, de la que se separó en 1992 y se divorció en 1996.

Si la entonces duquesa de York ofreció muy pronto síntomas de excentricidad, su marido no le iba a la zaga, aunque de forma silente y taimada. El príncipe vivía holgadamente de la fortuna familiar y de la asignación de la reina, aunque con un dispendio que le obligó a solicitar créditos, uno de ellos para adquirir su casa en Suiza que ahora, al parecer, intenta vender por 16 millones de libras, cantidad que precisa para pagar su defensa en el proceso por los presuntos abusos sexuales a Virginia Guiffre en 2001 siendo la denunciante menor de edad. Y, eventualmente, para alcanzar un acuerdo extrajudicial por importe dinerario que podría resultar astronómico.

En realidad, la reciente decisión del juez Lewis Kaplan por la que desposee de valor absolutorio el acuerdo extrajudicial entre la joven agredida y el depredador sexual Jeffrey Epstein —que se suicidó en prisión en 2019— en virtud del cual la víctima renunciaba a demandar a sus agresores a cambio de medio millón de dólares, sitúa al Duque de York exactamente donde él hizo inevitable que estuviera. Porque en noviembre de 2019 concedió una entrevista a la BBC que se calificó por la prensa y los expertos en comunicación como un "desastre mediático" que en vez de mejorar su posición la empeoró.

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Foto de archivo del príncipe Andrés y la Familia Real británica.

La conversación "a la desesperada" con la periodista Emily Maitlis resultó un auténtico fiasco para el duque de York que, inmediatamente después de ser emitida —con una audiencia solo comparable a la de Diana Spencer en 1995— se retiró de toda actividad representativa. Las respuestas del hijo de la reina no pudieron ser más torpes y más inculpatorias. Afirmó que él tendía a ser "demasiado honorable" porque había renunciado a su amistad con Epstein, una relación, dijo, que "no lamento".

Pero la contestación más sorprendente e inverosímil —calificada de "estúpida" por varios medios británicos— consistió en su afirmación de que la versión de Virginia Giuffre, según la cual tuvo relaciones sexuales con él, "sudoroso" tras haber bailado frenéticamente, no era cierta porque padece una "condición médica peculiar" desde la Guerra de las Malvinas "que me impide sudar", dijo. Sin embargo, ni entonces ni posteriormente el duque ha presentado un diagnóstico médico de anhidrosis que es la enfermedad que provoca la falta de sudoración.

A partir de ese momento, la entrevista naufragó entre preguntas precisas y respuestas incoherentes. De momento, los abogados de la presunta víctima ya han anunciado que reclamarán una prueba médica forense para acreditar la veracidad del padecimiento del príncipe Andrés.

Foto: El príncipe Andrés, el pasado abril. (Reuters/Pool/Chris Jackson)

La reina, presionada por las circunstancias y por la firmeza de su hijo y heredero, el príncipe de Gales, y por su nieto Guillermo, ha atendido la petición de 150 militares veteranos que le han solicitado que retirara al duque de York los honores militares y los patronazgos que corresponden a la Casa Real de los Windsor. Isabel II le comunicó la decisión a su tercer hijo y añadió una reprobación adicional: mantiene, de momento, el título, pero no usará el tratamiento de alteza real, lo que significa —sin explicitud— un apartamiento efectivo de la familia real que se ha convertido para la soberana en una "empresa" inmanejable (se le conoce como La Firma que gestionaría en distintas ingenierías financieras hasta 28.000 millones de dólares según la revista Forbes del pasado mes de marzo). Tampoco pagará los gastos judiciales del duque de York que los asumirá "como un ciudadano privado".

Integrada ahora por 19 miembros, la familia real goza de privilegios económicos y protocolarios, a los que se unen, en menor medida, los que disfruta también la denominada familia de la reina. La situación se le ha ido de las manos a Isabel II después de que hayan sido sus hijos y sus nietos, recientemente el príncipe Harry, los que le han provocado más quebraderos de cabeza.

Los británicos en general y los ingleses en particular reverencian la liturgia monárquica, la estética como ética de la familia real, le permiten sin demasiado reproche su enorme patrimonio y el asueto en el que viven la mayoría de sus miembros. Reconocen, además, que la familia real es un reclamo referencial para su país y que, a través del turismo, las acreditaciones de productos y los patrocinios produce retornos financieros importantes para el Reino Unido.

Si falla la monarquía británica, se tambalean los pilares conceptuales de la forma monárquica de los Estados con democracias liberales

El príncipe Andrés ha roto la entente entre la Corona y la sociedad y es muy posible que tenga que responder de conductas delictivas ante una corte judicial, bien en el Reino Unido, bien en Estados Unidos, en función del fuero de aplicación en la demanda que se va a interponer. Pero el problema creado a la Corona no es, según los medios británicos más expertos en la medición de las crisis reales, fácilmente reparable.

Isabel II quizás no lo haga, pero su sucesor deberá reducir las dimensiones de la familia real —como ha hecho Felipe VI en España—, cuantificar a la baja las cantidades de la lista civil y la atribución de las rentas de la Corona y poner a trabajar a al menos una docena de "holgazanes" que viven a costa de la institución.

placeholder El príncipe Andrés y el príncipe de Gales. (Reuters)
El príncipe Andrés y el príncipe de Gales. (Reuters)

Más allá de la historia sórdida del príncipe Andrés, la crisis de la familia real inglesa tiene un extraordinario alcance en la medida en que las demás monarquías parlamentarias se quieren reflejar en su arraigo popular y en su forma de conducirse. Si falla la monarquía británica, se tambalean los pilares conceptuales de la forma monárquica de los Estados con democracias liberales. La advertencia tiene más de un siglo de antigüedad y fue formulada de manera exacta y magistral por el politólogo Walter Bagehot en su libro 'La Constitución inglesa'. Toda la tesis de este autor con una autoridad intelectual que ha trascendido las décadas es que la monarquía es incompatible con la sordidez y con la exposición procaz. En ambas ha caído el duque de York, quizás poseído por la irritante convicción de que los "royals" son tan distintos que no sudan como el común de los mortales.

La que sudará será Isabel II —con el zafio Boris Johnson organizando fiestas en el 10 de Downing Street en la víspera del funeral de Felipe de Edimburgo— por más que, en feliz expresión de Ignacio Peyró, la de Inglaterra sea "la reina inoxidable" y un "genio político de nuestra época". Y con ella, los y las titulares de las casas reales reinantes en democracias liberales a las que este caso, por acumulación con otros, y no solo en el Reino Unido, pondrá ante graves dilemas de legitimación democrática y de deontología cívica. Sí, van a sudar tinta china.

Entre la reina Isabel II y su segundo hijo varón, el príncipe Andrés, existía una relación especial. Su título —duque de York, ostentado por los segundos hijos varones de los monarcas ingleses desde hace siglos— era el de su padre, Jorge, hermano del rey Eduardo VIII que, al abdicar para casarse con la divorciada Wallis Simpson en diciembre de 1936, se convirtió en Jorge VI.

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