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El icono social argentino que apoya a Macri: "Nadie pide trabajo, sino más planes sociales"
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EN UNA 'VILLA miseria' de buenos aires

El icono social argentino que apoya a Macri: "Nadie pide trabajo, sino más planes sociales"

Las palabras de Barrientos llevan una carga de profundidad. Este icono de la lucha contra la miseria no comulga con quienes llaman a la acción del Estado para acabar con la pobreza

Foto: Un hombre sentado ante su casa en el barrio Villa 15, en Buenos Aires. (Reuters)
Un hombre sentado ante su casa en el barrio Villa 15, en Buenos Aires. (Reuters)

En uno de los barrios más pobres de Buenos Aires se da una situación extraña. Rodeada de crucifijos y flores de plástico, en una vieja cocina, hay una señora morena y encorvada vestida con un delantal. Hasta aquí nada inusual. Pero, si abrimos el foco, veremos que a su alrededor hay cinco treintañeros altos y blancos y vestidos de traje. Sus teléfonos de última generación descansan sobre la mesa, que apenas cabe en esta cocina, y reciben las palabras de la mujer como si fueran pepitas de oro, inclinados hacia delante, magnetizados.

Me acuerdo de cuando murió Perón”, dice ella, Margarita Barrientos, dirigente social argentina y promotora del comedor caritativo de Los Piletones. “Mi madre lo escuchó por la radio y se puso a llorar”, continúa. “Mi hermana y yo no conocíamos aquel nombre, pero entendimos que se trataba de alguien importantísimo, así que nos fuimos corriendo al campo, a buscar a mi padre. Cuando él supo que mamá lloraba por Perón, ¡ay, cómo se enojó!”.

Barrientos, que ha conocido el hambre, les marca el ritmo a esos jóvenes con pinta de tener una carrera y dos másters

Barrientos encadena recuerdos, ideas, instrucciones; lo hace lentamente y en voz baja porque sabe que la van a escuchar, pese al ruido de los electrodomésticos que braman en derredor como un rebaño de búfalos. Ella, que ha conocido el hambre y la calle, y ha sido cartonera y limpiadora en esta “villa miseria”, les marca el ritmo a esos jóvenes con pinta de tener una carrera y dos másters. En esta cocina, el hechizo del clasismo se ha roto.

No es poca cosa. En Buenos Aires, una forma despectiva de referirse a los pobres y a los delincuentes es “cabecitas negras”. ¿Por qué se les llama así?, le pregunté a un argentino. “Porque ninguno es rubio”. Este apelativo racista se puede trazar al éxodo rural de mediados del siglo XX, cuando miles de personas del interior y de los países limítrofes vinieron buscando empleo a la capital. Su aspecto generalmente distinto del porteño de raigambre europea habría generado esta distinción, tan vieja como las propias colonias.

Villa Soldati, donde está Los Piletones, es una de esas barriadas donde la gente humilde lleva décadas hacinándose. Un lugar donde la tasa de mortalidad infantil es el doble que la media capitalina, con poco acceso a luz y agua corriente, sin alcantarillado, y donde las ambulancias se suelen perder entre las callejuelas sin nombre. Cada vez que hay una crisis, su población crece, como si absorbiera a los refugiados de una economía esquizofrénica. Si los poblados chabolistas de Argentina se unieran, formarían una ciudad de 330 kilómetros cuadrados. Una superficie mayor que la de Buenos Aires.

placeholder Nimia Duarte y su hija Estelvina en Villa Fiorito, en las afueras de Buenos Aires. (Reuters)
Nimia Duarte y su hija Estelvina en Villa Fiorito, en las afueras de Buenos Aires. (Reuters)

El reino caritativo de Barrientos empezó aquí, sobre un suelo de tierra, en 1996. Ella y su difunto marido, Isidro Antúnez, comenzaron a dar de comer a cinco niños del barrio, además de a sus doce hijos, con alimentos que les iban donando. El rumor se extendió y el comedor social fue creciendo, sostenido por los donativos, hasta alimentar hoy a unas 2.000 personas diarias. Aparte del “merendero”, Los Piletones ofrece dos guarderías, un hogar de ancianos, una panadería y una bliblioteca gestionados por un ejército de voluntarios.

Pero la dirigente social no quiere seguir dando de comer a los necesitados. “Yo siempre digo que los comedores no tenían que existir”, dice Barrientos a El Confidencial. “Tendría que existir trabajo digno para la gente y que la gente elija lo que quiera comer, y no yo elegir por ellos”. Mientras hablamos, el murmullo festivo de los vecinos, que entran al comedor a buscar un pedazo de tarta, se cuela en la cocina. “Yo a veces me enojo con el Gobierno que se fue [de la peronista Cristina Fernández Kirchner], que nos dejó un país en quiebra, con la gente viviendo de los planes sociales, y eso está tan arraigado que no permite crecer. Nadie pide trabajo, pide los aumentos de los planes sociales”.

"Kichner nos dejó un país en quiebra, con la gente viviendo de los planes sociales, y eso está tan arraigado que no permite crecer. Nadie pide trabajo"

Las palabras de Margarita Barrientos llevan una carga de profundidad. Este icono de la lucha contra la miseria, que se ha convertido en un importante referente público, no comulga con quienes izan la bandera de la justicia social y llaman a la acción del Estado para sacar de la pobreza al 27% de argentinos que todavía viven en ella. No sólo eso; Barrientos apoya al presidente de Argentina, Mauricio Macri, un millonario de ojos celestes cuya agenda política está abierta a los postulados del Gran Satanás de la izquierda: el Fondo Monetario Internacional. Este respaldo ha cogido a muchos por sorpresa, y ha generado inquina y sospechas hacia Barrientos.

“Yo a veces me pongo mal por alguna crítica que me hacen”, explica, “pero conozco a Mauricio desde hace muchos años y siempre hemos tenido esa relación de amistad. Lo apoyé porque no necesita robar para ser rico, porque él ya es rico”, dice del presidente, que dona su sueldo público al comedor de Los Piletones. Durante la conversación de antes con los jóvenes de su fundación, Barrientos también se había referido a Macri: “Sé que no puede dormir por las noches pensando en lo que le ocurre al pueblo”.

placeholder Macri durante una visita a Los Piletones, en Buenos Aires. A su izquierda, Margarita Barrientos. (Reuters)
Macri durante una visita a Los Piletones, en Buenos Aires. A su izquierda, Margarita Barrientos. (Reuters)

Y es mucho lo que le ocurre al pueblo en estos momentos: una inflación galopante que ya ha tocado el 40% este año, el hundimiento del peso argentino y una escalada de medidas monetarias, como los tipos de interés al 60%, que han asfixiado el crédito. Resultado: la mayoría de los hogares han perdido casi la mitad de su poder adquisitivo, hay un hundimiento del consumo, los negocios se ven con el agua al cuello y titilan los despidos. Cada cual señala a su culpable favorito de toda una gama: la especulación financiera, la corrupción, un estado insostenible y la eterna falta de confianza de los inversores, y de los propios argentinos, en su economía.

Con estas opiniones Margarita Barrientos, que celebra cada año una cena benéfica por donde desfilan cantantes, senadores y actores de cine, se ha transformado en una curiosa nota discordante del paisaje argentino. Reconoce que la pobreza ha aumentado en estos últimos meses de dificultades, y añade: “Cada gobierno que ha ido pasando nunca pensó en la pobreza, porque no es hoy que hay pobres. Siempre ha habido pobres”. Luego elabora una lista mental de las carencias básicas que ve todos los días.

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Uno de sus sobrinos me acompaña hasta la parada de autobús en el linde de Villa Soldati. El sol abrasa las pequeñas viviendas a medio hacer y bandas de perros desgreñados circulan buscando restos de comida. “En Los Piletones entendemos lo que significa ser pobre”, dice, y recuerda que, cuando era niño, a veces tenía oportunidad de visitar la casa de un amigo o un familiar con capacidad para darle de comer. Pero estos siempre le preguntaban: ¿has comido? Él, con el estómago vacío, mentía: decía que sí, “por vergüenza”. Margarita, en cambio, ya conocía esa manera de pensar. “Cuando iba a su casa, ella no me preguntaba. Simplemente me servía un plato de comida”.

En uno de los barrios más pobres de Buenos Aires se da una situación extraña. Rodeada de crucifijos y flores de plástico, en una vieja cocina, hay una señora morena y encorvada vestida con un delantal. Hasta aquí nada inusual. Pero, si abrimos el foco, veremos que a su alrededor hay cinco treintañeros altos y blancos y vestidos de traje. Sus teléfonos de última generación descansan sobre la mesa, que apenas cabe en esta cocina, y reciben las palabras de la mujer como si fueran pepitas de oro, inclinados hacia delante, magnetizados.

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