Trump vive, el Trumpismo sigue: estos fueron sus orígenes y así será su futuro
Un movimiento populista con raíces en la preocupación por la globalización y el distanciamiento de las élites ha culminado en el asalto al Capitolio. ¿Qué pueden rescatar los conservadores de entre los escombros?
Al principio de la campaña presidencial de 2016, Chris Christie, entonces gobernador de Nueva Jersey, sintió que el Partido Republicano anhelaba una voz populista -una figura política que supiese cómo hablar sin rodeos para las crecientes filas de votantes de la clase obrera del Partido Republicano-. Así que se dispuso a ser esa persona: un hombre sensato de fuera de Washington que hablaba sobre los problemas económicos de un trabajador de la construcción de 45 años prototípico, sobre la necesidad de utilizar las instituciones de forma agresiva para acabar con la crisis de los opioides en el sector trabajador de EEUU, sobre las virtudes de la ley y el orden, y sobre la necesidad de “acabar con las chorradas de Washington”.
Christie tenía parte de razón. El partido estaba preparado para pasar de las fórmulas conservadoras tradicionales a un mensaje populista -e incluso volverse hacia alguien que resultaba un poco intimidante al transmitirlo-. Su error fue que el mayor matón con el megáfono más alto resultó ser otra persona: Donald J. Trump. Trump ganó la candidatura y la Casa Blanca con un mensaje populista y nacionalista y, en consecuencia, ha protagonizado una presidencia agitada. Dicha presidencia voló por los aires en la práctica el 6 de enero, cuando Trump envió a un grupo de sus seguidores al Capitolio a interrumpir el traspaso de poder constitucional a su sucesor electo. Ese se transformó en una horda que saqueó la sede de la democracia norteamericana e intentó dar caza a sus líderes electos.
Ahora, los Republicanos, y el país en su conjunto, se han quedado sopesando qué salió mal -y si se podría haber evitado un final tan desagradable y violento-. Christie, que pasó de ser rival de Trump a ser su asesor informal, cree que sabe cómo se torcieron las cosas. “Una de las mayores preocupaciones que he tenido durante todo el mandato de Trump -y de la que he hablado con él directamente- es que su comportamiento ha nublado su mensaje y sus logros”, afirma. “Y peor que nublarlos, con el tiempo los ha desacreditado”.
En pocas palabras, el problema ha sido la incapacidad -o quizá fracaso- del Partido Republicano para separar el trumpismo de Trump. A los ojos de John Kasich, exgobernador de Ohio que también fue elegido en 2016, el partido escogió el ‘populismo negativo’ con Trump, que buscaba chivos expiatorios y se autodefinía en función de lo que estaba en contra, en lugar de un ‘populismo positivo’, definido por lo que defendía.
Finalmente, un movimiento nacido de las preocupaciones legítimas de muchos estadounidenses sobre el impacto de la globalización y el sentimiento de alienación de la élite política, cultural y financiera del país fue superado por la necesidad de Trump de conseguir enemigos y reivindicaciones -y el vínculo que eligió forjar con aquellos en los confines de la sociedad que compartían esa tendencia-. La culminación fue una marcha sobre el Capitolio en la que seguidores convencionales de Trump fueron eclipsados por aquellos que lanzaron extintores a policías y un hombre que llevaba una sudadera de ‘Auschwitz’.
Ahora, la pregunta es si figuras más tradicionales -Christie y Kasich, por ejemplo, o el líder republicano del Senado Mitch McConnell- podrán recomponer los escombros y sacar adelante una versión más convencional del mensaje.
Cuando se analiza el arco del trumpismo, es importante recordar que no surgió de la nada, de la noche a la mañana. Fue el resultado de fuerzas que se estaban forjando dentro del Partido Republicano, y del cuerpo político general, durante al menos dos décadas antes de que cristalizaran en la candidatura y la elección de Trump. De hecho, uno puede trazar una línea casi directa a través de varios líderes y movimientos hasta hoy. Puede que el propio Trump fuera inevitable, pero seguramente una parte de él sí lo fue.
La historia empieza con el comentarista conservador Patrick Buchanan, que fue candidato a la presidencia en 1992 y 1992, como un republicano renegado con un mensaje misteriosamente parecido al que utilizó más tarde Trump para convertirse en presidente. Buchanan declaró que el libre comercio estaba destruyendo empleos manufactureros norteamericanos y vaciando sus ciudades en el proceso. Los inmigrantes estaban llegando para competir por los puestos que quedaban y provocando que se redujesen los salarios. Las élites se estaban beneficiando mientras otros se ahogaban, y, lo que es peor, despreciaban los valores y el estilo de vida de los estadounidenses ordinarios. El encuestador republicano Bill McInturff se referiría más tarde a Trump como un “Pat Buchanan con avión privado”.
El ascenso de Buchanan también coincidió con dos puntos de inflexión importantes en la sociedad norteamericana. El primero fue el comienzo de un declive constante del empleo manufacturero, la tradicional plataforma de lanzamiento a la clase media. Datos de la Reserva Federal de San Louis muestran que el empleo manufacturero alcanzó su cima en 1979, y después comenzó un largo y constante declive. Fue un declive vacilante durante la década de los 80 y los 90, y después mucho más brusco a partir del 2000 -coincidiendo, y no casualmente, con la entrada de China en la Organización Mundial del Comercio en 2001-.
Las fronteras nacionales se derribaban en una nueva economía globalizada, lo que asustó a los trabajadores de los niveles más bajos
Al mismo tiempo, EEUU estaba avanzando hacia lo que se convertiría en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA por sus siglas en inglés), la ejecución de la visión del presidente Reagan de un mercado libre unificado en todo el continente. Las fronteras nacionales se derribaban en una nueva economía globalizada. El cambio entusiasmó a los mercados financieros y a los internacionalistas de ambos partidos, y sin dudas ayudó al crecimiento de la economía norteamericana, pero asustó a los trabajadores de los niveles más bajos.
Buchanan encendió las alarmas por ellos, pero descubrió que el Partido Republicano, casado todavía con un libre comercio más tradicional y conservador, no estaba preparado para dicho mensaje. Su mensaje resultó muy atractivo para los estadounidenses de clase obrera, muchos de los cuales todavía estaban aferrados al Partido Demócrata.
Pero el mensaje no murió. Ross Perot llevó una versión de su elemento en contra del libre comercio a sus candidaturas presidenciales independientes en 1992 y 1996. También en contra de la clase dirigente, los asuntos de la clase obrera también sonaron en el Partido Republicano cuando el senador John McCain eligió a la entonces gobernadora de Alaska Sarah Palin como vicepresidenta en 2008. Era la clásica figura populista de clase obrera, con un aire de campechana y un desprecio hacia la élite. Las grandes multitudes extremadamente entusiastas que atraía anticiparon las concentraciones de Trump de unos años más tarde.
El poder de las quejas económicas fue resaltado nuevamente con el auge del movimiento ‘Tea Party’en la derecha y el movimiento Occupy Wall Street en la izquierda como consecuencia de la crisis financiera de 2008. En ambos, el mensaje era que los frutos de la nueva economía globalizada iban a la élite financiera y no a la clase media norteamericana. A pesar de que el mensaje del ‘Tea Party’ derivó más tarde en ataques a la Ley de Cuidado de Salud Asequible, nació en respuesta a la rabia por los rescates financieros. El movimiento se labró un lugar importante dentro de un Partido Republicano cuyos líderes pensaron, erróneamente, que podrían capturarlo y controlarlo.
A través de la evolución hacia el trumpismo, se unieron otros dos hilos. El primero fue el miedo a la inmigración. Los conservadores tradicionales veían la inmigración como un beneficio neto para la economía y la sociedad -un tipo de esencia refrescante para el crisol cultural de EEUU-. Pero el declive de la industria manufacturera generó una profunda incertidumbre económica entre muchas personas de la clase media. Observaron alarmados cómo el número de inmigrantes sin papeles aumentó más del doble en los años 90, hasta aproximadamente 8,6 millones, y luego siguió creciendo hasta los 12 millones en 2007.
Esa tendencia también alimentó lo que ha sido siempre un elemento desagradable del populismo norteamericano: la tendencia a culpar a los extranjeros de los problemas. A pesar de que las pautas comerciales y, sobre todo, el auge de las nuevas tecnologías en el lugar de trabajo eran golpes más duros al empleo tradicional, muchos estadounidenses pensaron que estaban perdiendo el control no solo de su futuro económico sino de la identidad racial y cultural del país. Varios líderes del Partido Republicano -el expresidente George Bush, McCain y el senador por Florida Marco Rubio- intentaron dirigir el partido por encima de esos escollos apoyando una reforma de la inmigración que aceptaba el papel creciente de los inmigrantes en EEUU y requería una cierta seguridad fronteriza. Todos fueron boicoteados por el propio partido en todo lo que oliera a ‘amnistía’ para los inmigrantes sin papeles.
El segundo hilo fue el cambio demográfico en el Partido Republicano. Los votantes de clase obrera que se sentían apartados por la postura de los demócratas en cuestiones sociales -matrimonio homosexual, aborto, control de armas- se pasaron al bando republicano. Datos de un estudio de ‘The Wall Street Journal’/NBC News muestran que, en 2010, el 40% de los que se consideraban republicanos eran estadounidenses blancos con educación universitaria. En 2016, ese porcentaje había caído al 33%. Mientras tanto, el porcentaje de republicanos sin titulación creció del 50% al 59%. Muchos de esos nuevos republicanos sentían que las fórmulas económicas tradicionales no servían para ellos y que no le importaban nada a la clase dirigente.
También tenían un nuevo combustible para cohetes para propulsar su rabia: internet y las redes sociales. Los fundadores de ‘Tea Party’ fueron, en gran parte, usuarios pioneros de las redes sociales, y organizaban y propagaban su evangelio en ellas. Eric Cantor perdió su puesto como número dos del Partido Republicano en la Cámara en las primarias de 2014 por un advenedizo ‘Tea Party’ sin fondos. Cuando le preguntaron qué había alimentado y propagado la rabia que le afectó, se metió la mano en el bolsillo y sacó su iPhone.
Trump estaba observando cómo se desarrollaban estos acontecimientos y se preparaba para presentarse a presidente uniéndolos todos. Pero no fue el único que vio un camino populista abrirse paso en 2016. El exgobernador de Arkansas, Mike Huckabee, prometió una reforma radical del sistema fiscal para ayudar a la clase trabajadora estadounidense al anunciar su propia candidatura. En su discurso de presentación, Kasich habló de la necesidad de empatía y compasión por los conciudadanos que estaban sufriendo. Christie declaró: “Los norteamericanos no están enfadados. Los norteamericanos están llenos de angustia”.
Trump eligió un enfoque diferente -uno que enfatizaba y avivaba la rabia-. En su propio discurso de presentación, tachó a los inmigrantes mexicanos de violadores y criminales, con un lenguaje que aludía a unos sentimientos racistas con los que jugaría más tarde. Atacó a los líderes del Partido Republicano que pretendía liderar y declaró: “la gente está cansada de esta buena gente”. Mostró al inicio de su identificación que atacar a los medios sería algo admirado entre sus votantes acérrimos contrarios a la clase dirigente. A la semana de su anuncio, ya había atacado públicamente de forma directa a un puñado de periodistas y varios medios de comunicación importantes.
El mensaje para su creciente grupo de seguidores era claro: crees que el sistema te está jodiendo y que a las élites les das igual, y tienes razón. La candidata demócrata Hillary Clinton confirmaría la idea más tarde y estimularía más a sus seguidores declarando que la mitad de ellos eran “lamentables”. Por extraño que parezca para un neoyorquino millonario, Trump parecía entender el sentimiento de sus seguidores de ser extraños observando un sistema cultural y mediático que los consideraba incultos. Como suelen decir los seguidores de Trump: “los liberales no entienden mis valores o mi religión y me miran con desprecio. Trump no hace eso”. Las preocupaciones económicas suelen sumarse a ese sentimiento de exclusión, como en la inmigración, donde el miedo a la pérdida de empleo se une a la incertidumbre por el rostro cambiante del país que una vez conocieron.
Trump incrementó esa rabia con las multitudes de sus concentraciones y a veces la militarizaba, llegando a decir en un evento que, si pegaban a los manifestantes, pagaría sus costes jurídicos. También aprendió que ese discurso conseguiría una cobertura generalizada en la red de noticias por cable. La rabia y la demonización de sus enemigos se convirtieron en la base de su presuntuosa campaña. También parece que Trump veía esas fuerzas cada vez más como el pegamento que mantenía su movimiento unido. Necesitaba enemigos por doquier, y los votantes republicanos acogieron su planteamiento.
Eso siguió siendo cierto incluso después de convertirse en presidente. En términos políticos, Trump fue generalmente fiel a sus promesas electorales. Se comprometió a rechazar el NAFTA y renegociarlo, y lo hizo. Prometió imponer aranceles a bienes chinos para obligar a Pekín a entrar en negociaciones comerciales y lo hizo, aunque con escasos resultados. Prometió construir un muro en la frontera con México y obligar a los mexicanos a pagar por él, lo cual no sucedió, por supuesto, a pesar de que siempre volvía al asunto. Eligió a los jueces conservadores que había prometido a dedo. Redujo los impuestos y las regulaciones, y la economía progresó.
Sin embargo, convirtió su presidencia en algo que giraba totalmente en torno a su persona en lugar de en torno al movimiento general que intentaba liderar. “Este tío no tiene ni idea de toda la maquinaria que tiene a su disposición y de cómo todo el equipo tendría que estar trabajando unido”, dice Edwin Feulner, líder veterano de la conservadora Fundación Heritage y jefe de política interior del equipo de transición inicial de Trump. Esa personalización impidió que el movimiento de Trump echara más raíces. Como American Compass, organización de jóvenes pensadores conservadores, concluía en un análisis retrospectivo: “El trumpismo no puede ser declarado un éxito o un fracaso porque no existía. La administración, que ni surgió de ni construyó una infraestructura institucional ni un marco intelectual, carecía de una visión extralimitada y una agenda política integrada”.
En un plano emocional, Trump siguió diciendo a sus seguidores que la clase política dirigente nunca le aceptaría a él ni a ellos, incluso mientras se sentaba en la oficina oval y ejercía un control cada vez mayor sobre el Partido Republicano. Ese reflejo antisistema condujo a, entre otras cosas, la desestimación de los consejos procedentes de los expertos en salud del gobierno cuando comenzó la pandemia del covid-19. Los demócratas alimentaron esa profunda convicción con la investigación sobre cómo Rusia podría haber apoyado su campaña de 2016 y con su impeachment a Trump por pedir ayuda a Ucrania para investigar a su principal rival electoral, Joe Biden.
En lugar de calmar la rabia del presidente y sus seguidores, el tiempo de Trump en el despacho oval la incrementó. Así que quizá fuera simplemente natural que, cuando perdió el voto popular y el del colegio electoral en noviembre, la reacción no fuera aceptación sino rechazo, quejas, acusaciones de fraude electoral e irregularidad -y, el 6 de enero, violencia-. “Preguntar dónde se torció el trumpismo sugiere que no estaba equivocado desde el principio”, declara Douglas Heye, exasesor principal republicano de la Casa Blanca. “Mucho antes de que fuese elegido, Trump dejó claro que la violencia era aceptable, siempre que fuera de su lado”.
Eso no significa que las preocupaciones legítimas que provocaron el ascenso de Trump vayan a desaparecer o que sus logros sustanciales se vayan a evaporar. Ha ayudado a convertir el Partido Republicano en un partido más cercano a la clase trabajadora, a cambiar la opinión sobre la política económica de China y ha respondido a una especie de cansancio por la guerra nacional. Muchos de sus seguidores más acérrimos siguen apoyándole, y sigue teniendo sólidos apoyos dentro del partido. Cuando la Cámara se preparaba para iniciar un segundo impeachment contra él la semana pasada, una encuesta de Axios descubrió que seis de cada diez republicanos aprobaban sus recientes actuaciones y más del 90% de los considerados seguidores de Trump creen que debería ser el candidato presidencial republicano en 2024.
Pero puede que seguir adelante requiera un enfoque distinto, sobre todo para el electorado más general. “Ha tocado un punto sensible”, dice Kasich. “Hay un desafío que tiene que ser abordado. Pero no se aborda creando chivos expiatorios y culpando a otro”.
Al principio de la campaña presidencial de 2016, Chris Christie, entonces gobernador de Nueva Jersey, sintió que el Partido Republicano anhelaba una voz populista -una figura política que supiese cómo hablar sin rodeos para las crecientes filas de votantes de la clase obrera del Partido Republicano-. Así que se dispuso a ser esa persona: un hombre sensato de fuera de Washington que hablaba sobre los problemas económicos de un trabajador de la construcción de 45 años prototípico, sobre la necesidad de utilizar las instituciones de forma agresiva para acabar con la crisis de los opioides en el sector trabajador de EEUU, sobre las virtudes de la ley y el orden, y sobre la necesidad de “acabar con las chorradas de Washington”.