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Me llamo Mustapha y tengo 21 años: esta es mi lucha contra el cáncer desde los 12
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TESTIMONIO EN PRIMERA PERSONA

Me llamo Mustapha y tengo 21 años: esta es mi lucha contra el cáncer desde los 12

Un estudiante de tercero de Periodismo en la Universidad de Málaga cuenta en El Confidencial su batalla contra el linfoma de Hodgkin. “¿Mi deseo? Ser feliz"

Foto: Mustapha Belrhiti Alaoui. (Foto: Agustín Rivera)
Mustapha Belrhiti Alaoui. (Foto: Agustín Rivera)

Suena el despertador. Son las nueve de la mañana. Me dispongo a ir al hospital. Me pongo a pensar lo que haré al acabar mi tratamiento. Me visto y preparo mi cuerpo. Hoy no se desayuna. La sexta planta me espera. Soy un chico normal, con mis virtudes y defectos. Pero, claro, tengo cáncer. Me diagnosticaron un linfoma de Hodgkin a los 12 años. En enero cumplí 21.

La enfermedad de Hodgkin es un tipo de linfoma, un cáncer que se origina en los glóbulos blancos, llamados linfocitos. Estos tipos de linfomas son diferentes en cuanto a cómo se comportan, se propagan y responden al tratamiento, de modo que es importante diferenciarlos. Era 27 de octubre de 2007. El cansancio se apoderaba de mi cuerpo. Las analíticas auguraron mi presagio: padecía anemia. Mi siguiente parada fue el Hospital Torrecárdenas de Almería. Los resultados fueron evidentes, tenía una bacteria por la sangre. ¿Tengo cáncer?

Todo cobró sentido con la primera biopsia. Es la única manera que tienen de conocer si lo que albergas en tu cuerpo es un cáncer u otra cosa. Una biopsia es cuando se extrae tejido usando una aguja conectada a un tubo hueco llamado jeringa. Con el resultado de la biopsia en la mano, no hubo duda: tenía un linfoma de Hodgkin de grado II. Me dijeron que me iban a hacer una biopsia y me encuentro que me duele el pecho, ¿Por qué? Me habían puesto un aparato para pasar la quimioterapia. El aparato se llamaba Port-a-Cath y sirve para proporcionar un acceso venoso permanente, reduciendo las molestias asociadas a las punciones repetidas.

"Se quedaban mirándome: no entendía el motivo"

La quimioterapia seguía haciendo sus efectos: vómitos, diarreas, mareos y, lo más preocupante, la caída del pelo. Un amigo me dijo: “Yo siempre voy con gorra, porque con tanta quimioterapia no le da tiempo a crecer”. Me hizo gracia. Se llamaba Daniel Gómez y murió por culpa del linfoma. Tenía 19 años. Salía a la calle sin ellas. Al menos al principio. Rápidamente me di cuenta que todo el mundo se quedaba mirándome; no entendía el motivo: ¿sabrían que estoy enfermo? La seña de los pacientes con cáncer es su pérdida de pelo. No que me juzgasen 'mejor' por estar enfermo.

Decidí volver al instituto. Todos se alegraban de verme, pero mi pregunta siempre era la misma: ¿por qué entonces no dedicaron ni un minuto a visitarme?

El problema de los estudios acabó en unos meses. Tenía un profesor particular y fue gracias al hospital que tanto había odiado. Después de un tiempo, decidí volver al instituto. Todos se alegraban de verme, pero mi pregunta siempre era la misma: si tanto se alegran, ¿por qué no dedicaron ni un minuto a visitarme? Desconfiaba de todos.

Quedaba el último paso: la radioterapia. La radioterapia usa un tipo de energía para destruir las células cancerosas y reducir el tamaño de los tumores. Faltaban las rutinarias visitas al hospital para asegurar que no volvía la enfermedad. Me parecía una tontería, ¿por qué iba a volver? Parecía que aún no había acabado su trabajo, ni lo acabará. El oncólogo fue claro: “Tienes una recaída, si lo tratamos a tiempo, podremos hacer que no se ponga grave”. Tenía 18 años, podía elegir. Me veía bien. Me avisó antes de irme: “Volverás a los seis meses y en ese momento no podremos ayudarte”. No me lo tomé con seriedad, pero sí que busqué soluciones alternativas.

"Me avisó antes de irme: 'Volverás a los seis meses y en ese momento no podremos ayudarte".

Comencé por hierbas que se debían de tomar en una mezcla con miel. Tras leer varios artículos, decidí poner rumbo a Marruecos. “El cáncer se cura con una mezcla de leche de camello y de su orina”. Treinta días de vómitos, de pasar del “me veo mejor” al “no le veo efecto”. Pero claro, el ganglio que comenzó a salir por la axila izquierda no era psicológico, era algo real. 4 mayo de 2013. El cáncer había llegado a su máximo esplendor. Recuerdo una frase de la médica de guardia: “Su cuerpo está lleno de millones de soldados malos, pero vamos a intentar que mueran”. Otros médicos sentenciaron mi vida: “Podéis despediros ya de él”. Fueron las palabras de Carlos Clavero. Fueron 21 días eternos.

Después de un drenaje pulmonar, que es una manera de ayudar a tratar los problemas respiratorios, debido a la hinchazón en las vías respiratorias de los pulmones, y dos tratamientos de quimioterapia, notaba que seguía vivo. Ya no iba al instituto, ahora estaba en la Universidad. Mi pensamiento era: “Si me curo y no tengo estudios, seguiré siendo un mendigo”. Podía con las dos a la vez, otra cosa es que algunos profesores impidieran este hecho. La frase era repetitiva: “Sería injusto que no hagas algo que han hecho el resto de tus compañeros”. Mi respuesta fue: “Entonces, que ellos pasen lo mismo que yo”.

Llegó otra desilusión: el PET, que permite obtener imágenes del interior del organismo y detecta la actividad metabólica de las células. El linfoma seguía dando guerra y mi decisión fue seguir con el tratamiento. Hice cinco sesiones, pero ya no tenía Port-a-Cath, estaba roto. Decidí ponerme otro Port-a-Cath. El cirujano no titubeó: “Tu cuerpo está lleno de bacterias, es posible que se infecte”. Era el 12 de octubre de 2015 cuando me operé y apenas ocho días después se infectó.

"¡Vámonos del hospital!"

Decidí acudir al hospital MD Anderson. Ana Pérez Quiben, oncóloga de ese centro, me dio esperanzas: “Eres joven y aún hay alternativas que no han probado contigo”. A día de hoy, estoy con tratamiento de quimioterapia de manera oral. El objetivo es reducir la cantidad de infección que contiene mi cuerpo.

¡Qué tarde se ha hecho! Son las 17:30. “¡Mamá, me voy a perder mi serie favorita! ¡Vámonos del hospital, volvamos a casa!”. Es Nochevieja. El cielo abre sus puertas y se oye de forma aclamadora: “¡Quiero un novio!”. Es mi vecina desesperada. Al minuto, otro grito: “¡Mañana empiezo el gimnasio!”. Mi hermano mientras come su pizza favorita. Yo espero a que el cielo esté en calma. ¿Mi deseo? Ser feliz. Después de tanto sufrimiento me lo merezco.

Suena el despertador. Son las nueve de la mañana. Me dispongo a ir al hospital. Me pongo a pensar lo que haré al acabar mi tratamiento. Me visto y preparo mi cuerpo. Hoy no se desayuna. La sexta planta me espera. Soy un chico normal, con mis virtudes y defectos. Pero, claro, tengo cáncer. Me diagnosticaron un linfoma de Hodgkin a los 12 años. En enero cumplí 21.

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