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Fragmentos sobre la decadencia del fútbol masculino y el ascenso del femenino
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TRAS TODO LO OCURRIDO

Fragmentos sobre la decadencia del fútbol masculino y el ascenso del femenino

Todo el escándalo de Rubiales ha evidenciado que el balompié masculino está quizás en uno de sus peores momentos, mientras que el femenino no para de tener más repercusión

Foto: La fiesta tras ganar el Mundial. (EFE/Rodrigo Jiménez)
La fiesta tras ganar el Mundial. (EFE/Rodrigo Jiménez)

La ventaja del fútbol sobre otros deportes era el poder convertirse en la gran conversación de la semana. En realidad, y teniendo perspectiva de género, era la gran conversación masculina de la semana. Así fue en los cincuenta, en los sesenta, en los setenta, donde esa conversación se carga de política y de agravios históricos, y en los ochenta/noventa, donde se llega al clímax. El fútbol no era un apéndice de la realidad, era una realidad en sí misma, casi el canto de cisne de una masculinidad antigua que comenzaba su retirada de las aguas públicas y se concentraba en el deporte rey, con un grupo de presidentes desaforados que jaleados por la prensa deportiva se convertían con las cámaras delante en una mezcla entre dictador africano y camarero de club de alterne.

Hubo una crisis y las autonomías comenzaron a ser fiscalizadas por la Unión Europea. El dinero se escondió y solo el Barça y el Madrid resistieron el embate de la realidad. Fue suficiente. La dialéctica Guardiola-Mourinho sacudió los cimientos de la nación española como nunca había pasado desde la guerra contra los franceses. Parece una exageración, pero años después, Cataluña tuvo ocho segundos de independencia que se gestaron en las carreras de Messi hacia la gloria, sorteando españoles con horribles intenciones autoritarias.

placeholder Guardiola y Mourinho se saludan. (EFE/Peter Powell)
Guardiola y Mourinho se saludan. (EFE/Peter Powell)

El tándem Mou-Florentino

Un horizonte, eso representaba el Barca de Pep. Saurón y las potencias del eje reunidas en el tándem Mourinho-Florentino, eso representaba ese equipo con la camiseta blanca, color que odian las madres porque no es sufrido. El nuevo mesías de la España plural contra el ángel caído que erigió cuatro torres a la megalomanía del capital. El fantasma del separatismo contra un portugués chulo y guapo que sostenía un fútbol futurista y hermoso como un F-18. El Barça de Pep contra el Madrid de Mou. Cualquier dicotomía entraba ahí.

En un mar de símbolos, el aficionado (y el resto del país) asistía emocionado a esos partidos que nos quitaron de encima el terror neutro de una crisis sistémica que ya no nos abandonó. Toda la semana era ocupada por una conversación sin principio ni final. Pero Guardiola se fue. Mourinho también se acabó. Y el Madrid ganó la Champions. Varias veces, viejo sueño del aficionado.

Y entonces, el fútbol se quedó huérfano de resplandor.

Estamos en el fin de una época. Todos lo sabemos, pero nadie es capaz de representar la sombra del nuevo monstruo. El fútbol masculino ha sido comprado por los árabes, gente misteriosa de la que conocemos su vida en la superficie y nos es ajeno todo lo demás. La península arábiga es algo abstracto a medio camino entre una dictadura high-tech y un desierto donde sobreviven tradiciones del neolítico. En los horizontes del desierto es donde los hombres creen vislumbrar el absoluto y ellos le llaman verdad. El europeo sospecha lo contrario, y siente que allá todo es una mentira muy sofisticada como los laberintos de espejos donde viven las instagramers.

placeholder Guardiola, contento con la victoria de su equipo. (Reuters/Vincent West)
Guardiola, contento con la victoria de su equipo. (Reuters/Vincent West)

¿El futuro está en Dubái?

Y tiene miedo: ¿si el futuro es la perfección vacía de Dubái? ¿Y si ese monstruo que viene del futuro compra lo que más queremos y lo vacía de sentido?

El aficionado anda anestesiado precisamente porque el fútbol ya no era el centro de la vida, ya solo era una esquinita del fin de semana con un equipo repleto de gente de ninguna parte que vive en algún lugar lleno de mansiones que siempre es el mismo lugar. Pero en un espacio de su conciencia laten esas preguntas. Se imagina una Europa un poco como esas iglesias románicas compradas por millonarios americanos, deshechas ladrillo a ladrillo y olvidadas en un gigantesco almacén de Carolina del Sur, parte de una herencia que acabó en los tribunales.

Los árabes no tienen la culpa. Son los bárbaros a los que se les abrió la puerta desde el otro lado de la muralla. Dentro del proceso de civilización última de Europa está la eliminación de lo sagrado. Por lo sagrado se mataba y se moría. Aquellas naciones. Y aquellas guerras entre naciones que desembocaron en el fútbol, sí, la guerra por otros medios. Y la guerra no deja ser una infancia donde la libertad del mal se enreda en la disciplina de la técnica. El fútbol solucionó de forma compensatoria muchas cosas en Europa: si se acaba el fútbol, ¿volverán las guerras? ¿El fútbol sin violencia (y, por tanto, sin poesía) es capaz de representar algo que vaya más allá de sí mismo?

placeholder El abrazo entre Rubiales y Hermoso. (Reuters/Marcelo del Pozo)
El abrazo entre Rubiales y Hermoso. (Reuters/Marcelo del Pozo)

El sentimentalismo del fútbol

Cada camiseta era un ejército sagrado y ya no lo es. Solo Argentina resiste y quizás, el desorden general de esa nación la haya apartado de lo banal. Tienen el talento, pero son incapaces de la eficacia. Son afortunados de no ser europeos. En Argentina, la palabra crea la realidad y hay una fe conmovedora en eso. La realidad no está terminada y plantada desde la antigüedad como en Europa. Así la representación (el juego, la literatura) se hace carne y está en el centro de la vida. El fútbol es allí constructor de identidad y densa maraña de símbolos; tan densa que se puede construir una civilización encima sin miedo a que el viento de los tiempos la derribe.

En los últimos años, ha surgido otra forma de juego: el fútbol femenino. Fútbol jugado por mujeres, es fácil de entender. Al principio se les ignoraba, era algo amateur, un sitio donde no pasaba nada reseñable. Luego se les comenzó a ridiculizar. Las porteras no llegaban al travesaño, los campos parecían inmensos, los goles venían de fallos asombrosos. Había algo de verdad en esa burla, pero año a año las mejoras eran obvias. No había nada detrás más allá del impulso de muchas mujeres de ser felices jugando. No había símbolos, ni naciones, ni guerras de opereta, ni hooligans, ni presidentes descamisados. Un deporte, al fin. Fue pasando el tiempo y por fin, hubo una polémica. Ocurrió con el seleccionador, Jorge Vilda. Muchas futbolistas no gustaban de sus métodos. Les obligaba a dejar la puerta abierta en las concentraciones y se dudaba de su preparación. Es algo típico eso, cuando las mujeres entran en un nuevo escenario, después de afianzarse, llega la condescendencia. Las niñas, se dice. Hay un motín y 15 de esas futbolistas ya no volverán. Se negocia y se cambian métodos: no más puertas abiertas, más preparación física, menos charlas amistosas y más sistema y profesionalidad. Se van pasando ventanas en el mundial y se llega a la final contra Inglaterra. Las españolas ganan. El país se empieza a dar por aludido. Ya no hay chanzas, hay orgullo. Un poco como en aquel primer éxito de Arantxa Sánchez-Vicario. Muchos futboleros ven el partido y lo disfrutan. El juego, más técnico que físico pero sin la táctica asfixiante de los hombres.

Y de repente: Rubiales.

placeholder Rubiales, durante su comparecencia. (EFE/Pablo García)
Rubiales, durante su comparecencia. (EFE/Pablo García)

Un hombre, el presidente de la Federación, tiene cinco minutos operísticos donde se desenvuelve antes las cámaras del mundo como un Sultán en su Harem particular. Medio planeta lo está viendo y comienza la cacería. El feminismo se levanta en armas y pide su destitución y su corazón en una bandeja. Los oportunistas, los intelectuales que viven en la llaga supurante del bien común, se ponen a la cabeza de la multitud. Para ellos el fútbol femenino es la última frontera de la virtud. Aunque nunca hayan visto un partido, aunque solo se exciten ante la victoria y la posibilidad de dar una última lección a las masas.

Ya está. El fútbol femenino ha llegado a la siguiente fase. Ha conseguido dos semanas seguidas ser el centro de la conversación general. Editoriales moralistas se levantan contra Rubiales y a favor de las chicas, de la mujer en abstracto como representación de lo mejor de lo humano. En el fondo sigue la condescendencia, pero qué más da. El paso importante ya se ha dado. El fútbol femenino ya es símbolo, ya representa algo concreto (que se hará más ambiguo según pasen los años). La victoria de la mujer contra los elementos. La virtud. Las chicas de barrio que llegaron tan alto con una sonrisa, un balón y unas botas negras. Un poco de frescura en nuestras vidas.

Es el deporte rey, el acaparador de portadas, que vuelve en su enésima transmutación.

La ventaja del fútbol sobre otros deportes era el poder convertirse en la gran conversación de la semana. En realidad, y teniendo perspectiva de género, era la gran conversación masculina de la semana. Así fue en los cincuenta, en los sesenta, en los setenta, donde esa conversación se carga de política y de agravios históricos, y en los ochenta/noventa, donde se llega al clímax. El fútbol no era un apéndice de la realidad, era una realidad en sí misma, casi el canto de cisne de una masculinidad antigua que comenzaba su retirada de las aguas públicas y se concentraba en el deporte rey, con un grupo de presidentes desaforados que jaleados por la prensa deportiva se convertían con las cámaras delante en una mezcla entre dictador africano y camarero de club de alterne.

Luis Rubiales
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