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Póker, marihuana, playa y bohemia: el retiro de Don Nelson, el genio que diseñó el basket de hoy
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EL DULCE RETIRO DE UN agitador

Póker, marihuana, playa y bohemia: el retiro de Don Nelson, el genio que diseñó el basket de hoy

A 4.000 km de tierra firme y años luz de la ajetreada vida americana, dora sus días Don Nelson, uno de los entrenadores más brillantes e influyentes en la historia del baloncesto

Foto: El ex entrenador de los Golden State Warriors, Don Nelson, saluda a Stephen Jackson, en 2019. (Getty Images)
El ex entrenador de los Golden State Warriors, Don Nelson, saluda a Stephen Jackson, en 2019. (Getty Images)

Al último valiente que se atrevió a cruzar la puerta, en Maui, Hawaii, el viejo lo recibió indiferente, qué es lo que quieres, pues una entrevista como le indiqué en el correo, y lo llevó al salón, infestado de cosas y desorden, lo sentó en una mesa de póker, que aún olía a noche y ceniza, y Nelson, que no estaba muy hablador, se encendió uno de sus chirlazos, un humo denso y pesado, se lo pasó al periodista, que no rehusó por cortesía y se puso a fumar también. Al cabo de unos minutos la entrevista ni arrancaba ni salía. No, no echo de menos entrenar, no echo de menos nada de aquello, acabé muy frito.

Bueno, y el baloncesto de hoy… ¿le gusta?

La hierba era muy potente.

—Es divertido, desde luego más que jugar para enviar un pase a un tiparrón de siete pies al que harán falta porque no sabe lanzar tiros libres.

Y de pronto la cosa se torció, la cabeza restallante, la boca seca, torpe y callada, un silencio tenso, no saber por dónde salir, Nelson no lo miraba a los ojos, los perros sí, unos segundos eternos y de pronto: se ha acabado, no quiero seguir con esto.

Pudiera parecer esquivo, borde, pero Don Nelson lleva muchos años en paz, la paz del retiro, un plano superior desde el que el viejo mundo parece poca cosa, lleno de menudencias y tonterías. Le cuesta hablar de sí mismo, y aún más de baloncesto, su herencia informe y confusa.

placeholder En una de sus últimas apariciones públicas felicitando a Gregg Popovich por batir su récord de victorias. (Cortesía BS Southwest)
En una de sus últimas apariciones públicas felicitando a Gregg Popovich por batir su récord de victorias. (Cortesía BS Southwest)

El baloncesto de hoy, tan desconcertante, tan apabullante y denostado, debe muchísimo a este octogenario genial que un día, cuando los Warriors cambiaron de dueño, o sea Joe Lacob, lo recibieron con una carta de despido, como se barren las sobras, y él, con su dignidad intacta, se dijo que adiós, y en adelante cortó los hilos con el mundo que hasta entonces había conocido, medio siglo entre canastas a las que trató, en su disfraz de entrenador, como Pollock el lienzo, brochazos de color y oleadas de juego aleatorio, borrón y trazo nuevo, siempre nuevo. Nelson pertenece a esa estirpe de hombres alérgicos al formalismo que fueron burlados en su presente por quebrantar la lógica, que es una suerte de pereza compartida.

Sus críticos no veían fuste en hacer del alero Paul Pressey un organizador —génesis del point forward—, jugar sin cinco real ante David Robinson, espolear el triple a Manute Bol —pero qué hace que no lo sienta, bramaba Chick Hearn al micrófono—, liberar al primer soviético como un chico salido del college, o abrir a un joven alemán de siete pies a medrar al perímetro. A Nelson no se le borró del mapa como a otros díscolos porque sus innovaciones daban resultado en el mismo presente que los demás no entendían.

Cuando era preguntado por estas cosas, Nelson se quitó siempre importancia. Que su quinteto pequeño del Run TMC (Hardaway, Richmond, Mullin) tenía que ser así por carecer de un pívot; que puso a Pressey de base para que Moncrieff, Hodges y Pierce pudieran tirar sin preocuparse de subir el balón, que a sus interiores cebo (Breuer, Mokeski, Lister, LaFrentz) los alejaba por sacar al interior rival y abrir avenidas; que al joven Nowitzki lo puso a marcar a Muggsy Bogues por evitarle codazos, que nunca perdonaría a Cuban traspasar a Steve Nash, que el hack-a-Shaq era un remiendo contra la bestia y que sus Warriors del We Believe jugaban así porque estaban hechos de calle. O sea, que en lugar de darse lustre todo parecía responder a alguna carencia y quintales de sentido común. Y forrado de modestia, escondía así la verdad.

A Nelson le cuesta hablar de sí mismo.

Criado en un baloncesto basado en la rigidez de las posiciones, en la rigidez de un credo rural, solo una vez admitió su pasión rupturista. "Yo diría que toda mi vida, cuando estaba ahí dentro —confesó al Chronicle—, me preguntaba: ¿por qué se supone que los bases solo deben pasar? ¿por qué los aleros solo anotar? ¿por qué los pívots solo postear?". A la mierda el antiguo régimen.

Durante treinta años de banquillo Nelson gestó en silencio tantas revoluciones que el llamado Nellie Ball, un presagio a 30 años vista, ocupa hoy páginas enteras en obras clave que tratan de explicar el salto cuántico del baloncesto moderno: Sprawlball, de Kirk Goldsberry, Spaced Out, de Mike Prada, Thinking Basketball, de Ben Taylor, The Midrange Theory, de Seth Partnow, y otras. En los nuevos analistas Nelson tiene el tratamiento de científico loco, del genio despistado que daba ideas al futuro sin pedir nada a cambio.

Adentrarse en su vida es caer fascinado por los misterios de la condición visionaria, que más que nacer se hace, que solo espera el momento. El giro completo de Phil Jackson a mitad de los setenta lo haría Nelson sin orientalismos ni viajes lisérgicos, tan solo por observar, perderse en la vida urbana y aburrirle lo que hacían los demás.

Sus orígenes se remontan a la América profunda que sabía, por la radio, del término de la Segunda Guerra Mundial. Una granja en Sherrard, un puñado de familias del sembrado a la iglesia, el arquetipo cinematográfico de la canasta en el granero, una llanta de bicicleta, siete alumnos en un aula de madera, un instituto ganador, la Universidad de Iowa, un draft rezagado por los desaparecidos Zephyrs, un estar a punto de volverse a casa, la llamada de los Lakers, y dos años después, a mitad de los sesenta, la definitiva de los Celtics de Russell y Auerbach, el hombre que le abrió los ojos. "Tú serás nuestro sexto hombre", un término que no había nacido.

placeholder Nelson, a la espalda de Shawn Bradley. (Ronald Martinez /Allsport)
Nelson, a la espalda de Shawn Bradley. (Ronald Martinez /Allsport)

Solo allí Nelson dio el salto al jugador que realmente era: un tweener con buen tiro, defensor de hombres altos, fajador y estilista, conector de equipo, un ganador nato. Cinco anillos en Boston, los dos últimos ya sin Russell en los confusos setenta que cuecen al hombre posterior, al genio pensante y descreído. Nelson está presente en la semilla del small ball, cuando en el séptimo de las Finales de 1974, con la puntera rota y un grumo de calcetín fuera de la zapatilla, entra como titular por Paul Silas para ahogar junto a Cowens a Abdul-Jabbar con un quinteto pequeño. "Qué tal si lo hacemos correr".

Tras el título de 1976, cuando el abdomen hinchado por la cerveza lo fatigaba más de lo debido, decidió dejarlo. Y una noche, en un restaurante, sometió a escrutinio familiar qué debía hacer. "Puedo ponerme a vender coches, hacerme árbitro o intentarlo como entrenador". Y allí mismo, a mano alzada, entre la mujer y los hijos, en un ejercicio de democracia real que trasladó siempre a los vestuarios, ganó la última opción.

Nelson acabó en los Bucks, en pleno derrumbe tras la salida de Abdul-Jabbar. Lo primero que hizo fue cambiar un grande (Swen Nater) por un pequeño (Marques Johnson). Y esa primera audacia puede explicar toda su carrera posterior, su rechazo al atavismo de los grandes, se llamaran Pat Ewing o Chris Webber, su amor por las piernas cortas y atléticas, por el baloncesto disturbio. En los siguientes diez años haría a aquel equipo aspirante permanente, siete títulos seguidos de división, en un Este abortado por Sixers y Celtics.

Sin embargo, el Nelson genuino y verdadero, se iba a desatar en su larga trayectoria posterior, tres épocas distintas y dos hogares: Warriors y Mavericks. Una primera muestra de lo devastador de sus creencias, resumidas en run-and-gun, corre y dispara, la sufrieron los Spurs de David Robinson, formales y hechos de academia, corderos que echar a los lobos de Nelson (cuatro pequeños y un falso cinco), eso que Alex Williams describió como una insufrible "guerra de guerrillas".

placeholder Nelson dirigiendo a unos jóvenes Nowitzki y Nash. (Getty/Matthew Stockman/Allsport)
Nelson dirigiendo a unos jóvenes Nowitzki y Nash. (Getty/Matthew Stockman/Allsport)

A Nelson (y su hijo Donnie) cabe agradecer la floración del gigante abierto, un joven alemán lleno de centímetros, poderes y dudas que su maestría terminó liquidando. Cuando los barrotes de los años noventa aún apresaban el baloncesto, sus Mavericks de Nash y Nowitzki, de Finley, Terry, triple, ritmo y juego abierto, fueron una bocanada de aire fresco, una muestra de ataques saneados al perímetro y un señuelo al porvenir. Preparado a conciencia aquel superequipo que tanto tardó en alcanzar la gloria, su relación con ellos (con el abrasivo Cuban) terminó en los juzgados. Y él, de vuelta a los Warriors.

Allí firmaría su obra maestra, aunque durase dos semanas, la cima de su filosofía caótica y libertaria, la elástica del espaciado, del juego pequeño y radicalmente aposicional que a no mucho tardar iba a inundarlo todo. Una cuadrilla formada por Baron Davis, Stephen Jackson, Jason Richardson, Matt Barnes, Monta Ellis, Mickael Pietrus, Andris Biedrins y Al Harrington, terminó aplastando al equipo más poderoso del mundo durante meses, los mejores Mavericks conocidos (67-15), desarmados por aquella banda de veinticinco victorias menos que no tenía nada que perder ni ganar. Solo el inmenso placer de cumplir la venganza de su técnico/padre hacia Mark Cuban. "Mi anillo está en esta serie", dijo primero a sus muchachos, y cuando lo ganaron, en plena batalla con los Jazz: "Me importa un comino lo que hagáis". Porque él ya había ganado, violado las previsiones, destrozado otro cuadro de playoffs y demostrado el poder nuclear de sus ideas. Nelson se había convertido en un icono del baloncesto suicida de corto recorrido, más indómito y comunal que el de D’Antoni.

Acababa de empezar la resaca, su absurdo y grotesco final.

En la pirámide jerárquica, Nelson nunca miraba hacia arriba, solo hacia abajo y sus jugadores, que a fin de cuentas eran su taller. Y con ellos gustaba de salir de marcha, por estrechar lazos y porque su cuerpo se lo pedía —coach, es tarde—, y él, que había que desestresar. Ese enclaustramiento con sus chicos abría recelos con la autoridad. Y así Nelson las tuvo tiesas con dueños y ejecutivos hasta sus últimos días. En los Bucks, por recelo hacia el dueño, que sentía vergüenza de sus corbatas/pescado y al que Nelson identificaba con la represión clerical de su condado natal. En su breve paso por los Knicks (34-25), que venían del brazo armado de Riley, que aquella jarana ofensiva no era de buen gusto, y con Cuban, por entrometerse demasiado en su laboratorio y acabar imponiendo su voz. "Su reputaciónescribía Chris Ballard— nunca fue paralela al casillero de victorias", el mayor de todos para un técnico sin anillo. Por tenerlas, las tuvo hasta con Chris Mullin, al que hizo directivo media vida después de sacarlo del alcoholismo. Nelson quería a sus jugadores como hijos, y como tal, con sus broncas a pecho descubierto.

Con Stephen Jackson casi llega a las manos, y cuando la relación se había roto, llamó a una radio de la Bahía desde un bar de Indianápolis, mamado hasta las trancas, solo para decir: "Sí, se quiere ir, pero es bien jodido mover a ese tío". Y también llevó mal que Matt Barnes, uno de sus últimos forajidos, rechazara quedarse, igual que Baron Davis, enfadado por un banquillazo en Phoenix con el pase a playoffs en juego. A Nelson sus hijos lo iban dejando solo, y como respuesta, Nelson se hizo incomprensible. Sus dos últimos años son la prueba más descarnada de anarcobaloncesto que haya visto la NBA posterior a la ABA. Más de mil alineaciones distintas que no tenían ya más fundamento que agitar la gaseosa. Nelson entrenaba pases a tablero para conectar con interiores, y dos defensores enganchados del brazo para atacar al manejador, hasta que viendo el resultado, o las caras de su cuerpo técnico, declinaba. "Todo lo que un entrenador pruebe, ya lo habrá probado él", dijo su colega Larry Brown.

Foto: Cortesía Robert Bruno. (Denver Nuggets)

Barnes prometió que si un día realizaba un documental de Nelson, lo empezaría por una de aquellas juergas que ya no se pegaban, cuando el técnico las empezaba en plena rueda de prensa, abriéndose las primeras latas. A Nelson lo llenaba tanto aquella vida que su hijo Donnie, el directivo en quien sí confiaba, lo tuvo que sacar a rastras para un primer tratamiento del cáncer.

Nelson fue siempre discreto con ellas, con las juergas, también en sus años de jugador. Desaparecía una noche y volvía a su hora. Fue voluntario en hospitales durante la guerra de Vietnam, y sufría tanto viendo a aquellos jóvenes lisiados, que además de brazos y piernas habían perdido la cabeza, que para soportarlo se emborrachaba. Nelson tiene vacíos de memoria como procede a tanta vida vivida. A finales de los noventa, cuando entrenaba a los Mavs, su secretaria le entregó una carta. "Querido Mr. Nelson. En 1968 usted tuvo un encuentro con una joven llamada Debby Dial. Nueve meses después nací yo, Lee, tengo 29 años". Y así fue que un día acabó conociendo a su hija, venida fuera del matrimonio y recibida una tarde en su despacho como quien calza una visita, y al cabo de los años, la chica se acabó trasladando a Maui, donde ahora son vecinos, y amigos, y rivales de timba, tal es su relación. Vente a jugar si quieres. Y en su refugio de Maui, bañado por los alisios del archipiélago y por humaredas de hierba, que él cultiva con sello Nellie Kush, unas semillas que le traen de la India, se suman Owen Wilson, Woody Harrelson, Willie Nelson y amigos, un Riley de incógnito o el bajista de los Kiss, Gene Simmons, que han convertido el retiro de Nelson en un peregrinaje (privado) a otro tiempo, una comuna donde todo está permitido, como en su vieja pizarra, blanda y pagana.

placeholder El cuadro que preside su salón de juego . (Cortesía Island News)
El cuadro que preside su salón de juego . (Cortesía Island News)

Una noche, uno de los habituales, el fotógrafo Greg Booth, falleció en plena partida al estallarle la aorta. Todos miraron a Nellie. "Sigamos jugando, es lo que él habría hecho". Estuvieron por tenderlo en el billar, pero lo llevaron al porche y el forense llegó por la mañana. Las partidas son tensas y la hierba muy potente. "Yo no vendo, es solo para consumo propio", aclaraba a un reportero cruzando un alto sembrado cannábico.

Y en una mesa casino, salón y tugurio marino, las cartas, los licores exóticos, el chardonnay que le envía Popovich, las risas, los dólares y canutos sinfónicos, pasan las horas hasta que el sol entra por la ventana. Y si alguno quiere dormir, allí pueden, y si no, pueden bajarse con él a la playa, o hacer lo que les venga en gana.

Nelson es un joven que en mayo hará ochenta y cuatro años.

Nelson vive en el olvido, en bañador, sandalias y collar nativo. Nelson vive donde quiere morir, vive al fin y al cabo como siempre quiso vivir. Su nombre llena páginas doradas en un montón de libros, viejos y de nuevo cuño, escritos por esnobistas de la Big Data que nunca hablaron con él. Ha rechazado a todos los biógrafos. "Mi vida es un dolor de cabeza, y no puedo recordar mucho más".

A Nelson no le gusta hablar de sí mismo.

Ni para gritar al mundo que el chiquillo que él quiso elegir, entre ceja y ceja una noche del draft, contra viento y marea, que a ver cómo iba a encajar con Monta Ellis, se llamaba Stephen Curry. Porque puestos a revolucionar, mejor revolucionarlo todo antes de marchar.

Al último valiente que se atrevió a cruzar la puerta, en Maui, Hawaii, el viejo lo recibió indiferente, qué es lo que quieres, pues una entrevista como le indiqué en el correo, y lo llevó al salón, infestado de cosas y desorden, lo sentó en una mesa de póker, que aún olía a noche y ceniza, y Nelson, que no estaba muy hablador, se encendió uno de sus chirlazos, un humo denso y pesado, se lo pasó al periodista, que no rehusó por cortesía y se puso a fumar también. Al cabo de unos minutos la entrevista ni arrancaba ni salía. No, no echo de menos entrenar, no echo de menos nada de aquello, acabé muy frito.

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