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Esa gente que no puede permitirse calmarse porque no le da la vida
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Héctor G. Barnés

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Esa gente que no puede permitirse calmarse porque no le da la vida

Cuando miro a mi alrededor, veo gente nerviosa, moviéndose con prisa, tirando cosas y tropezándose. Solo los privilegiados pueden permitirse la calma, el silencio y la pausa

Foto: "No me digas que me calme". (Reuters/Marko Djurica)
"No me digas que me calme". (Reuters/Marko Djurica)
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Hay personas que para relajarse se ponen vídeos de ASMR con sonidos de susurros o de estallidos de plástico de burbujas. Yo veo reels de la escritora Sara Torres. No he leído ninguno de sus libros, ni las compilaciones poéticas ni Lo que hay ni La seducción, no por nada, sino simplemente porque aún no he sacado tiempo. Sus entrevistas producen en mí un efecto semejante al de esos vídeos: al observar su lenta dicción, sus gestos pausados y la lenta elaboración de sus argumentos, acompañado por cierto misterio conceptual, noto cómo la ansiedad se marcha.

Hay elementos en común entre la escritora y el ASMR. La lentitud, la dulzura, los movimientos repetitivos, las pausas, el tomarse tiempo para explicar las cosas. Pero hay algo más en su discurso de lo que carecen todas esas grabaciones pensadas para relajar al oyente: Torres es capaz de desarrollar ideas que yo mismo tengo en algún lugar de mi cabeza hechas un ovillo y que aún no he sacado el tiempo de desembrollar. La sensación es la misma que cuando de niño eres incapaz de deshacer un nudo y de repente tu madre lo desata en un segundo. Me tranquiliza ver que alguien ha podido poner en palabras ese torbellino que tengo en la cabeza.

Durante las últimas semanas me he dado cuenta de que existe un pequeño culto alrededor de esta faceta de la escritora, que llega a provocar desmayos sáficos durante las presentaciones de sus libros. Todo tipo de personas, mujeres y hombres, homosexuales, bisexuales o heterosexuales, reconocen quedarse embobadas escuchando a la escritora. Hay incluso memes que ironizan con esa fascinación. Supongo que a todos nos pasa lo mismo, que nos fascina esa delicadeza, esa pausa y esa ternura porque resultan difíciles de encontrar en el mundo moderno. El tono de la mayoría de influencers y youtubers es, de hecho, el opuesto: hablar mucho y muy rápido y ametrallar al oyente con una salva de conceptos.

Me fijo cada vez más en los gestos de las personas que me rodean porque me resulta la manera más fácil de entenderlas. Las palabras mienten, pero los cuerpos no. Y lo que veo son gestos nerviosos y espasmódicos, piernas que tropiezan, párpados que palpitan, cabezas que pierden la concentración y ojos que miran el móvil como un acto reflejo en cuanto no saben dónde mirar, manos a las que se le caen las cosas o bocas que hablan deprisa y corriendo porque la ansiedad les come y tienen que terminar ya su frase antes de que sea tarde: el reflejo en nuestros cuerpos de ese círculo vicioso tan conocido de agotamiento y estrés retroalimentados. En definitiva, todo lo contrario de la gestualidad tranquila y pausada de Sara Torres.

También, en ocasiones, sigo viendo gestos amables, lentos y comedidos. Con frecuencia los exhiben aquellos que pueden permitírselo porque no viven como pollos sin cabeza y controlan su propio tiempo (o al menos eso parece). Esta semana, Darío Gael Blanco entrevistó a la autora para Vanity Fair y en sus respuestas, ella misma hacía referencia a esa seducción que causan "su voz, presencia y mensaje" y que la convierten en "la Julio Iglesias de las lesbianas" (brillante concepto): "Yo soy consciente de que debo tener todavía gestos y rasgos que vienen de ese entorno de la derecha del norte, que es un entorno súper estrecho, y seguro que hay personas que ven esos rasgos y les da una sensación de resistencia negativa".

La combinación de suavidad, lentitud y sofisticación suele ser el resultado de cierto privilegio social, que le confiere tiempo libre en el presente y que le regaló una manera de hablar, de moverse, de mirar y de sonreír desde su infancia, de un habitus concreto, según el término de Pierre Bourdieu. Lo que nos fascina a muchos de los que vamos como pollos sin cabeza es la inaccesibilidad de esos ademanes que nunca podremos ejecutar más que como mera imitación. Como decía la también escritora Cristina Barrial, autora de La trinchera doméstica, un ensayo sobre las labores del hogar feminizadas, “este magnetismo de habla pausada y silencios controlados, la ligereza, está mediada por la clase social (y hay que decirlo)”.

El espasmo, la prisa y el agobio emergieron junto a la clase trabajadora industrial

Una de las grandes brechas de la sociedad moderna, aunque no sea evidente a primera vista, es la que separa a aquel que puede permitirse la pausa, el desarrollo del pensamiento y la posibilidad de expresarlo detalladamente, tomándose todo el tiempo que haga falta, y el que no no. Escribí en su día sobre aquellas personas que hablan lento porque están acostumbradas a que todo el mundo las escuche, y que tradicionalmente han sido hombres. La gracia, el saber estar y la ligereza son parte del habitus de la clase alta, mientras que el espasmo, la prisa y el agobio emergieron de mano de la clase trabajadora industrial que vio cómo sus ritmos se desligaron de los del mundo natural para pasar a ser controlados por el reloj y la cadena de montaje.

Por eso mismo no creo que la pausa y el silencio hayan estado ligados siempre a la clase social. Hay un tipo de lentitud propia de las generaciones anteriores, también las pobres, que experimentaban el tiempo de otra manera. Aunque ya residiesen en la ciudad, aún no habían sido víctima de la urgencia frenopática propia del siglo XXI. Es posible que sea una mera idealización de la vida rural contra la que me advertiría Raymond Williams, pero todos hemos conocido a esos ancianos criados en la pobreza que se mueven lento, hablan lento, respiran lento y viven al margen del tiempo reglamentado del reloj. O quizá simplemente es que cuando los conocimos ya estaban jubilados.

Recuerdo cómo de pequeño miraba embobado la lenta manera de escribir de mi abuelo, que tenía una caligrafía preciosa porque se tomaba todo el tiempo necesario para dibujarla. Ahora miro el cuaderno de notas que utilizo para escribir este propio artículo y me parece escrito por un demente. Quizá la diferencia se encuentre en que mi abuelo escribía muy poco (una carta de vez en cuando, algún documento por cumplimentar) y yo no paro de escribir, así que lo hago compulsivamente para acortar el tiempo y que me dé tiempo a escribir todo lo que tengo que escribir: cuanto más hemos de producir, menos margen tenemos para lo estético. Lo hago en cualquier sitio: en la mesilla de la cama, en el metro de pie, mientras camino por la calle. Si redactase mis notas con la misma precisión que mi abuelo, este artículo jamás se habría publicado.

placeholder Las notas para este artículo parecen escritas por un desquiciado. (HGB)
Las notas para este artículo parecen escritas por un desquiciado. (HGB)

Pero también es posible que esas buenas formas, esa lentitud, ese cariño y esa ternura, se conviertan en productos. El otro día acudí a la revisión médica anual en una clínica privada que ofrece la empresa, y salí enamorado del enfermero y de la médica que me atendieron. Hacía mucho que nadie me hablaba con tanta tranquilidad, con tanta complicidad, con tanta confianza. No fue hasta que me estaba comiendo el pertinente pincho de tortilla posayuno que me di cuenta de que no era un acto se generosidad, sino una amabilidad fingida que forma parte del servicio contratado. En un mundo donde todos vivimos acelerados, la lentitud es algo que podemos comprar a un precio cada vez más caro.

Mi madre me ha recriminado en muchas ocasiones, sobre todo de pequeño, mi manera nerviosa de moverme y de hacer las cosas. Siempre me decía: "Ah, hijo, es que lo haces todo, pim, pum, pam, dando golpes". Solo con el paso del tiempo aprendí a tomarme mi tiempo, aunque de vez en cuando el nervio vuelve cuando siento que la vida me arrolla, a pesar de que en mi fuero interno sé que cuanto más lento voy, antes acabo las cosas. Vivo bajo el constante yugo de tener la sensación de que si no me muevo sin parar no voy a poder terminar de hacer todo lo que tengo que hacer y que escribir. Ojalá poder permitirme una pausa.

Me da pena, por ejemplo, no poder haber dedicado más tiempo a pensar este artículo y tener que apañarlo sin tiempo para releer La distinción de Bourdieu, que seguro que me habría dado unas cuantas claves. Pero algo tengo que sacar todos los fines de semana. En realidad, quizá no sienta tanta fascinación hacia Sara Torres como envidia. La de haber podido permitirse llegar al fondo de las cosas mientras yo me quedo en la superficie, la de haber alcanzado las mismas conclusiones que a las que yo podría haber llegado si hubiese tenido el tiempo, la pausa y la templanza suficientes. O el talento, cuyo desarrollo no deja de ser otra forma de privilegio.

Hay personas que para relajarse se ponen vídeos de ASMR con sonidos de susurros o de estallidos de plástico de burbujas. Yo veo reels de la escritora Sara Torres. No he leído ninguno de sus libros, ni las compilaciones poéticas ni Lo que hay ni La seducción, no por nada, sino simplemente porque aún no he sacado tiempo. Sus entrevistas producen en mí un efecto semejante al de esos vídeos: al observar su lenta dicción, sus gestos pausados y la lenta elaboración de sus argumentos, acompañado por cierto misterio conceptual, noto cómo la ansiedad se marcha.

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