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Cómo los hombres nos escaqueamos para que las mujeres hagan el trabajo sucio
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Héctor G. Barnés

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Cómo los hombres nos escaqueamos para que las mujeres hagan el trabajo sucio

Una nueva investigación muestra las estrategias que siguen los profesores universitarios para librarse de los marrones: una guía con la que muchos tíos nos sentimos identificados

Foto: Las mujeres cocinan más, pero los chefs estrella son hombres. (Foto: Reuters/Angela Ponce)
Las mujeres cocinan más, pero los chefs estrella son hombres. (Foto: Reuters/Angela Ponce)
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Lo bueno (y lo malo) que tienen los aviones es que son uno de los pocos espacios que nos quedan donde podemos penetrar en la intimidad de los desconocidos sin tener que disimular. Esta semana pasé dos horas y media al lado de una pareja de ancianos de esos que los miras y piensas "qué majos". En algún momento del vuelo, el señor abrió cuidadosamente su maletín, arrojó la servilleta llena de migas, el papel del bocata de salchichón y un clínex usado a su interior y su mujer lo reprendió: "Por favor, Antonio, no seas guarro que tenemos aquí una basura".

Todos hemos oído muchas veces ese infantilizador "por favor, Antonio". Es una escena tierna cuando los protagonistas son abuelillos, pero humillante si se hubiera tratado de veinteañeros, a los que se espera más deconstruidos. La edad tiene sus privilegios, tanto porque la senectud favorece la mirada compasiva de los demás, porque damos por hecho que hay muchos señores mayores muy torpes que siguen comportándose como niños a sus ochenta años. Todos sabemos quiénes son.

A mí también me han dicho muchas veces lo de "por favor, Héctor, pero qué haces". Sobre todo en la cocina, cuando torpemente intentaba echar una mano, esas tres palabras que tan bien describen la asimetría en las labores entre hombres y mujeres, y estorbaba más que ayudaba. Quizá lo hacía porque sabía cuáles iban a ser las siguientes palabras: "Anda, quita, que ya lo hago yo". Como resultado, Héctor no lo hacía.

Me he acordado de esto mientras leo una divertida nueva investigación (divertida, al menos, para los tíos) sobre cómo las mujeres terminan haciendo las labores sucias, tediosas y menos reconocidas, también en el mundo laboral. Hay muchos trabajos destinados a la separación de labores en el hogar, pero menos en el trabajo. El estudio, publicado por dos investigadoras de la Universidad de Copenhague, explica cómo los hombres se escaquean del trabajo más moroso en los departamentos universitarios para centrarse en la investigación, que es lo que les da réditos.

Confesar inutilidad no es modestia, sino la altanería del que no quiere aprender

Lo leía y pensaba "es que soy yo literal" (podría utilizar el pasado, pero no lo haré: no quiero ser uno de esos hombres que hablan de lo malos que son el resto de hombres para decir "¡miradme, ya no soy así!", porque todos seguimos siendo un poco así). No es difícil verse identificado con muchos de esos mecanismos de escaqueo, que importamos de nuestra infancia sobreprotegida a nuestra adolescencia académica y, finalmente, a las sutiles mecánicas del juego de las oficinitas.

El principal mecanismo es el del "ay, es que no sé hacerlo" del que ya hablé una ocasión a propósito de los hombres selectivamente inútiles que tenían un Nobel, pero no sabían hacer la cama. Dentro testimonio de uno de los entrevistados: "En la rara ocasión en la que este trabajo administrativo cae en sobre mi escritorio, le digo al director del departamento: '¿estáis seguros de que no os habéis equivocado?' La administración no es mi fuerte". Confesar tu inutilidad en ciertos asuntos no es signo de modestia, sino de todo lo contrario: de esa altanería del que no ha necesitado aprender determinadas cosas porque siempre ha tenido a alguien que lo hiciese por él.

placeholder Así en la casa como en el aula. (Foto: Reuters/Eric Gaillard)
Así en la casa como en el aula. (Foto: Reuters/Eric Gaillard)

La siguiente estrategia es hacer lo mínimo posible, pero que sea evidente que lo estás haciendo. "Uso la táctica de apuntarme a actividades triviales, como formar parte de un comité que se reúne apenas unas veces al año, cosas así", explica otro. "Cuando el director del departamento me pide que forme parte de algún grupo de trabajo, siempre cito esas actividades: 'Mira, ya estoy en esto y aquello, no puedo hacer más ahora mismo'". Es, siguiendo la metáfora de la cocina, el equivalente a ser pinche. ¿Qué no ayudo? Pues claro que ayudo, si paso el mismo tiempo que tú en la cocina (eso sí, tú cocinando y pensando qué comer; yo, acatando órdenes).

Otro de los entrevistados lo denomina "máxima minimización": "Cuando me piden que forme parte de un comité, respondo 'ya sabes que no soy un vago y que siempre trabajo duro, pero no me pidas que participe en procesos burocráticos, porque creo que son inútiles'". Es decir, el "es que echa una mano en casa" que suele traducirse en todos esos apaños masculinos. Cambiar una bombilla, instalar unos electrodomésticos, barnizar unos muebles. Pero ¿cuántas veces a la semana hay que cambiar bombillas, instalar electrodomésticos, barnizar muebles?

El siguiente nivel es el de que se note mucho que estás siempre atareado. Los gestos los conocemos. No levantes la mirada de la pantalla, pon cara de agobio, corre a todas partes y muévete rápido y sin mirar a los ojos; muestra, en definitiva, que no tienes un segundo y así nadie te parará para robarte tu tiempo. Sigamos con la metáfora alimenticia: su paralelismo sería ese señor que no ha tocado una cacerola a lo largo de toda la semana, pero que cuando llega el domingo se pone a hacer una paella de puta madre (chaval), de la que presume ante familia, amigos y redes sociales como si hubiese cosechado el arroz con sus propias manos. No como esa triste tortilla francesa que su esposa cocinó, agotada, el jueves por la tarde.

"El hombre considera su aportación al hogar como un mérito que debía ser reconocido"

Lo más divertido de todo es que, como explica la investigación realizada a partir de 163 entrevistas con miembros del mundo académico danés, es necesario invertir mucho tiempo y esfuerzo en escaquearse de hacer el trabajo sucio: "Todo indica que nuestros participantes masculinos han encontrado formas de decir 'no' que son aceptadas por los directores de sus departamentos, y a veces por sus compañeras, que comparten la idea de que los hombres son unos chapuzas para estas cosas", explica la autora como cuando en Parque jurásico dicen "la vida siempre se abre camino". La última gran ironía: hace falta mucho trabajo para no trabajar.

El 60% y el 40%

Lo interesante del trabajo de Margaretha Järvinen es que por fin traslada al mundo académico lo que ya se había estudiado en los hogares. En uno de los estudios clásicos sobre el tema, Arlie R. Hochschild, profesora de Sociología de la Universidad de California y autora de La jornada doble (Capitán Swing), analizaba el reparto de tareas en el hogar y la percepción que cada uno de los dos miembros de la pareja tenía sobre este.

Aunque en los hogares californianos el reparto era casi equitativo (60% para ellas, 40% para ellos), lo llamativo eran las visiones tan distintas que tenían unos y otros, como recuerda Eloy Fernández Porta en su último libro, Medianenas & milhombres (Anagrama): "La mujer consideraba que la igualdad seguía siendo una asignatura pendiente y que 'él no pone lo suficiente de su parte'", explica "El hombre, criado por mujeres hacendosas —hijo, amigo y compañero de otros hijos y esposos de mujeres abnegadas—, consideraba su dedicación al hogar como un mérito, y creía merecer reconocimiento por él".

Ellas terminan realizando el fatigoso y gris trabajo de administración, esa forma posmoderna del cuidado, porque han sido socializadas para ello, es decir, para sentir culpa si eluden sus responsabilidades. Ellos, sin embargo, han sido criados en un entorno que les ha eximido una y otra vez de realizar labores consideradas femeninas, como ese patriarca que exhibe su magnanimidad ante sus invitados, impidiendo que ningún hombre se levante a recoger la mesa.

El motor que lo mueve todo es ese sentimiento de culpa generado por la socialización familiar y años y años de experiencias acumuladas, como que los directores de departamento recriminen a las mujeres que no hagan el trabajo gris mientras se lo pasan por alto a sus compañeros. No se trata no solo de no sentir culpa por escaquearse, no se trata solo de presumir de ello, sino también de sentir que con hacer una cosa que hagamos ya hemos hecho demasiado. Hombres consentidos que hemos apuntalado nuestro escaqueo a base de prestigio, carisma y falsa torpeza.

El otro día hablábamos sobre la carta de las condiciones que Albert Einstein impuso a su mujer para aceptar casarse con él, y que aparece recogida en el libro Mileva Einstein, teoría de la tristeza de Slavenka Drakulic (Círculo de Lectores): "Te vas a ocupar de que mis trajes, ropa interior y sábanas estén limpios. De que reciba tres comidas diarias en mi habitación. De que mi dormitorio y estudio estén limpios y, especialmente, de que mi escritorio lo use solo yo". En la época del físico, en la que las mujeres aún buscaban una habitación propia ante los escritorios que solo podían usar sus maridos, todavía eran necesarias las órdenes. Hoy hay algo mucho más útil y sutil: un montón de trucos y estrategias para conseguir que los demás (las demás) hagan lo que tú no quieres hacer.

Lo bueno (y lo malo) que tienen los aviones es que son uno de los pocos espacios que nos quedan donde podemos penetrar en la intimidad de los desconocidos sin tener que disimular. Esta semana pasé dos horas y media al lado de una pareja de ancianos de esos que los miras y piensas "qué majos". En algún momento del vuelo, el señor abrió cuidadosamente su maletín, arrojó la servilleta llena de migas, el papel del bocata de salchichón y un clínex usado a su interior y su mujer lo reprendió: "Por favor, Antonio, no seas guarro que tenemos aquí una basura".

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