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Esa gente a la que le gustaba leer y que hoy es incapaz de hacerlo
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Héctor G. Barnés

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Esa gente a la que le gustaba leer y que hoy es incapaz de hacerlo

Me da miedo la cantidad de gente culta y lectora que últimamente es incapaz de sentarse a leer un libro: se aburren, se ponen nerviosos y no son capaces de avanzar

Foto: Imagen de archivo de una joven leyendo. (Reuters/Stefano Rellandini)
Imagen de archivo de una joven leyendo. (Reuters/Stefano Rellandini)
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Compré Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos el año pasado, y ahí está ese fardo de páginas lleno de letritas enanas mirándome desde la estantería mientras acumula polvo. Según Howlongtoread, la página que nos dice cuánto vamos a tardar en leer cada libro, me llevará siete horas y 42 minutos acabarlo. Es decir, si me pongo un domingo por la tarde después de comer, para la noche lo habré acabado. Ni de coña. Sé que necesitaré al menos tres tardes dominicales para siquiera avanzar un poco. ¿Siete horas? Más bien, veintiuna.

Es físicamente imposible que sea capaz de concentrarme durante siete horas y cuarenta y dos minutos, no solo por las pausas preceptivas (un vaso de agua, una visita al baño, un vaso de agua, una visita al baño) sino por eso en lo que están pensando: los ineludibles vistazos el móvil, cada vez más largos y dispersos a medida que el cansancio va haciendo mella en mi concentración. Una página, una miradita, una página, una miradita.

Tengo una costumbre muy mala que no recomiendo a nadie. Me permito echar un vistazo al móvil cada vez que acabo un capítulo, lo que está muy bien si se trata de una novela decimonónica, no tanto si se trata de una novelita experimental o uno de esos best sellers de capítulos de cinco páginas. El ciclo es siempre el mismo. Mirar WhatsApp, responder WhatsApp, mirar Twitter, mirar Instagram, volver a mirar WhatsApp, responder WhatsApp, mirar Twitter… Hasta que descubro escandalizado que he tardado una hora en avanzar veinte páginas y total, estoy demasiado cansado como para seguir leyendo, así que lo dejo.

Hay un magnífico capítulo de Poquita fe, la serie de Montero y Maidagán, que ilustra perfectamente estos círculos viciosos. Berta, el personaje interpretado por Esperanza Pedreño, se queda sola en casa en Semana Santa porque su pareja tiene que trabajar, así que decide tomárselo con calma y leer un tocho titulado El leñador perdido. Es incapaz: se pone a ordenar la cocina, se baja a la pescadería, le llama su madre que le tiene una hora al teléfono. Cuando por fin consigue sentarse, se queda dormida en el sofá. Como reconoce: "Es que cuando no tienes costumbre…"

Tenemos la sensación de que tardamos el doble en hacer todo

Me siento casi un privilegiado. Al fin y al cabo, con múltiples interrupciones y lentamente, sigo siendo capaz de leer libros. Pero me aterroriza la cantidad de gente culta y lectora que últimamente me ha confesado que es incapaz de leer un libro. No me refiero a esa gente que legítimamente nunca ha tenido interés por la lectura, sino los que la tuvieron y que, por distintas circunstancias, lo dejaron de lado y no han sido capaz de recuperar el hábito.

Por lo general, la explicación que suele aducirse es que no tienen tiempo, pero debajo de esa falta de tiempo hay una falta de concentración que es otra forma de denominar a la falta de tiempo. Si bien es cierto que a medida que nos hacemos mayores es más difícil encontrar un hueco para leer, también lo es que nuestro tiempo libre está mucho más lleno de distracciones. La dificultad para centrarnos en una tarea provoca que esta se alargue mucho más, por lo que tenemos la sensación de que debemos destinar mucho más esfuerzo y tiempo a aquello que en el pasado nos resultaba más o menos sencillo. Otra explicación habitual es que no consiguen encontrar ningún libro que les enganche. En realidad, lo que quieren (queremos) decir es que hay otras cosas que nos enganchan más.

placeholder Un hombre en Malta, luchando contra el aburrimiento. (Reuters/Darrin Zammit Lupi)
Un hombre en Malta, luchando contra el aburrimiento. (Reuters/Darrin Zammit Lupi)

Tarde o temprano, todos vivimos un momento epifánico en el que nos damos cuenta de que hemos perdido la capacidad de concentrarnos. El de la lectura es el ejemplo más evidente, pero también puede ser jugando a un juego de mesa o de cartas, viendo una película o incluso contemplando un partido de fútbol que antes podíamos ver sin pestañear. Me resulta triste encontrarme con gente que disfrutaba tocando un instrumento, o haciendo ganchillo, o cocinando repostería, que reconoce que ya no tienen la paciencia para hacerlo.

Porque el esfuerzo que suponen estas actividades no proporciona la misma recompensa dopamínica que los estímulos con los que compiten. El ejemplo más claro es el de los videojuegos. Cuántos de nosotros hemos vuelto a juegos que hace tresinta años nos volvían locos y que nos han aburrido a los cinco minutos. ¿Cómo era posible que de pequeños nos tuviesen pegados a la pantalla cada tarde? Hoy solo aguanto los juegos compulsivos y adictivos a lo Vampire Survivors, y sería incapaz de concentrarme en un juego de estrategia o de construcción de ciudades.

No hay nada más triste que darte cuenta de que eres incapaz de obtener placer, satisfacción o confort de todas aquellas cosas que te encantaban en el pasado porque tenemos el cerebro frito y somos incapaces de generar serotonina de forma natural. No podemos echarle toda la culpa a "las pantallas" porque forman parte de un ecosistema más complejo que conspira para arrebatarnos los placeres naturales. Un entramado de causas y consecuencias donde vemos banal todo aquello que no tenga una aplicación inmediata; un mundo ultracompetitivo en el que nos frustramos cuando nos percibimos mediocres, cuando nos quedamos atascados en un puzzle o en un párrafo de un libro que no terminamos de entender. En lugar de intentar superar la adversidad, la dejamos de lado porque no estamos para perder el tiempo con tonterías.

El otro día respiré al ver que un libro que quiero leer tiene menos de 200 páginas

El tiempo se repliega

El otro día me sorprendí respirando aliviado al descubrir que un libro que quiero leer no supera las doscientas páginas. ¡Pero en qué clase de persona me he convertido! Los libros cortos tienen una ventaja de la que carecen los tochos tipo Las amistades peligrosas o El leñador perdido: no dan esa sensación agobiante de que detrás de cada palabra hay otra palabra y detrás de cada página hay otra página sin final a la vista. Una de las quejas más habituales que suelo escuchar (o pronunciar) en los clubs de lectura es que determinados libros son muy redundantes para lo que cuentan. Pero tal vez el problema es nuestro, porque ya no aspiramos a tener un conocimiento profundo de nada, sino que nos conformamos con lo breve, lo superficial y lo básico. No estamos para mucho más.

Leía esta semana el llamativo testimonio de Hugh McGuire, un editor literario que hace no tanto era incapaz de leer más de cuatro libros al año (una cantidad que, para ser un editor, es bien baja). Como suele ocurrir en estos casos, el texto publicado en Medium se presentaba como un proceso de redención y éxito en su proceso de "reaprender a leer libros" tras haberse dado cuenta de sus problemas de concentración. Es fácil empatizar con él cuando describe ese cosquilleo que siente cuando hablando con un amigo siente la tentación de mirar el móvil para comprobar si tiene alguna notificación.

Una de las reflexiones más interesantes del artículo era que, al contrario de lo que sugiere la lógica, el autor se sentía más cansado en sus días menos productivos. No tanto por el sentimiento de satisfacción que obtenemos de aquellos días en los que nos cunde, sino porque los días perdidos son aquellos en los que caemos en una espiral de distracciones continuas que nos obligan a dividir nuestra atención. No es que McGuire no pudiese concentrarse por estar cansado, sino que estaba cansado por no poder concentrarse. Como recuerda citando a Daniel J. Levitin, autor de Tu cerebro y la música (RBA), "requiere más energía cambiar tu atención de tarea en tarea que concentrarse".

Preferimos realizar otra tarea más que enfrentarnos a nuestra incapacidad de gozar

Uno de los sentimientos más comunes en el siglo XXI es el de que cada vez tenemos menos tiempo a pesar de que disponemos de más adelantos tecnológicos que deberían ayudarnos a eliminar las tareas innecesarias. En El tiempo (Península), de la profesora Carol Kaufman-Scarborough, de la Universidad Rutgers, que no se trata tanto de nuestra incapacidad de organizarnos como de "nuestros sentimientos y pensamientos", ya que incluso la gente más meticulosa comparte esa sensación de no tener tiempo: "La incapacidad por concentrarse es una de las tres fuentes (junto con el estrés y la desgana) de la premura de tiempo que sienten tantas personas".

El triángulo de las Bermudas de la incapacidad de disfrutar que experimentamos tan a menudo y que nos empuja a la peor de las paradojas: que prefiramos realizar otra tarea aburrida más (como ordenar los botes de la cocina) a enfrentarnos ante la dura realidad de que hemos dejado de poder hacer lo que más nos gustaba, que hemos perdido la capacidad de concentración y, con ella, la de extraer placer de nuestras aficiones. Que hemos convertido nuestra vida en una lista de tareas infinitas que no podemos, ni queremos, llegar a completar.

Compré Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos el año pasado, y ahí está ese fardo de páginas lleno de letritas enanas mirándome desde la estantería mientras acumula polvo. Según Howlongtoread, la página que nos dice cuánto vamos a tardar en leer cada libro, me llevará siete horas y 42 minutos acabarlo. Es decir, si me pongo un domingo por la tarde después de comer, para la noche lo habré acabado. Ni de coña. Sé que necesitaré al menos tres tardes dominicales para siquiera avanzar un poco. ¿Siete horas? Más bien, veintiuna.

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