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El juicio de Núremberg a los nazis era tan aburrido que Rebecca West se lio con el juez
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El juicio de Núremberg a los nazis era tan aburrido que Rebecca West se lio con el juez

El escritor Uwe Neumahr recoge los aspectos más íntimos de los periodistas que cubrieron el famoso juicio en el libro 'El castillo de los escritores'. Este es un extracto

Foto: La periodista Rebecca West en 1953 (Getty Images)
La periodista Rebecca West en 1953 (Getty Images)

"El fascismo es una huida descerebrada de la necesidad del pensamiento político en dirección a la fantasía". Rebecca West

Cuando se hizo evidente que el juicio iba a durar hasta entrado el verano de 1946, empezó a reinar en el juzgado una sensación generalizada de frustración y aburrimiento. Pasada la emoción que había provocado el interrogatorio de Göring, las largas tandas de preguntas a los demás acusados y a sus testigos resultaban tediosas. El corresponsal judío Levi Shalitan habló de un juicio de chicle, no solo porque los acusados y el personal de seguridad mascaban chicle habitualmente, sino también porque "es el chicle mismo lo que mejor caracteriza el juicio: el gusto de amargura dulce del mentol se diluyó hace tiempo y todo lo que queda en la boca es un tedioso estirar y chupar". El 23 de mayo de 1946, el juez suplente británico Norman Birkett, convencido de la absoluta inutilidad de esas montañas de papel y esos miles de palabras, escribió en su cuaderno de apuntes que su vida amenazaba con esfumarse. Por poco no cayó en la desesperación a causa de la desconcertante pérdida de tiempo.

En otras ciudades alemanas, los responsables del régimen nacionalsocialista habían sido condenados en juicios más pequeños que se habían resuelto al cabo de pocas semanas. En Núremberg, las cosas sucedieron de otro modo. La minuciosidad judicial, sufrida muy especialmente por los juristas, era exasperante. Tenían que ocuparse sin cesar de detalles monótonos. A ello se sumaba la desconfianza mutua entre los representantes legales aliados. Los jueces angloamericanos consideraban a los testigos soviéticos poco fiables y pensaban que el modo de proceder de los fiscales soviéticos era inadecuado. Norman Birkett calificó su estrategia de acusación como "manifiestamente primitiva". Se sentía frustrado en grado sumo y buscaba maneras de distraerse, sobre todo porque no podía hacer nada por cambiar las circunstancias.

Aficionado a la literatura, acabó por hallar un refugio en el intercambio furtivo de poemas ocasionales. Birkett tenía amistad con algunos colegas jueces. Por las noches, jugaban al póquer, compartían cenas y fiestas, y eran también estos preciados momentos de relajación del día los que añoraba cuando hacía anotaciones en su cuaderno. Así le escribió al estadounidense Francis Biddle durante una de las sesiones:

"Birkett to Biddle after one long dreary afternoon

At half-past four my spirits sink

My mind a perfect trance is:

But oh! The joy it is to think

Of half-past seven with Francis"

placeholder El castillo de los escritores, de Uwe Neumahr.
El castillo de los escritores, de Uwe Neumahr.

Francis Biddle (1886-1968), el portador de la esperanza de diversión nocturna al que alude, era el juez principal estadounidense. Antes del juicio, a sus sesenta años, había aspirado a la presidencia del tribunal, pero por razones diplomáticas tuvo que dejar el puesto al británico sir Geoffrey Lawrence. Tras la elección, anotó en su diario, con intacta confianza en sí mismo, que había de "dirigir el espectáculo de todos modos", puesto que, a su parecer, el inexperto Lawrence dependía totalmente de él. Los celos y los juegos de poder también marcaron la relación de Biddle con su compatriota Robert H. Jackson. Durante años, este había estado un peldaño por delante de él en la carrera profesional: cuando Jackson, más joven que Biddle, fue nombrado en 1940 ministro de Justicia de Estados Unidos, Biddle apenas había llegado a ser fiscal general. Sin embargo, ahora se habían intercambiado los papeles: Jackson tenía que persuadir con sus argumentaciones; pero era Biddle quien decidía.

En el círculo de los colaboradores de Jackson en Núremberg, Biddle era realmente odiado. Thomas J. Dodd, que formaba parte del personal de Jackson y que se convirtió en fiscal general tras el regreso de este último a Estados Unidos, se manifestó de manera extremadamente negativa respecto a Biddle y sus capacidades jurídicas en cartas privadas: "Biddle es tan desagradable como se puede llegar a ser. Pero aquí todo el mundo sabe que es un impostor y, lo que es peor, un hombre sin carácter", le escribió a su mujer. "Hará una farsa, otra vez, de este juicio". "¡En qué manos se ha puesto tanta responsabilidad!"; así terminaba Dodd una carta llena de desesperación. Por su parte, la reacción de Biddle ante el interrogatorio que le hizo Jackson a Göring fue de regodeo. Le informó con aire triunfal a su esposa de cómo su compatriota, tras el duelo retórico, quedó sentado en la sala de audiencias "infeliz y derrotado, con plena conciencia de su fracaso".

Biddle era vástago de una antigua y distinguida familia de Filadelfia. A los ojos de sus colegas juristas era un señor refinado que a veces podía mostrar aires desdeñosos y que hacía resaltar su ego a costa de los demás. Con el británico Norman Birkett tenía en común que su puesto en el juzgado no dejaba satisfecho a nadie: Biddle no era magistrado presidente y Birkett, que en principio debía haber presidido el tribunal, no era miembro del cuerpo con derecho a voto. Biddle se encargó de que su entorno estuviera al tanto de esto. Para Telford Taylor, que formaba parte de la fiscalía de Estados Unidos, solo esto demostraba que Biddle era inapropiado para la presidencia del tribunal. Él "jamás habría podido transmitir un aura de imparcialidad como Lawrence".

Una imagen totalmente distinta de Biddle tenía Rebecca West (1892-1983), la grand old lady del periodismo británico. Su llegada causó revuelo en Núremberg. Viajó a la ciudad francona a finales de julio de 1946, desde donde informó, sustituyendo a Janet Flanner, para el New Yorker y más tarde para el Daily Telegraph. Nacida Cicilyn Fairfield, había tomado prestado su nombre artístico "Rebecca West" de un personaje femenino del drama de Henrik Ibsen La casa de Rosmer. "Debes vivir, trabajar, actuar. No quedarte sentado aquí reflexionando", sostiene la heroína de Ibsen, un lema que Cicily Fairfield asumió para sí misma. En Londres, primero recibió clases de actuación y participó en el women’s suffrage movement, pero poco después se apartó de los escenarios. Empezó a escribir como Rebecca West, se convirtió en feminista militante y crítica literaria. Con veinte años, Rebecca West ya era famosa por sus artículos ingeniosos y mordaces.

Quedó embarazada de H. G. Wells. Sin embargo, el escritor, que tenía un matrimonio abierto, no cambió su estilo de vida

Después de que la curiosidad se convirtiera en una amistad literaria y finalmente en un vínculo íntimo, quedó embarazada de H. G. Wells, uno de los autores a los que más había criticado. Sin embargo, el escritor, que tenía un matrimonio abierto y para quien West no era más que uno de sus numerosos romances, no cambió su estilo de vida. Su paternidad se mantuvo en secreto, con el consentimiento de West. En público, ella hacía pasar por sobrino suyo a su hijo, con el que mantuvo una relación difícil a lo largo de toda su vida. Este se vengó más tarde dando a conocer quiénes eran sus dos progenitores en un libro escandaloso.

En 1928 West conoció a su futuro esposo, el banquero Henry Maxwell Andrews. El matrimonio, contraído en 1930, le brindó estabilidad. West hizo carrera como periodista y autora de libros. Segura de sí misma y poco convencional, se perfiló como escritora de novelas de crítica social. El bienestar material que logró, sin embargo, era contrarrestado por un deterioro emocional. Tras siete años de matrimonio, Andrews se separó de ella. Ambos tenían affaires, pero a West, al menos, no la satisfacían a largo plazo. Así pues, su viaje a Núremberg en el verano de 1946 fue para ella un cambio bienvenido. La "mejor reportera del mundo", como la llamaría más tarde el presidente Truman, iba en busca de aventura.

Sin embargo, lo que se encontró en Núremberg no fue emocionante para nada. West topó precisamente con lo mismo que desmoralizaba a Birkett y a Biddle. "El símbolo de Núremberg era un bostezo", comentó. El aislamiento en un espacio tan reducido contrariaba a los participantes del juicio. "Vivir en Núremberg ya implicaba en sí mismo una prisión física incluso para los vencedores". También West advirtió pronto que el único entretenimiento eran las reuniones nocturnas. Quedó encantada cuando se encontró con Francis Biddle en una cena, pocos días después de su llegada a Núremberg. Ya se habían visto en dos ocasiones en Estados Unidos, la última de ellas en 1935, cuando West informaba acerca de una serie de reformas económicas y sociales que se habían impulsado como consecuencia de la Gran Depresión. Ya entonces se habían llevado bien y habían sentido una atracción erótica subliminal.

placeholder Rebecca West joven, hacia 1912. (Getty Images)
Rebecca West joven, hacia 1912. (Getty Images)

Cuando ahora le contó que estaba informando desde Núremberg para el New Yorker, Biddle le dijo que la revista era una de las pocas cosas en la ciudad alemana que le permitían mantenerse en pie. Había seguido la vida de ella desde la distancia, a través de sus libros; le interesaba la literatura y él mismo había publicado en 1927 una novela. La conversación fue finalmente a parar al tema del juicio. Cuando West manifestó su inquietud por no saber aún lo suficiente sobre el trasfondo del asunto, Biddle la invitó a su villa para contarle más. Conversaron, fueron ganando confianza, repitieron su encuentro y pasaron el fin de semana recorriendo bosques y pueblos cercanos. West estaba fascinada por el carisma de Biddle. "¿No es interesante que el único aristócrata del estrado sea un estadounidense?", le preguntó a uno de sus colegas.

Rebecca West y Francis Biddle iniciaron un vínculo amoroso. A pesar de todos los intentos por mantener la relación en secreto, pronto se extendieron los rumores sobre ellos por todo el entorno del juicio; West, por cierto, alternaba entre el press camp y la villa de Biddle. Según comentó la británica, encima de la cama del dormitorio de él colgaba, consecuentemente, un cuadro "highly erotic" de Venus con Cupido. Seguramente fue también la "atmósfera de lascivia ociosa" de Núremberg (en palabras de Philipp Fehl) lo que facilitó que ella y Biddle pudieran dejar de lado todo tipo de inhibición. "Apenas si había un hombre en la ciudad", escribió West más tarde, "al que no lo esperara una mujer en Estados Unidos [...]". Pero "al deseo de abrazos se añadía el deseo de ser consolado y de consolar". Se buscaba calor emocional, se cedía de buena gana ante el deseo y se formaban parejas, aunque con frecuencia solo por un breve periodo de tiempo. "Estos amores pasajeros a menudo eran nobles, si bien había algunas personas que no querían permitir que lo fueran".

Entre estos últimos estaba el colega de West, Gregor von Rezzori, que veía con ojos menos idealizadores su promiscuidad durante el juicio. "Era una época salvaje y yo me comporté en consecuencia", confesó más tarde el bon vivant en su autobiografía. "Cuando nació [en 1946] nuestro tercer hijo, el menor, en la misma clínica de Hamburgo llegó al mundo unos días después una niña. Ambas madres, en su duermevela, dijeron que el padre de su bebé recién nacido era yo".

West, como Biddle, estaba frustrada sexualmente. En su fuero interno, ya había terminado con el amor físico. A sus cincuenta y tres, después de años sin tener sexo con su marido, escribió que Biddle le había contado que su esposa Katherine le negaba el sexo desde hacía dieciocho meses como castigo por los dolores que había atravesado durante el parto de su segundo hijo. West y Biddle se hacían mutuamente sentir que, a pesar de su edad (él tenía sesenta), seguían siendo deseables. La pareja obtuvo en Núremberg lo que en su hogar se les negaba. Su convivencia se interrumpió por un breve tiempo cuando West regresó a Inglaterra por unas semanas el 6 de agosto. De esta época se conservaron cartas llenas de gestos de ternura y alusiones eróticas. West enviaba algunos de sus reportajes para el New Yorker a Biddle para que los corrigiera, y este se los comentaba. En un pasaje, al hablar del Palacio de Justicia de Núremberg, hizo alusión a una representación alegórica de Eros en el pasillo. Se trataba de un perro de mármol que, según West, describía simbólicamente la soledad y la situación emocional de Núremberg. El perro "está esperando a su amo". Biddle la instó a que regresara. No podía esperar más para volvera oír su británico "lovely, Francis, lovely".

placeholder De izquierda a derecha, el juez Francis Biddle, representante de EEUU, Lord Geoffrey Lawrence, el representante británico, y el general Iona Nikitchenko, el representante soviético en un encuentro informa de jueces del Tribunal Militar de Núremberg, en Berlín en octubre de 1945.
De izquierda a derecha, el juez Francis Biddle, representante de EEUU, Lord Geoffrey Lawrence, el representante británico, y el general Iona Nikitchenko, el representante soviético en un encuentro informa de jueces del Tribunal Militar de Núremberg, en Berlín en octubre de 1945.

La relación física que la pareja retomó tras la vuelta de West el 26 de septiembre también apareció reflejada en la obra de la autora. Como escribe, con razón, la historiadora Anneke de Rudder, West se dedicó en sus ensayos a hacer "una sexualización consecuente del juicio de Núremberg". Ya fuera porque quería provocar con sus artículos, o simplemente porque quería dedicar una mirada poco corriente sobre los acusados, el hecho es que ninguno de sus colegas tematizó el atractivo sexual de Göring como lo hizo ella. Hans Habe, por ejemplo, comparó al antiguo mariscal del Reich con un "chófer desempleado"; William Shirer, con un "radiotelegrafista de barco"; Philipp Fehl, con un condottiere renacentista a la manera de un Cesare Borgia. Rebecca West, en cambio, escribió en el New Yorker: "El aspecto de Göring sugería una sexualidad fuerte, aunque difícil de definir. [...] A veces, en particular cuando estaba de buen humor, recordaba a una madama como las que se pueden ver a última hora de la mañana en las puertas de las casas a lo largo de las empinadas calles de Marsella". En su artículo del 7 de septiembre para el New Yorker, West llegó a comparar el juicio con un peep show histórico en el que los acusados se bajaban los pantalones. Baldur von Schirach le generó la impresión "de una mujer", diciendo lo cual estaba feminizando a conciencia al antiguo líder de las Juventudes del Reich.

La falta de masculinidad, la homosexualidad, la impotencia y el comportamiento "femenino" habían sido insultos populares en la propaganda de guerra, usados para restarle valor al enemigo. Por ejemplo, en una famosa canción de soldados inglesa se decía, siguiendo la melodía de la marcha del coronel Bogey: "Hitler has only got one ball; Goebbels’s got two, but very small; those of Goering are very boring, and poor old Himmler has no balls at all". Rebecca West, la feminista militante, cultivaba estos lugares comunes machistas-sexistas en sus reportes. Para ella, la guerra de las palabras todavía no había terminado. La seguía librando, mientras que su amante tenía que juzgar en la disputa legal entre la acusación y la defensa.

Invernadero con ciclámenes

Con frecuencia West encontraba inspiración para sus artículos en la esfera privada. Como un sismógrafo, reaccionaba a estímulos exteriores que ponían en marcha cadenas de asociaciones. Durante su relación con Biddle, alternaba entre el hogar de él en Núremberg, la Villa Conradi, y el press camp. Un día, el invernadero del parque del castillo despertó su interés y acabó dando título a su ensayo Invernadero con ciclámenes. West narra cómo, en un dorado atardecer otoñal, durante un paseo por el parque, encontró abierta la puerta del invernadero, que hasta entonces había pasado por alto sin prestar atención. Entró y se quedó realmente asombrada. Dentro había una flor tras otra, alineadas en un orden inmaculado: lirios de lino, prímulas obcónicas y, sobre todo, ciclámenes. West estaba desconcertada y lo que veía le parecía totalmente absurdo. En la Alemania destruida, el comercio estaba estancado; en Núremberg, no se podían comprar siquiera objetos de primera necesidad como zapatos, hervidores o mantas. Y en el parque del campamento de prensa, sin embargo, un negocio florecía. El jardinero de una sola pierna, un veterano del Frente Oriental, se dedicaba a su trabajo con el consentimiento de la familia condal y tenía mucho éxito vendiendo flores a una clientela aliada. Cuando West entabló conversación con el hacendoso florista, la pregunta más urgente de este fue si al juicio —cuyo veredicto estaba por pronunciarse— habían de seguirlo otros. Pues solo así podría sacar rédito de la importante temporada de ventas de Navidad.

placeholder Rebecca West llegando a otro juicio famoso, el de Lady Chatterley, en 1960. (Getty Images)
Rebecca West llegando a otro juicio famoso, el de Lady Chatterley, en 1960. (Getty Images)

West aprovechó esta conversación en el parque del castillo como una oportunidad para tratar el tema del carácter y la mentalidad de los alemanes. El jardinero se convirtió para ella en un prototipo. "Había algo auténticamente alemán [... ] en su entrega". A diferencia de un trabajador inglés o francés, para quienes el trabajo era, según ella, un deber necesario para la vida pero indeseable, el jardinero alemán vivía su trabajo como un refugio que lo transportaba a "otra dimensión". La consecuencia positiva de esta mentalidad sería el trabajo de alta calidad que se produciría. Pero esto "no prueba necesariamente que el jardinero tuviera un carácter agradable. En realidad, se le podría reprochar que solamente buscaba refugio en su trabajo porque él y sus semejantes habían demostrado ser extraordinariamente incapaces de hacer del resto de la vida algo soportable". West le adjudicaba al jardinero, como consecuencia de su inclinación a ser un lobo solitario, una falta de responsabilidad y un déficit en cuanto a conciencia social y moral.

Pocos meses antes, Thomas Mann había llegado a una conclusión similar. El 29 de mayo de 1945 había dado una conferencia en Washington en la que había intentado explicar cómo se había podido llegar a la catástrofe que habían causado en los años anteriores Alemania y los alemanes. Su tesis central afirmaba que existía una "conexión secreta del ánimo alemán con lo demoniaco", una convivencia y oposición de fuerzas destructivas y fuerzas creativas. Un punto clave de la reflexión de Thomas Mann era la música, la expresión más elevada del alma alemana. Esto podía darle al arte musical una profundidad insospechada, pero se pagaba caro "en la esfera de la convivencia humana". El cultivo de la interioridad produce en los alemanes con mucha frecuencia un carácter provinciano y un recelo ante el mundo. La facilidad con la que puede ser seducido su carácter conduce a su tendencia a la sumisión. No hay Fausto sin Mefisto. El vínculo de los alemanes con el mundo es "abstracto y místico" y no de unión social, como sí lo es el de otros pueblos.

Afirmaba que existía una "conexión secreta del ánimo alemán con lo demoniaco", una convivencia y oposición de fuerzas destructivas y creativas

Lo que Thomas Mann describía como "místico", según West, tenía su origen en el amor de los alemanes por los cuentos de hadas. El castillo Faber, precisamente, no era para ella sino una "estructura arquitectónica de ensueño" y un cuento de hadas hecho piedra, y, de este modo, una figura simbólica de la mentalidad alemana. Cuando en su ensayo aborda el tema de las edificaciones representativas del nacionalsocialismo comenta: "Eran los extraños resultados de una dedicación excesiva a los cuentos de hadas; porque ese era el sueño que había detrás de toda esta construcción de mansiones, el cual se advertía claramente en este castillo [Faber- Castell]. Las ventanas de su torre eran bastante inútiles, a no ser que Rapunzel tuviera planeado dejar caer su cabello desde ellas; las excéntricas habitaciones superiores [...] en realidad solo podían ser habitadas por una abuela de cuento de hadas con una rueca; la escalera estaba diseñada para la aparición de un príncipe con su princesa, quienes, si no han muerto, deberán estar vivos aún hoy".

Clichés

West era claramente una gran conocedora de los cuentos de hadas de los hermanos Grimm. De arquitectura y estilo decorativo, sin embargo, parecía entender menos: el castillo nuevo con su torre, una ampliación construida entre 1903 y 1906, era cualquier cosa menos una segunda versión del castillo de cuento de hadas de Neuschwanstein. Es cierto que tiene una apariencia medieval; el arquitecto Theodor von Kramer señala en sus memorias: "Todo el conjunto de edificios, en consonancia con los deseos específicos del cliente, tiene carácter de castillo". Sin embargo, no fueron tanto los cuentos de hadas los que inspiraron para ello al propietario, el conde Alexander de Faber-Castell, sino más bien las evocaciones de su propio origen histórico, que se remontaba al siglo XI. Y el castillo Faber-Castell no era para nada tan germano originario y romántico como West informaba a sus lectores, en particular la decoración de sus interiores. Esta tenía un carácter individual que acusaba una amplitud de miras en lo artístico y aspiraciones cosmopolitas. La tribuna para los músicos del salón de baile, por ejemplo, se inspira en elementos ornamentales del Renacimiento italiano. Una habitación de estilo Luis XVI, la llamada habitación de los Limones de la Condesa, una estancia Javanesa y una sala de los Tapices dan muestras de la variedad en cuanto a la historia del estilo. El grupo de artistas que había contribuido a la realización del castillo nuevo era, de hecho, internacional. West, sin embargo, delineó para sus lectores de habla inglesa el cliché de un típico castillo alemán. Lo cual no se correspondía con la realidad.

Su imagen de los alemanes no solo era un cliché; también estaba marcada, como ocurría con la mayoría de los corresponsales que había en el press camp, por sus sentimientos de aversión. La postura de West iba mucho más allá de la prohibición tácita de sentir compasión que mantenía a los vencidos separados de los vencedores. Con ello, sirvió al discurso dominante en los medios de comunicación angloamericanos, que se basaba en el temor a que los alemanes volvieran a tomar las armas. En marzo de 1946, un artículo del Reader’s Digest decía que un exceso de compasión solo llevaría a que una "Alemania derrotada, humillada y con deseos de venganza resurgiera de sus cenizas y emprendiera un tercer intento de dominar el mundo".

Mientras que en sus escritos destinados al público West seguía expresándose con relativa moderación respecto a los alemanes, en sus observaciones privadas daba rienda suelta a su resentimiento. Ya había hecho lo mismo antes de que los nacionalsocialistas cometieran sus peores crímenes. Durante su visita a Alemania en los años treinta le había preguntado a su hermana en una carta por qué los británicos no habían pasado a cuchillo a todos los hombres, mujeres y niños de aquella "nación abominable" después de la Primera Guerra Mundial: "La misericordia y la caridad demenciales del Tratado de Versalles me hacen rechinar los dientes".

West: "La misericordia y la caridad demenciales del Tratado de Versalles me hacen rechinar los dientes"

Se podrían consentir diatribas semejantes tratándose de las atrocidades alemanas, pero sus declaraciones sobre otros asuntos proyectan una sombra de duda sobre West. Entre 1936 y 1938 había pasado un tiempo en los Balcanes, donde se volvió una ferviente defensora del nacionalismo serbio. Fomentaba la "pureza eslava" y tildaba a los croatas de traidores, puesto que estaban infectados "por el influjo austriaco como por una enfermedad". Estas afirmaciones se encuentran en el libro de West Schwarzes Lamm und grauer Falke [Cordero negro, halcón gris], aparecido en 1941, un híbrido literario de diario de viajes y epopeya. No por casualidad a West se la califica en publicaciones académicas de "racista, incluso a la manera nazi en la crudeza de sus estereotipos raciales y su aceptación de la violencia". También corresponde a esta faceta su observación sobre Albert Speer en Núremberg, a quien describió, cuando lo vio en el banquillo de los acusados, como "negro como un mono".

En cualquier caso, a West los alemanes le parecían "un pueblo atontado", y pensaba que en particular las mujeres alemanas carecían de aptitudes tanto intelectuales como domésticas. Como otras de sus colegas, advirtió que el juicio contra los criminales de guerra era un asunto puramente varonil. Sin embargo, el número de reporteras estaba en marcado contraste con la mayoría masculina en el juzgado. Mujeres como West no solo opinaban, sino que eran responsables en buena medida de la imagen periodística del juicio. West, una vez más, no pudo reprimir una indirecta contra los propietarios del castillo: "Nada podría haber insultado más el espíritu del castillo que estas corresponsales. Sus salones estaban concebidos para mujeres que vivían en sus corsés como en torres de prisión, [...] cuyos pies se veían atrapados en zapatos que les imposibilitaban un andar ligero y que anunciaban el eterno ocio del que gozaban sus portadoras".

Entre las mujeres que estaban presentes entonces en el castillo no había lugar para el ocio. Tenían que entregar sus artículos a un ritmo acelerado. Por eso, para West, sus laboriosas colegas eran también trabajadoras de la educación para lograr la emancipación y la re-education. Había una en particular, la judía francesa Madeleine Jacob, que sobresalía en este aspecto.

Madeleine Jacob dejaba tras de sí quemaduras en el aire de lo rápido que corría por los pasillos [del castillo]. [...] Su maravilloso rostro judío se veía a la vez acongojado y resplandeciente por su alegría intelectual contestataria. A los propietarios del castillo les habría resultado muy difícil de comprender la situación; entender que estas gitanas manchadas de tinta se habían ganado el derecho de acampar en su ciudadela.

"Eres una buena chica, pero es a mi mujer a quien realmente quiero"

Sin duda, West podía llevar una vida más independiente que las desvaídas condesas del castillo Faber-Castell, que para ella eran prisioneras. Sin embargo, pronto había de experimentar en su relación amorosa con Francis Biddle que la imagen acerca de la mujer que tenían los hombres dominantes no había cambiado demasiado. Biddle no pensaba darle a West más que el rango de una amante. No se podía sacudir, al menos no en Estados Unidos, la imagen exterior de un matrimonio intacto, monógamo. Biddle se puso nervioso cuando su mujer anunció que iba de visita a Núremberg. Katherine Garrison Chapin era una reconocida poeta lírica, algunos de cuyos poemas fueron musicalizados e interpretados por renombradas orquestas como la New York Philharmonic Orchestra. Ambos eran personalidades respetadas en el ámbito público y Biddle quería continuar su carrera, después del juicio de Núremberg, en Estados Unidos. No podía hacer que mermasen los méritos que se había granjeado en Franconia a causa de un divorcio, y menos aún poner en peligro su brillante trayectoria jurídica por algo que pudiera dar una mala imagen de él. Al fin y al cabo, se había hecho retratar por su hermano, el pintor George Biddle, como un padre de familia moralmente intachable en el fresco mural Life of the Law en el Departamento de Justicia estadounidense.

Le había contado a su esposa que estaba en contacto con la famosa escritora Rebecca West en Núremberg. En apariencia afectuoso, le hizo creer que solo se relacionaba con la autora inglesa porque ella podía reemplazar el mundo literario de Katherine en la ciudad francona. Cuando esta canceló su visita debido a las dificultades del viaje, Biddle sintió un gran alivio.

West, entretanto, había estado en Berlín, desde donde informaba para el New Yorker. Biddle, desbordado de trabajo y consciente de sus responsabilidades, había pasado los días laborables en los paneles de jueces donde, tras una maratón de 218 días de proceso, colaboró con la preparación del veredicto para los criminales de guerra. Fue gracias a su cambio de opinión en estos días que Albert Speer se salvó. Al principio Biddle había exigido, junto con el juez soviético, la pena de muerte para el antiguo ministro de Armamento del Reich. Sin embargo, en el empate que se había producido —el juez francés y el inglés votaban a favor de una pena de prisión— cambió de opinión y se pronunció finalmente a favor de una pena de veinte años de cárcel. En su justificación del veredicto, escribió: "Como circunstancia atenuante, debe reconocerse que [...] en el estadio final de la guerra fue uno de los pocos hombres que tuvieron el coraje de decirle a Hitler que la guerra se había perdido y de adoptar medidas para evitar, tanto en los territorios ocupados como en Alemania, la destrucción inútil de centros de producción".

Cuando West regresó a Núremberg desde Berlín, se dirigió enseguida a la villa de Biddle. Él la encontró sorprendentemente tímida y reservada, algo por completo diferente de sus cartas apasionadas. West se disculpaba alegando cansancio, pero al final ya intuía que la relación estaba llegando a su fin. A su amiga Emanie Arling le había escrito en agosto que probablemente no habría tenido ninguna posibilidad con Biddle si su mujer hubiera estado con él. Ahora además ambos estaban tensos, habida cuenta de la proximidad del veredicto. Su mundo sentimental no podía cumplir ninguna función en ese momento. Se trataba de un acontecimiento histórico que el mundo entero anhelaba y había de observar. Biddle tenía que tomar la responsabilidad, literalmente, de todo ello; West, por su parte, debía encontrar palabras que estuviesen a la altura.

Durante el discurso del veredicto, el 1 de octubre, West estuvo presente en el juzgado y dio fe de la compostura de los condenados a muerte al escuchar su sentencia. Después del veredicto escribió: "Habíamos averiguado lo que habían hecho, más allá de toda duda, y ese es el gran mérito del juicio de Núremberg. Ninguna persona que sepa leer y escribir puede afirmar ahora que estos hombres han sido algo más que excrecencias de la bestialidad". Estuvo en desacuerdo con una única sentencia: el hecho de que Hans Fritzsche, el jefe de radio del Ministerio de Propaganda de Goebbels, fuera absuelto, lo vivió como "algo lamentable".

placeholder 1946: Miembros del Tribunal de Núremberg. Francis Biddle es el sexto por la izquierda. (Getty Images)
1946: Miembros del Tribunal de Núremberg. Francis Biddle es el sexto por la izquierda. (Getty Images)

Tras el pronunciamiento del veredicto, Biddle y West viajaron a Praga, la ciudad más hermosa que ella había visto en su vida. El tiempo que pasaron allí juntos estuvo marcado por la melancolía y los indicios de la despedida que se acercaba. Vieron una película en el cine que parecía un presagio: el melodrama de David Lean Breve encuentro trata de un gran amor sin futuro. Una mujer casada y un hombre casado se enamoran, pero saben de la imposibilidad de su relación. La ficción de la película se acercaba demasiado a la realidad de ambos espectadores.

Antes de regresar definitivamente a Estados Unidos, Biddle acompañó a West a su patria inglesa. La despedida tuvo lugar en Ibstone. A West la separación parecía afectarla mucho más. El matrimonio con su marido, en cualquier caso, solo seguía existiendo en los papeles. Después de que en agosto hubiese muerto H. G. Wells, con quien siempre había mantenido un vínculo estrecho, ahora Biddle también se alejaba de ella para siempre. "Katherine has got him", confió resignada a su diario. Había ganado, en todo esto, una mujer a la que West consideraba una manipuladora e "igual a un cocodrilo". Tras su pérdida enfermó. Ya en 1941 había escrito, durante una indisposición, que su cuerpo que pedía ayuda "está haciendo el llamamiento lo más fuerte posible". Durante su relación con H. G. Wells había reaccionado a las crisis emocionales con peligrosas enfermedades que se correspondían con las de aquel; durante un mes había estado totalmente sorda. En esta ocasión, enfermó con síntomas que describió en su diario como una infección de la encía, una inflamación de los nervios en el brazo izquierdo y el hombro y mucha fiebre.

Observó que los muchos amantes que había en Núremberg tenían la misma esperanza que los acusados: que el juicio no terminara nunca

Cuando West empezó a escribir, poco después, su ensayo Invernadero con ciclámenes, observó que los muchos amantes que había en Núremberg tenían la misma esperanza que los acusados: que el juicio no terminara nunca. Con tristeza, tenían que reconocerse a sí mismos que, con el veredicto, también sus relaciones estaban destinadas a morir. Pero West no dejó que Biddle se saliera con la suya en cuanto a esta sincronización de los acontecimientos. Estaba furiosa por haber sido para él apenas una pareja en las horas de ocio, una fuente de consuelo y una compañera de cama; y en consecuencia, como muchas otras mujeres en Núremberg, nada más que un pasatiempo y un objeto de placer. A su amiga Dorothy Thompson le había escrito en agosto que soñaba con separarse de su marido y mudarse a Estados Unidos. Pero Biddle le había asignado un papel clásico: el del affaire extramatrimonial. Los sentimientos, incluso el amor, no tenían ninguna importancia para él. De modo que era mejor para West no conocer los verdaderos pensamientos de él. Con fecha de 21 de julio de 1946, Biddle había anotado en su diario de manera fría y despectiva: "Cena mañana, veré a Rebecca West y dormiré con la inglesa si no ha engordado demasiado".

En su ensayo, West hace que uno de los amantes anónimos le diga a su querida, al cortar la relación en Núremberg: "Eres una buena chica, pero es a mi mujer a quien realmente quiero". Todo parece indicar que estas fueron las palabras de Biddle. Ella, de todos modos, ya no le otorgó en sus escritos más que esta velada acusación.

"El fascismo es una huida descerebrada de la necesidad del pensamiento político en dirección a la fantasía". Rebecca West

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