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La gran función final de Hermann Goering
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La gran función final de Hermann Goering

La clausura y perdición de Hitler en el búnker en 1945 empujó a su sucesor designado a solicitar la activación de una cláusula, según la cual podía relevar al Führer

Foto: Goering durante su juicio en 1946
Goering durante su juicio en 1946

La escena es muy surrealista, en consonancia con el sálvese quien pueda de ese mayo de 1945 en el centro de Europa, en los estretores de la Segunda Guerra Mundial, donde refugiados y gerifaltes huían de las afiladas e inminentes garras del triunfal Ejército Rojo. Una enorme comitiva circula cerca de Radstadt, en Austria. La encabeza un Mercedes blindado, seguido de otros veinte vehículos. Setenta y cinco personas acompañan a Hermann Goering, quien dos días atrás mandó sendas cartas al general Einsenhower con la ilusión de sentirse un igual al vencedor norteamericano.

Las misivas no llegaron a Reims, entregándose a la trigésimo sexta división de infantería estadounidense, estacionada en Kufstein, al borde del Danubio. El coronel Von Brauchitsch, hijo del antiguo comandante en jefe de la Wehrmacht, las libró al general de brigada Robert Stack, a la postre inmortal por capturar al número dos del Tercer Reich hacia las cinco y media de la tarde del martes 8 de mayo, cierre en el Viejo Mundo del mayor conflicto de la Historia Contemporánea.

placeholder Ficha policial de Herman Goering
Ficha policial de Herman Goering

Al bajar de su coche, el otrora jefe de la Luftwaffe se excusó por su aspecto, pues por culpa de un bombardeo yanqui había perdido la mayoría de sus uniformes y medallas. Insistió en reunirse con Ike y sólo recibió vagas promesas, creíbles durante las primeras jornadas de su nueva situación, cuando aún le dejaron algo de espacio a su inconmensurable vanidad, muy rebajada a partir de traslados e interrogatorios, antesala del verdadero baño hacia una realidad insólita sin sus cuatro gramos de morfina diarios, la ausencia de su ayuda de cámara y un aislamiento cada vez más rotundo para con el mundo exterior, corroborado al fin con su aterrizaje el 22 de mayo en el Gran Hotel de Mondorf, a dieciocho quilómetros de Luxemburgo, transformado en campo de prisioneros de la flor y nata superviviente de la cúpula nacionalsocialista antes de su traslado a Núremberg para ser juzgada por un tribunal internacional.

El preso más codiciado

Todas las desventuras de Goering a lo largo de ese aciago mes para sus intereses pueden explicarse por el caos brotado ante el desmorone de ese Imperio para nada milenario pese a los augurios de su artífice. La clausura y perdición de Hitler en el búnker empujó a su sucesor designado a solicitar la activación de una cláusula, según la cual podía relevar al Führer ante la incapacidad de este para ejercer el poder.

El antiguo héroe de la Gran Guerra planteó muy bien sus argumentos. La redacción de los mismos era de una amabilidad exagerada. Pedía permiso para ocupar el cargo supremo, en calidad de suplente, si no recibía respuesta antes del 23 de abril a las diez de la noche. A partir de esa hora asumiría las responsabilidades al estar privado Hitler de cualquier libertad para maniobrar.

En su testamento final, Hitler expulsó a Goering del NSDAP mientras designaba al almirante Karl Dönitz como nuevo Führer del Reich

El telegrama cayó en manos de Martin Bormann, una de sus némesis, quien convenció al aún mandamás de Alemania, reducida a pocos metros bajo tierra, para más inri sitiados, para rescindir el Decreto de sucesión y conminar a su hasta entonces mano derecha a la renuncia de todos sus abundantes cargos. En su testamento final, Hitler expulsó a Goering del NSDAP mientras designaba al Almirante Karl Dönitz como nuevo Führer del Reich. Esta defenestración, con la guinda de una hipotética ejecución, no afectó en lo más mínimo a nuestro protagonista, bien consciente de su ascendencia entre los detenidos, indiscutible vedette de los mismos tras los suicidios de Goebbels y Himmler entre los estertores y la conclusión de la contienda.

Goering, como bien detectaron psicólogos y periodistas, era un caso patológico de egolatría y presunción, enmarcadas dentro del perfil clásico de un buscador de fortuna sin ningún tipo de moral, inútil para la prosecución de sus metas. Podía sorprender por su inteligencia, en choque con la enajenación fruto de un pasado repleto de parabienes, truncados con la derrota y sólo palpables en una insaciable arrogancia, ni siquiera matizada por las circunstancias.

El show de Hermann

Los meses de arresto mejoraron su aspecto físico, sometido a una estricta dieta, mediante la cual perdió casi treinta de sus iniciales ciento veinte siete quilos. El preso se adaptó al contexto, y del rechazo para con sus compañeros de penurias, a quienes tildaba de inferiores, evolucionó hacia el ideal de dominarlos para intentar coordinar su actuación en el juicio celebrado en la antaño capital simbólica del Reich, aún, pese a tanta ruina, evocadora de esas celebraciones multitudinarias, laboratorio en directo de ciertas formas de comunicación política a través de las masas y un portentoso aparato escénico, wagneriano de fondo y cinematográfico en una plasmación propia de su contemporaneidad.

placeholder Palacio de Justicia de Núremberg donde se desarrollaron los juicios principales a los jerarcas nazis
Palacio de Justicia de Núremberg donde se desarrollaron los juicios principales a los jerarcas nazis

Ahora la platea era otra. Los uniformes y las performances estaban ahora en la otra cara de la moneda, las de las cuatro potencias aliadas destinadas a dilucidar si los secuaces de Hitler, el gran ausente de la función, habían cometido crímenes contra la paz, de guerra y contra la humanidad, trilogía completada a la hora de dictar sentencia con el delito de conspiración contra la paz. Goering tomó la arena como una ocasión para generar espectáculo y remarcarse ante la mediocridad de sus pares. A lo largo de las intervenciones no paraba de desplegar un muestrario gestual, como si todas las cuestiones le concernieran, como si cada una de ellas lo ubicara en una cúspide omnisciente de conocimiento.

Goering tomó la arena como una ocasión para generar espectáculo y remarcarse ante la mediocridad de sus pares

El paroxismo de esta actitud cuajó entre el 13 y el 21 de marzo de 1946, cuando declaró ante el procurador estadounidense Robert Jackson, desconcertado ante la táctica de su oponente, ufano en sus quilométricas réplicas, idóneas para dar su versión de la historia del Tercer Reich, narrándola con orgullo mientras ponía el punto sobre las íes para desmentir determinadas acusaciones. En este sentido, Goering quiso recoger un guante viejo, tejido durante la década de los treinta, cuando la opinión pública internacional lo vislumbraba como un conservador moderado en el seno de una organización extremista.

Jackson corrió el riesgo de desquiciarse ante las burlas de su adversario, jocoso al matizar la vanguardista traducción simultánea por su dominio del inglés, aunque ello no fue óbice para desgranar con diligencia, algo rematado por la paciencia del británico David Maxwell Fyfe, la implicación de Goering en los mecanismos hitlerianos, desde la creación de la Gestapo hasta su tarea esencial a la hora de gestar el universo de los campos de concentración. Sus negativas, más rotundas cuando se exhibieron en la sala filmaciones relacionadas con el Holocausto, ahondaban en su ausencia de responsabilidad por negarse a ordenar ningún tipo de asesinato durante su longevo idilio con los puestos de mando.

placeholder Jerarcas nazis acusados en los Juicios de Núremberg
Jerarcas nazis acusados en los Juicios de Núremberg

La petulancia de esa semana se desmoronó como un castillo de naipes con varias declaraciones durante esa extraña primavera. Antes de las mismas, Goering se entretuvo con la intuición de las fricciones entre los aliados, preludio a la Guerra Fría, anunciada por Churchill en marzo en su discurso en la Universidad de Fulton, Missouri.

Todas estas cavilaciones se eclipsaron cuando subió al estrado Hans Bernard Gisevius, funcionario de la Gestapo e insigne miembro de la oposición secreta a Hitler. Bien informado, no tuvo ningún tipo de remilgo en definir los métodos de Goering durante su comandancia de la policía politica prusiana como idénticos a los de una guarida de trúhanes, por lo demás manchada de sangre y conspiración, junto a Henrich Himmler, al planificar al dedillo la Noche de los Cuchillos Largos para terminar con las SA de Ernst Röhm y ascender más aún en el escalafón.

El incendio del Reichstag fue una idea de Goebbels respaldada por Goering

Gisevius no se ahorró ningún detalle. El incendio del Reichstag fue una idea de Goebbels respaldada por Goering, quien en 1938, en un intento frustrado de elevarse a la cúspide de la pirámide militar, no dudó en usar todos sus recursos para demonizar el matrimonio de Werner von Blomberg, a la sazón comandante supremo de la Wehrmacht, con una mujer de pasado prostibulario y conseguir la degradación del general Fritsch, dedicado en cuerpo y alma al ejército, hasta el punto de renunciar a la posibilidad de casarse, componenda perfecta para lanzar los rumores sobre su falsa homosexualidad.

En mayo, llegó el turno de Hjalmar Schacht, ministro de economía del Reich entre 1934 y 1937. Durante ese trienio desempeñó su función con cierta solvencia, fue clave en el rearme, pese a las intromisiones de Goering, a quién retrató como a un ser inmoral y criminal, dotado de una jovialidad exacerbada para promover su popularidad, pasaporte para adquirir más poder político y así enriquecerse y vivir en la opulencia para colmar su gusto por joyas, oro y lujos exorbitantes, como cuando se presentó vestido con una toga romana, sandalias recubiertas de alhajas, los dedos con un sinfín de anillos, sus labios pintados y el rostro maquillado antes de tomar el té con unas invitadas.

La puntilla para desenmascararlo, algo más grave para un ególatra que revelar su sarta de mentiras, la propinó Erich Raeder, gran almirante de la Marina. Según su opinión, Goering tuvo consecuencias funestas para el Reich al acaparar todas las catástrofes en un solo cuerpo entre una ambición desmedida, una vanidad sin par, su abyecto amor por la demagogia, una carencia brutal de sentido de la realidad y sus paripés de estentórea feminidad. Según el militar, Hitler lo comprendió y por eso mismo no paraba de conferir cargas a su heredero, hasta desactivar su potencial peligrosidad.

El truco final

Los dosieres descartaban siquiera una pizca de inocencia en Hermann Goering, nazi de primerísima hora, enfrascado en todas las batallas internas de la formación y, más tarde, crucial a la hora de diseñar tanto el expolio como la exclusión de los judíos de la órbita europea. Himmler podía ser el gran ejecutor, pero su socio en tantas fechorías acogió con agrado ese sistema de exterminio, conectado con las guerras de agresión, hundiéndose su palabrería ante actas, gestos y acciones a lo largo y ancho de los prolegómenos y el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, su gran plataforma para aumentar su ingente colección de obras de artes, saqueadas de los museos más deslumbrantes de los países ocupados por el Tercer Reich.

El primero de octubre de 1946 el tribunal lo condenó a morir en la horca el miércoles 16 del mismo mes, a la una de la madrugada. El 15 lo transcurrió calmado. Por la tarde, el pastor Gerecke le rechazó la comunión ante su ausencia de arrepentimiento. A las 20 horas le registraron la celda. Después leyó un libro sobre los pájaros migratorios de África. Antes de las nueve se levantó, enfundándose su pijama para ir a dormir. Media hora más tarde parecía adentrarse en la somnolencia. Hacia las 21.35, el doctor Pfücker entró en su celda para suministrarle un somnífero. Durante el cambio de guardia, el soldado Harold F. Johnson no observó ninguna anomalía, con las manos bien a la vista. A las 22 horas y cuarenta minutos el prisionero se desplazó un poco hacia el muro, para retomar su posición al cabo de dos minutos. Hacia las diez y cuarenta y siete, el vigilante apreció ahogo en el reo, con un soplido estrangulado en sus labios. Avisó al pastor y al galeno, quienes sólo pudieron constatar la agonía, aderezada con un conjunto de hojas en su mano izquierda, junto a un tubo de latón. Su contenido, una cápsula de cianuro se notaba por el olor a almendra amarga y los restos de vidrio en la boca.

placeholder El cadáver de Goering
El cadáver de Goering

En las cuatro cartas Goering intentó escribir su epílogo con tonos de victoria y desafío. Comentaba haber conservado la cápsula durante catorce meses, no sin despedirse de su mujer y justificar su suicidio porque un mariscal del Reich no podía morir en el cadalso. Hoy en día el misterio sobre quién le proporcionó el veneno mortal aún planea en el horizonte. Pudo evitar la humillación de tener la soga en el cuello, pero terminó como la decena de sentenciados con la pena capital: fotografiado, quemado a la mañana siguiente en un barrio de Múnich, sus cenizas desperdigadas hacia el mar en las aguas del Conwentzbach, un pequeño afluente del río Isar.

La escena es muy surrealista, en consonancia con el sálvese quien pueda de ese mayo de 1945 en el centro de Europa, en los estretores de la Segunda Guerra Mundial, donde refugiados y gerifaltes huían de las afiladas e inminentes garras del triunfal Ejército Rojo. Una enorme comitiva circula cerca de Radstadt, en Austria. La encabeza un Mercedes blindado, seguido de otros veinte vehículos. Setenta y cinco personas acompañan a Hermann Goering, quien dos días atrás mandó sendas cartas al general Einsenhower con la ilusión de sentirse un igual al vencedor norteamericano.

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