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Antes del fentanilo fue el opio: la aberración inglesa para doblegar a China en el siglo XIX
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Antes del fentanilo fue el opio: la aberración inglesa para doblegar a China en el siglo XIX

El fatídico cambio en la relación de China con el opio se produjo cuando se descubrió que podía fumarse mezclado con tabaco, y ahí España jugó un papel fundamental a través de su colonia en Filipinas

Foto: Tres hombres fuman opio en China alrededor de 1955. (Getty Images)
Tres hombres fuman opio en China alrededor de 1955. (Getty Images)
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Después de conseguir traspasar las puertas de la Ciudad Prohibida en 1792 y de ser el primer europeo recibido por el emperador Qianlong, el enviado británico lord George Macartney debía cumplir el segundo de sus objetivos: evitar el kowtow, es decir, la postración con ambas rodillas en el suelo hasta tocarlo con la cabeza, un signo de sumisión que desde las islas se quería eludir a toda costa. A cambio, se había propuesto como acto de respeto hincar tan solo una rodilla ante el Hijo del Cielo, a la manera de la reverencia europea.

El tercero de los objetivos, el más importante, y, a priori, no el más difícil según la mentalidad occidental del XVIII, consistía en abrir embajadas diplomáticas y comerciales permanentes entre China y Gran Bretaña. De igual a igual. Se debía a que a finales del XVIII y principios del XIX la demanda británica de té chino era ya abrumadora — y, aunque menor, también la de seda y porcelana—, mientras que las condiciones de su comercio eran claramente restrictivas para los ingleses: tenían concesión del emperador para operar únicamente en el puerto de Cantón y siempre a través de socios chinos, los denominados comerciantes Hong.

Era una relación desigual marcada por el recelo de los orientales a los comerciantes europeos que habían desembarcado tan pronto como en el siglo XVI en los mercados del imperio —portugueses en Macao, españoles desde Manila y holandeses desde el siglo XVIII—y a los que a partir de mediados del XVIII decidieron atar en corto: la lucha por la primera globalización estaba ya a mitad de partida.

Los ingleses tenían tajantemente prohibido aventurarse al interior del imperio, aprender el idioma e incluso que sus mujeres inglesas residieran en Cantón con ellos. Sencillamente, se les dejaba vender algodón y comprar té, confinados en una subciudad arrabalaria en el puerto, con sus limitadas fábricas, en una de las orillas del río de las perlas, fuera de las murallas de la ciudad cantonesa y vigilados por los funcionarios mandarines y sus minuciosas reglas. Así las cosas, la prioridad británica era la de cambiar el modelo, pero no a cualquier precio, para lo cual se esforzaron en presentar varias alternativas con sus misiones diplomáticas ante el emperador que fracasaron por tres veces, la última en 1816.

¿Decidió entonces la Compañía de las Indias Orientales Británica comportarse como una primigenia Purdue Pharma e inundar el mercado chino de opio para crear miles de adictos que le reportaran enormes beneficios, tal y como hizo la farmacéutica casi dos siglos después en EEUU? ¿Lo había hecho desde principios del siglo XIX preparando el terreno de una conquista comercial inevitable?

En realidad, solo lo hizo en parte y no como una maniobra estratégica meditada con ese fin, tal y como analiza la nueva obra del historiador Stephen R. Platt, El crepúsculo imperial. La guerra del opio y la última edad de oro de China (Ático de los Libros), que revisa y revalúa en 700 apasionantes páginas la historia de cómo se llegó a la aberrante primera guerra del Opio 1839-1842, provocada por Gran Bretaña contra China, y que tradicionalmente se ha tendido a explicar desde una óptica simplista. Platt no reduce la cuestión a una maniobra de comercio inmoral por parte de la Compañía de las Indias Orientales primero y del propio Gobierno británico después para equilibrar la balanza de pagos entre ambas economías, que ha sido la idea predominante de la historiografía.

placeholder Portada de 'El crepúsculo imperial', del historiador Stephen R. Platt.
Portada de 'El crepúsculo imperial', del historiador Stephen R. Platt.

Para empezar, lejos del maniqueísmo sobre el abismo cultural y tecnológico que existía entre la nueva y avanzada potencia hegemónica británica y el decadente Imperio oriental, la verdadera disputa que explica el relato de Platt se produce más bien entre los partidarios ingleses del libre comercio y los de un mercado intervenido basado en el monopolio. Es también una historia que despeja esa vieja idea actual de que China escaló posiciones en el siglo XX hasta convertirse en el XXI en una nueva y advenediza potencia hegemónica: dominaban ya Asia entre los siglos XVI y XIX, el momento en que EEUU empezó a hacerse un hueco en el escenario internacional.

La Compañía de las Indias Orientales no es exactamente el demonio según Platt, y existen clarividentes funcionarios y comerciantes chinos y británicos que vieron de lejos el problema del opio y trataron de ponerle remedio en el momento. Además, la sociedad, tanto la occidental en Gran Bretaña y EEUU como la oriental en China, se opuso ya entonces ante una crisis de salud pública, como se explica en sus páginas y que recuerda inevitablemente ahora a la de los opiáceos en EEUU, provocada por la farmacéutica Purdue, y al posterior estallido del horror cuando le siguió el imperio ilegal del fentanilo.

Una de las cuestiones fundamentales sobre la crisis del Oxycontin es que era un fármaco regulado, lo que despeja algunas incógnitas sobre la cuestión de la salud pública del opio entonces. ¿Hubiera cambiado algo que se legalizara el opio en China en el XIX, como pidieron algunos de los intelectuales chinos en el escrito Las opiniones privadas de los eruditos de Cantón enviado al emperador cuando todo el país se tambaleaba anegado en el sueño del opio?

La guerra —en sí misma depravada y para el beneficio de los traficantes—, consistió, según explicaría el almirante al mando de la flota británica, Charles Elliot, en "la matanza de un pueblo casi indefenso y desvalido, un pueblo que en gran parte del teatro de la guerra es amistoso con los británicos". Pero es solo el desenlace final de una historia más grande en la que España tuvo un papel crucial, aunque fuera indirectamente y el historiador Stephen R. Platt lo refiera solo brevemente.

placeholder Fumadores de opio con pipas de agua en Hong Kong. (Foto de Hulton Archive/Getty Images)
Fumadores de opio con pipas de agua en Hong Kong. (Foto de Hulton Archive/Getty Images)

Según Platt, "el fatídico cambio en la relación de China con el opio se produjo cuando se descubrió que podía fumarse mezclado con tabaco". Antes de ese momento, desde la antigüedad, su consumo había sido fundamentalmente medicinal, con algunos limitadísimos usos recreacionales. Pues, bien, la costumbre del opio fumado, que lo cambió todo, se introdujo en el siglo XVI en el sudeste asiático y China desde las Islas Filipinas, vía Manila, por el tabaco que España trajo de América, tal como recoge Dondy Pepito G. Ramos en China’s curse: Racialization of opium use in colonial Philippines, 1903–1908. Platt solo menciona su popularización desde las Indias Holandesas —la actual Indonesia—, más o menos por la misma época.

Por mucho que se cite a menudo que el gobernador del virreinato del archipiélago José Ramón de Gardoqui prohibiera su consumo en 1812, más adelante, en 1828, se emitió un decreto real que permitía el cultivo de opio en Manila, y se hizo precisamente con fines de exportación a China, según deja claro Ferdinand Victoria en Regulating the opium contract system in the late-spanish Philippines. Pero el plan no tuvo éxito y, en 1834, la regente María Cristina volvería a prohibir su uso, aunque en 1843 se otorgaron finalmente concesiones para fumaderos de opio que debían ser exclusivamente para los inmigrantes chinos. Más importante aún fue que al final la verdadera clave del desmoronamiento del comercio entre China y Gran Bretaña —y de la crisis y recesión en la que se sumió el propio imperio de la dinastía Qing— se debió no tanto al contrabando del opio, ilegalizado y perseguido por los emperadores chinos, sino a una depreciación de la plata. La plata española en los reales de a ocho acuñados en América.

La guerra del Opio culminó una profunda crisis política, diplomática, económica, social y financiera en China que acabó en el ocaso de su imperio Qing, y, por increíble que parezca, todo comenzó con el dichoso kowtow de lord Macartney en la Ciudad Prohibida en 1792: la cuestión de postrarse o no ante el Hijo del Cielo. Nada en la guerra del Opio, como casi todo lo que ocurre cuando se desparrama el veneno de la droga, es como parece que fue. Tanto Macartney como después Amherst o George Staunton, que respetaban al pueblo chino, al emperador y a sus leyes y costumbres, se opusieron firmemente al kowtow; mientras que los traficantes y comerciantes que los siguieron y que abocaron por la guerra en Inglaterra, como Jardine, Matheson o Napier, no tenían problemas en someterse.

La costumbre del opio fumado lo cambió todo y se introdujo en el siglo XVI en el sudeste asiático y China desde las Islas Filipinas, vía Manila, con el tabaco que España trajo de América

Pero la cuestión del kowtow, como recoge en su nueva obra Platt, tenía un trasfondo simbólico y una materialización práctica, que se reflejó y, más aún, se fijó, en la relación comercial entre ambos países con resultados dramáticos. Para su misión diplomática de 1792, Macartney había preparado una comitiva que, tal y como recogió Henry Kissinger en su estudio sobre China, incluía "a un cirujano, un médico, un mecánico, un experto en metalurgia, un relojero, un creador de instrumentos matemáticos y cinco músicos alemanes", además de una serie de obsequios como "piezas de artillería, un carro, relojes con diamantes incrustados e incluso porcelana británica, que era copiada de la china".

Tenían el objeto de apabullar, por una parte, al emperador chino con los avances occidentales y, por otra, la de mostrarle los beneficios que podía obtener del comercio entre ambos imperios. Aunque Macartney consiguió arrancar a los funcionarios mandarines el compromiso de que solo tendría que hincar la rodilla en presencia del Hijo del Cielo, al final se postró, según los preceptos del kowtow, "abrumado por la imponente majestad del emperador", además de volverse de vacío a Londres sin ni siquiera una respuesta en persona. Qianlong le dejó una carta que le entregaron los eunucos antes de sacarle del mismo recinto sagrado que no había visitado nunca antes ningún europeo, lo que a la postre fue el único de los objetivos que consiguió.

Para sorpresa de los británicos, nada de la misión diplomática de Macartney impresionó al emperador de la dinastía Qing, que ni siquiera entendió su naturaleza, ya que en su cabeza los británicos no eran más que unos bárbaros occidentales que, en todo caso, debían mostrarle vasallaje. No entendía esa relación comercial de igual a igual, ni los intentos británicos, ya que el emperador entendía —correctamente— que los productos chinos tenían una gran demanda en Gran Bretaña —la razón por la cual estaban tan lejos de su país—, mientras que los productos británicos, manufacturas textiles y algodón principalmente, no eran tan deseados en China.

El viaje de Macartney fue la primera de las afrentas diplomáticas de los emperadores chinos. Después de Qianlong, su hijo volvió a repetir con diferentes variaciones la jugada del kowtow con las dos misiones de lord Amherst en 1816, que acabaron peor que la primera de Macartney. Todo se imbricaba en lo que resultaría más esencial: si la plata cambiaba de las manos chinas a las británicas, es decir, el resultado de la balanza comercial. El opio no solo envenenaría las mentes y la voluntad de sus consumidores, sino al propio mercado, tanto económica como financieramente, aunque no fuera fácil verlo en el momento.

Tal y como explica Platt, Gran Bretaña no llevó el opio a China, este se introdujo como recreación mezclado con el tabaco español mucho antes de que llegaran los ingleses: "Fumar opio solía ser un acto abierto y público, y había muchas razones socialmente alentadoras para participar en él (…). Los hombres de negocios fumaban opio para centrar sus mentes y ayudarlos a hacer tratos más inteligentes o, al menos, se imaginaban ese efecto. Los estudiantes lo fumaban por la claridad que les aportaba, pues pensaban que los ayudaría a tener éxito en los exámenes de la función pública. Para los modernos, era un relajante que se ofrecía a los invitados después de cenar. Para los privilegiados con poco que hacer, como los eunucos de la Ciudad Prohibida o los cortesanos manchúes con pocas responsabilidades, era una evasión para el aburrimiento", escribe Stephen Platt en El crepúsculo imperial.

placeholder Dibujo de Winslow Homer de un chino fumando opio en un club de Nueva York.
Dibujo de Winslow Homer de un chino fumando opio en un club de Nueva York.

Sin embargo, el opio pronto mostraría su capacidad de adicción y su potencial económico para el que manejara su comercio. La Compañía de las Indias Orientales, que tenía el monopolio entonces del comercio entre Inglaterra y sus colonias, estaba prácticamente arruinada con el comercio del té en China y el inmenso gasto que había supuesto la expansión por la India, pero disponía del monopolio de la producción de la planta de la adormidera cuyas plantaciones estaban en Bengala.

A partir de 1820, el consumo de opio que ya estaba refinado y no necesitaba de tabaco para fumarlo se disparó. Además, a pesar del monopolio, existía una cuota de producción en India que no controlaba la compañía, explica Platt, y que hizo que proliferaran comerciantes ingleses y también estadounidenses al margen de la compañía, que operaban también en Cantón con la tapadera de la importación-exportación legal: no podían vender a Inglaterra en virtud del monopolio, pero sí a la India. En definitiva, se acabó creado un imponente mercado negro con la complicidad de los funcionarios chinos, que se basaba en el opio refinado por la compañía de las Indias Orientales, llamado Patna, y el de los traficantes del norte de la india, denominado Malwa, operado por familias de renombre ahora que hicieron fortuna entonces, como los Forbes.

Para entonces, la cuestión del comercio extranjero se había enconado en China en gran parte por el opio. "En respuesta a los dramáticos informes que le llegaron en 1831, Daoguang exigió mayores esfuerzos para suprimir el contrabando de opio. Pero el Gobierno seguía mostrándose incapaz de llegar a las fuerzas más poderosas que estaban detrás del tráfico: los sindicatos basados en clanes y regiones que realizaban la mayor parte de la compra al por mayor, el transporte y la reventa", sentencia Platt.

La realidad es que la Compañía de las Indias Orientales compensaba sus pérdidas del té con la producción del opio, pero no con el comercio, del que no participaban realmente: sencillamente, intentaron dominar el mercado de la producción hasta que tomaron la fatídica decisión de competir con los propios traficantes del Malwa. Aun así, según explica Platt, "no podían hacer tragar la droga a la fuerza de nadie, de hecho, ni siquiera podían entrar ellos mismos en el país: todo lo que podían hacer era llevar su opio a la costa sur de China y venderlo a agentes chinos. A partir de ahí, todo el imperio Qing estaba en sus manos". Obtenían grandes beneficios, pero no lo habían diseñado como una forma de sumir al país en esa espiral; surgió, en gran parte, como respuesta a la competencia con los comerciantes independientes.

La voracidad de estos agentes provocó que, en la década de los 30, los estatutos de la Compañía de las Indias Orientales fundada en 1599 y sobre la que se había fundamentado la expansión colonial de Gran Bretaña, especialmente en la India, fueran objeto de duros ataques políticos: se la comenzaba a ver desde amplios sectores industriales textiles de Inglaterra como el verdadero obstáculo para vender más productos a China, "en parte porque hacia esas alturas había ya una fuerte presencia en el mercado también de los comerciantes estadounidenses, que carecían de las restricciones que imponía la compañía en Inglaterra, por lo que recortaban la cuota del mercado porque podían comprar y vender lo que quisieran y cuando quisieran", se señala en El crepúsculo imperial.

El principio del fin ocurrió cuando el Gobierno británico decidió eliminar el monopolio de la Compañía de las Indias Orientales, que eran quienes habían tratado con los funcionarios chinos hasta ese momento, los que mejor conocían el país y los que no querían la guerra. El golpe de gracia fue la verdadera crisis del sistema, que fue monetaria. Con el comercio ilegal del opio, tanto el de la compañía como el de los comerciantes independientes, la balanza comercial se invirtió, con un agravante: China no solo perdía su plata, sino que la que entraba aún en su versión de mercado negro a través de los comerciantes Hong de Cantón era con los reales de a ocho acuñados por España, que empezó a escasear en esa época como consecuencia de las guerras de independencia en América del Sur.

Mientras se debatía entre los chinos la posibilidad de legalizar el opio y evitar al menos la fuga de plata, las tensiones comerciales entre China y Gran Bretaña escalaron de nuevo y el emperador Daoguang decidió acabar definitivamente con el opio vía la incautación y la lucha directamente contra los contrabandistas de la isla de Lintín, lo que enfureció a los traficantes británicos. No está del todo claro que Gran Bretaña entrara en el conflicto para apoyar el comercio del opio según Platt, pero sí que fue una guerra desigual. La superioridad de los barcos ingleses decantó pronto la balanza y la victoria les reportaría la isla de Hong Kong. Con todo, Platt defiende que la guerra del Opio se suele malinterpretar: "La guerra del Opio no formó parte de un plan imperial a largo plazo para China, sino que fue un repentino alejamiento de décadas, si no de siglos, de precedentes pacíficos y respetuosos".

Después de conseguir traspasar las puertas de la Ciudad Prohibida en 1792 y de ser el primer europeo recibido por el emperador Qianlong, el enviado británico lord George Macartney debía cumplir el segundo de sus objetivos: evitar el kowtow, es decir, la postración con ambas rodillas en el suelo hasta tocarlo con la cabeza, un signo de sumisión que desde las islas se quería eludir a toda costa. A cambio, se había propuesto como acto de respeto hincar tan solo una rodilla ante el Hijo del Cielo, a la manera de la reverencia europea.

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