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Henry Kissinger, el despiadado inventor del equilibrio mundial
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Ramón González Férriz

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Henry Kissinger, el despiadado inventor del equilibrio mundial

Su visión política era crudamente realista, reacia al sentimentalismo, obsesionada con mantener la preponderancia estadounidense y, al mismo tiempo, preservar los equilibrios de poder

Foto: El exsecretario de Estado de EEUU, Henry Kissinger. (Reuters/Kim Kyung-Hoon)
El exsecretario de Estado de EEUU, Henry Kissinger. (Reuters/Kim Kyung-Hoon)
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En su último libro publicado, Liderazgo, Henry Kissinger afirmaba que existían dos clases de gobernantes. Por un lado, estaban los profetas: los líderes que mostraban una actitud mesiánica y tenían una visión de cómo debía ser el futuro de su pueblo. Por el otro, estaban los estadistas: los políticos pragmáticos que se limitaban a gestionar los conflictos cotidianos y alentaban un progreso cauteloso y gradual. Para Kissinger, el verdadero liderazgo consistía en mezclar elementos de los dos: perseguir un ideal visionario, pero obrar con realismo. De acuerdo con su visión de la política global, forjada en la Guerra Fría, hacerlo por medios democráticos o dictatoriales era algo secundario.

Kissinger, que murió anoche, nació en Alemania en 1923. En 1938, su familia, humilde y judía, escapó del nazismo y se instaló en Nueva York. Él nunca perdió su fuerte acento alemán, pero inició una brillante carrera en el estudio de las relaciones internacionales y rápidamente se integró en el establishment estadounidense: con menos de 30 años se convirtió en profesor de Harvard, y pronto pasó a asesorar al Consejo Nacional de Seguridad y publicó un controvertido libro, Nuclear Wars and Foreign Policy. En él estudiaba cómo las armas nucleares habían cambiado la naturaleza de la política internacional y de la guerra, y llegaba a la conclusión de que Estados Unidos debía rehuir el uso de grandes bombas, pero podía usar sus versiones menos potentes —las llamadas armas tácticas— siempre que lo considerara necesario. A finales de los años 50, ya se había perfilado su visión política: crudamente realista, reacia al sentimentalismo, obsesionada con mantener la preponderancia estadounidense y, al mismo tiempo, preservar los equilibrios de poder globales.

En los años 60, Kissinger, adquirió un perfil netamente político. Primero fue asesor del republicano Nelson Rockefeller, y después, cuando este perdió las primarias frente a Richard Nixon, pasó a trabajar con este. Primero, en 1969, como asesor de seguridad nacional. Después, en 1973, en el cargo que más ansía cualquier teórico de las relaciones internacionales: secretario de Estado.

Foto: Henry Kissinger en 2005. (Getty/AFP/DDP/Thomas Lohnes)

En ese momento, la Guerra Fría había entrado en una nueva fase. En Europa, la Unión Soviética había invadido Checoslovaquia y amenazaba constantemente con hacer lo mismo con Berlín Occidental. Kissinger desarrolló una política de détente ('distensión'): el enfrentamiento entre los dos bloques seguiría, en algunos lugares incluso se recrudecería, pero Washington y Moscú tendrían abierta una línea de comunicación e intentarían que los choques puntuales no degeneraran en una guerra mundial. Oriente Medio se había convertido también en un escenario de la Guerra Fría, y la Unión Soviética apoyaba ya de manera sistemática a los ejércitos árabes que amenazaban a Israel. Durante la guerra de Yom Kippur, Kissinger dio armas y dinero a Golda Meir, pero le exigió que cediera algunos territorios a sus vecinos árabes.

Pero pronto advirtió, además, la importancia de Asia. Era ya evidente que Estados Unidos no ganaría la guerra en Vietnam, y Kissinger, que consideraba que el país era poco importante por sí mismo, negoció una salida del ejército estadounidense con el general comunista Le Durch Tho. El acuerdo valió a ambos el premio Nobel de la Paz, pero Kissinger siempre fue ambivalente con ese reconocimiento, que Tho directamente rechazó: muchos consideraron el pacto y la retirada una traición a los vietnamitas anticomunistas, pero ahorraron a Estados Unidos más bajas de jóvenes soldados y apaciguaron su política interior.

placeholder El presidente de EEUU Richard Nixon conversa con su secretario de Estado,  Henry Kissinger. (Reuters)
El presidente de EEUU Richard Nixon conversa con su secretario de Estado, Henry Kissinger. (Reuters)

Más tarde, Kissinger convenció a Nixon de que restableciera las relaciones diplomáticas con China. Fue un acontecimiento trascendental que empezó a crear el mundo posterior a la Guerra Fría. Por un lado, contribuyó a que la Unión Soviética perdiera influencia en Asia y el papel de única fuerza comunista realmente poderosa en el mundo. Por el otro, integró a China en el orden global y puso las bases de su rápido ascenso económico gracias a las reformas internas y la inversión extranjera. Incluso cuando quedó claro que esa apertura hacia China convirtió a esta en el mayor rival de Estados Unidos, Kissinger se mostró orgulloso de su decisión.

En el fondo, la visión política de Kissinger siempre se basó en su comprensión del orden político de la Europa del siglo XIX. En ella, las grandes potencias podían competir, podían incluso hacer la guerra -Kissinger nunca pensó que la paz fuera el estado natural de la humanidad-, pero debían respetar unos equilibrios de poder realistas: si una potencia iba más allá de lo que debía en sus ambiciones territoriales, ese equilibrio se rompería y se generaría una guerra mundial. Eso fue lo que sucedió en la primera mitad del siglo XX. Para Kissinger, Estados Unidos, como gran potencia líder, tenía, en la segunda mitad del siglo, un papel de árbitro: podía y debía imponer a los demás países su noción de “equilibrio” para evitar males mayores. Si eso requería el sacrificio de aliados -como los vietnamitas del sur-, el apoyo de golpes de Estado —como el de Chile—, o el respaldo a dictadores —como Franco—, había que asumirlo sin ninguna clase de reparo ni muchas consideraciones humanitarias.

Tras la dimisión de Nixon y la derrota de su sucesor, Gerald Ford, en 1977, Kissinger abandonó la política activa, creó una consultora de estrategia internacional, se dedicó a influir en los sucesivos presidentes y en el orden global posterior a la caída del comunismo —su realismo le llevó a pensar que Rusia merecía una cierta consideración como gran potencia, pero más tarde rectificó y apoyó a Ucrania— y escribió algunos libros imprescindibles sobre relaciones internacionales como Diplomacia, Orden mundial y el ya mencionado Liderazgo. En ellos utilizó su enorme erudición para respaldar su cruda visión de la geopolítica y el papel de Estados Unidos en ella. Pero, también, para intentar incluirse a sí mismo entre los grandes líderes de los últimos 70 años. Probablemente, lo fue. Pero nunca alcanzó el equilibrio que consideraba ideal para los grandes políticos: no fue un profeta, sino un despiadado estadista.

En su último libro publicado, Liderazgo, Henry Kissinger afirmaba que existían dos clases de gobernantes. Por un lado, estaban los profetas: los líderes que mostraban una actitud mesiánica y tenían una visión de cómo debía ser el futuro de su pueblo. Por el otro, estaban los estadistas: los políticos pragmáticos que se limitaban a gestionar los conflictos cotidianos y alentaban un progreso cauteloso y gradual. Para Kissinger, el verdadero liderazgo consistía en mezclar elementos de los dos: perseguir un ideal visionario, pero obrar con realismo. De acuerdo con su visión de la política global, forjada en la Guerra Fría, hacerlo por medios democráticos o dictatoriales era algo secundario.

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