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Ni la sombra de Franco ni la leyenda negra: la mirada de un británico que ama España
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Ni la sombra de Franco ni la leyenda negra: la mirada de un británico que ama España

Michael Reid fue corresponsal de The Economist en nuestro país entre 2016 y 2021 y publica ahora el ensayo 'España' (Espasa) sobre nuestra historia y los retos futuros. Este es el prólogo del libro

Foto: El famoso toro de Osborne al anochecer desde Benidorm ( EFE Manuel Lorenzo)
El famoso toro de Osborne al anochecer desde Benidorm ( EFE Manuel Lorenzo)

En su punto central, la extensa galería que recorre buena parte del largo de la planta primera del Prado se abre a la espaciosa y hexagonal "Sala 12". Este lugar es el eje sobre el que pivota el gran museo madrileño. Ni siquiera se tocó con motivo de la reordenación de sus colecciones durante la pandemia. A esa altura, en el lado oeste de la luenga galería, está colgado el majestuoso retrato ecuestre del emperador Carlos V en la batalla de Mühlberg pintado por Tiziano. Unos setenta pasos más allá, la pared este de la Sala 12 está ocupada por Las Meninas, la imponente pintura de Velázquez que hoy muchos consideran posiblemente la más grande obra individual de la historia del arte europeo. Aunque, a primera vista, es un retrato de grupo, una escena doméstica en la que una infanta suntuosamente vestida es asistida por sus damas de honor acompañada por un enano, un perro y sirvientes de palacio, cuanto más se fija el observador en él, más se le asemeja a un acertijo.

Para empezar, la figura más destacada del cuadro, quien mira fijamente a Carlos V desde el otro extremo de la estancia, es Velázquez, el propio pintor, autorretratado de pie ante un caballete de grandes dimensiones mientras trabaja sobre un lienzo oculto a nuestra vista. Pero ¿a quién está observando Velázquez realmente con esa pericial mirada suya, mientras que está parado, con el pincel en una mano y la paleta de rojos y marrones en la otra? Una respuesta nos la da un espejo colgado sobre la pared del fondo, que nos revela las figuras del rey, Felipe IV, y su segunda esposa, Mariana de Austria. Antes se creía que el matrimonio real solo estaba contemplando la escena, que se habían pasado por allí para saludar a su hija. Pero la alineación de las luces del techo nos muestra que el reflejo del espejo no es el de los monarcas en sí, sino, más bien, el de lo que Velázquez estaba pintando en su lienzo: un retrato dual del rey y la reina. (A Velázquez le fascinaban los espejos; era dueño, como mínimo, de doce). Las Meninas es, pues, un cuadro sobre un cuadro. Contiene múltiples puntos focales. La mirada de Velázquez aparece remedada a su vez por la del chambelán, que está de pie en el centro del iluminado hueco de una puerta que hay al lado del espejo. Él es tal vez la figura más enigmática del cuadro. ¿Está entrando en la sala o saliendo de ella? Las cosas son mucho más complejas e inciertas de lo que podría parecer.

placeholder 'España', de Michael Reid
'España', de Michael Reid

Velázquez trabajó durante los años finales del Siglo de Oro español, cuando los monarcas de España, aunque asediados en muchos terrenos, seguían reinando sobre gran parte de Europa y sobre un imperio que se extendía desde los Andes hasta las Filipinas. Enriquecida temporalmente por el oro y la plata de América, España gozaba en aquel entonces de una riqueza cultural mayor aún, ejemplificada por Miguel de Cervantes y su obra maestra, Don Quijote de la Mancha, o los dramaturgos Lope de Vega y Calderón de la Barca, o los poetas rivales Quevedo y Góngora, que se detestaban mutuamente, o artistas coetáneos de Velázquez como Zurbarán —con sus evocadores retratos de monjes devotos— o Murillo —gran pintor barroco del éxtasis religioso de la Contrarreforma—.

Pero todo aquel oropel era ya bastante engañoso. Si comparamos, por ejemplo, Las Meninas, cuadro pintado en 1656, con el mencionado retrato de Carlos V, pintado poco más de un siglo antes, podremos apreciar con claridad que Velázquez, pintor oficial de la corte de Felipe IV, está representando (de manera un tanto indirecta, eso sí) una imagen de decadencia. Ya había pintado con anterioridad a su monarca en una pose ecuestre similar a la de la imagen con la que Tiziano había retratado al tatarabuelo de aquel. Sin embargo, para su más grande obra, Velázquez decidió que los reyes figuraran fuera de escena. Se les ve por un espejo, oscuramente. Puede que estén de pie justo donde estamos los espectadores... o puede que no. En cualquier caso, visto de ese modo, Las Meninas también parecería ser un cuadro sobre nosotros. No es de extrañar que fascinara tanto al escritor argentino Jorge Luis Borges, autor de relatos y acertijos metafísicos, como a Michel Foucault, sumo sacerdote del posmodernismo.

Las Meninas juega con nuestro sentido de la certidumbre sobre lo que vemos cuando miramos. Hace que nos preguntemos si solo vemos lo que queremos ver. Y lo mismo ocurre con España. Es un país que, como el cuadro de Velázquez, ha sido estudiado ampliamente y diseccionado a fondo. De hecho, pocas naciones de la Europa occidental han sido objeto de una tan extensa literatura escrita por autores extranjeros (británicos, sobre todo) y tan dada a los tópicos. España ha servido de espejo —distorsionado, en muchos casos— sobre el que observadores diversos han proyectado sus propias imaginaciones y fantasías.

Un libro en el que se defiende el historial colonial español frente a las alegaciones de la leyenda negra se convirtió en un sorprendente éxito editorial

Los extranjeros han visto —o reflejado— en ese espejo español dos imágenes aparentemente opuestas, pero que, en el fondo, se entrecruzan. José Varela Ortega, historiador de la Universidad Complutense de Madrid, las ha resumido en un libro de mil cien páginas publicado en 2019, en el que habla del contraste entre la visión del "español militante y apasionado", por un lado, y la del "español indolente, decadente o degenerado", por el otro. El primero de esos estereotipos se corresponde con lo que se conoce comúnmente en España como la "leyenda negra": la propaganda que la Europa septentrional recién convertida al protestantismo lanzó contra la España de Carlos V y de su hijo, Felipe II, líderes sucesivos de la Contrarreforma emprendida contra la que, para ellos, era una herejía (la batalla se inició, en términos militares, en Mühlberg en 1547, aunque aquella acabaría siendo una victoria pírrica para Carlos). España era caracterizada allí como un lugar cruel, oscuro y oscurantista, a merced del clero y de los instrumentos de tortura de la Inquisición. Como toda campaña propagandística exitosa, esta tenía una parte de verdad y otra de exageración.

En una muestra de irritada inseguridad, tal vez debida a las dificultades que el país ha tenido para asimilar la pérdida del imperio (como las habría tenido cualquier otro que hubiera pasado por su situación), los pensadores conservadores españoles han tendido a presentar toda crítica foránea contra España como un producto de la mencionada leyenda negra. Lejos de remitir, esta línea de análisis ha cobrado nueva fuerza en la pasada década. De hecho, un libro en el que se defiende el historial colonial español frente a las alegaciones de la leyenda negra, escrito por María Elvira Roca Barea, se convirtió en un sorprendente éxito editorial, con más de cien mil ejemplares vendidos desde que su primera edición se publicó en 2016. Según una de las voces críticas con esa obra, el argumento de Roca Barea es puro "populismo nacionalcatólico" (el "nacionalcatolicismo" es el nombre con el que a menudo se describe la ideología atribuida a la dictadura de Francisco Franco). En un sentido más general, a los españoles se los caracteriza a menudo también como gentes singularmente intransigentes y violentas. "Si un pecado mortal tuviera que definir el carácter nacional español, ese sería la soberbia", puede leerse en una versión reciente de un autor británico, quien, en un portentoso alarde, se atreve a pronosticar que el país está "destinado a seguir" caminos que conducen inexorablemente al "derramamiento de sangre".

placeholder Una representación de la ópera 'Carmen', del autor francés Georges Bizet, a los pies de la fortaleza Masada en el Mar Muerto, Israel en 2012 (EFE/Jim Hollander)
Una representación de la ópera 'Carmen', del autor francés Georges Bizet, a los pies de la fortaleza Masada en el Mar Muerto, Israel en 2012 (EFE/Jim Hollander)

Si la leyenda negra fue, en su origen, una respuesta al poder español, la posterior decadencia de España dio pie a una segunda imagen, más romántica. A partir del siglo XVIII, la percepción de los observadores extranjeros comenzó a ser la de un país atrasado, un punto de vista sintetizado por el conocido comentario desdeñoso (atribuido a Alejandro Dumas) de que "África comienza en los Pirineos". Para Voltaire —que, a diferencia de Dumas, jamás visitó España—, los españoles eran una raza "indolente". En el siglo XIX, otros viajeros y escritores foráneos empezaron a regodearse en ese presunto atraso. Describían España como un lugar exótico y decadente. Le aplicaban un enfoque "orientalista", por emplear el término acuñado por Edward Said.

España se convirtió así en el país de la Carmen de la novela de Mérimée y la ópera de Bizet, una tierra de mujeres lascivas, gitanos, bandidos, canciones y baile. "La única cosa seria para los españoles es el placer y se dan a él con una franqueza, con una entrega y con un ardor admirable", escribió Theóphile Gautier, un escritor francés que visitó el país. Al mismo tiempo, sin embargo, esa presunta falta de modernidad comenzó a verse como una señal de la autenticidad de la cultura española. Su música popular inspiró a compositores extranjeros, como Rimski-Kórsakov, Debussy o Ravel. Los autores del romanticismo inglés, como Richard Ford en su Manual para viajeros por España, de 1845, reflejaron en sus escritos la vitalidad y la dignidad de los españoles, un pueblo noble condenado a ser traicionado una y otra vez por su mal sistema de gobierno y sus malos gobernantes (otra de esas generalizaciones simplificadoras que no dejaban de contener una considerable parte de verdad). Este fue un motivo retomado por dos escritores que fijaron una impresión indeleble de la Guerra Civil española en el imaginario internacional: Ernest Hemingway, en su novela Por quién doblan las campanas, y George Orwell, en su Homenaje a Cataluña, libro de memorias sobre su lucha como miliciano voluntario contra el ejército de los "nacionales" del general Francisco Franco.

En el atractivo romántico de España incidió también Franz Borkenau, un antiguo marxista austriaco que nos brindó el que tal vez sea el más perspicaz relato contemporáneo de un extranjero sobre la Guerra Civil. En él recordaba que casi todos los observadores foráneos, tanto de izquierdas como de derechas, sentían "una atracción casi mágica" por el país. Y añadió:

"La profunda atracción de España consiste, en mi opinión, no tanto en su importancia [política] como en su carácter nacional. La vida allí no es todavía eficiente; esto quiere decir que aún no ha sido mecanizada; que la belleza sigue siendo para el español más importante que los usos prácticos; el sentimiento, más importante que la acción; el honor, a menudo más importante que el éxito; el amor y la amistad, más importantes que el propio trabajo".

placeholder La exposición 'Washington Irving y la Alhambra. 150 aniversario (1859-2009)', en 2009 (EFE/Juan Ferreras)
La exposición 'Washington Irving y la Alhambra. 150 aniversario (1859-2009)', en 2009 (EFE/Juan Ferreras)

Podrían añadirse a esta lista las más básicas características del sol, la calidez, el vino y la dieta mediterránea, factores todos ellos que contribuían a la sensación de contraste y otredad que el país producía en los europeos del norte.

Los románticos, según el autor angloespañol Tom Burns Marañón, crearon "una serie de estereotipos y estos tópicos forman ya parte no solo de la mirada del otro, que es lo de menos, sino del mismo espejo en el que se miran los propios españoles". Esos tópicos y estereotipos han vuelto a aflorar en los últimos tiempos, sobre todo en relación con la cobertura informativa que se le ha dispensado al conflicto catalán en el extranjero. Y su interiorización por parte de los propios españoles contribuyó a que se instalara en ellos un pertinaz pesimismo. Como Velázquez en su día, los españoles han mantenido durante siglos una percepción muy punzante del declive relativo de su país con respecto a su pasada grandeza. Exagerado en ocasiones, este decadentismo tiñe la vida política del país desde entonces. Sigue tiñéndola todavía.

"Los españoles han mantenido durante siglos una percepción muy punzante del declive relativo de su país con respecto a su pasada grandeza"

Según Wade Davis, escritor y antropólogo canadiense, "los viajeros suelen quedar cautivados por el primer país que conquista sus corazones y les da licencia para sentirse libres". En mi caso, ese país fue España. Entré en él por primera vez una calurosa tarde de sábado de julio de 1971 junto a dos amigos míos de la universidad. Habíamos venido por carretera desde Londres conduciendo una desvencijada autocaravana Volkswagen azul. Cruzamos la frontera en Irún y proseguimos ruta hasta San Sebastián. Tengo muchas instantáneas en la memoria de ese viaje y de otros posteriores. La primera es de la luz del sol del atardecer proyectándose oblicua sobre las abarrotadas calles de la parte vieja de San Sebastián, mientras íbamos de tasca en tasca probando bocados de calamar y pulpo, exquisiteces casi desconocidas en la todavía muy cerrada Gran Bretaña de la época. El intenso olor acre del alcantarillado flotaba en el calor canicular residual.

España era por aquel entonces un país mucho más pobre que el Reino Unido. Desde Madrid, condujimos hacia el sur, pasando por Toledo y, luego, entre las chozas de techumbre metálica de Puertollano, una ciudad de un calor sofocante dedicada a la miería del carbón. Tras admirar maravillados la inmensa mezquita de Córdoba, nos detuvimos a comprar algo de comida en Fernán Núñez, una población de la Andalucía rural profunda rodeada de olivares. Era una localidad de paredes encaladas, calles de tierra y casas de una sola planta con ventanas pequeñas en las que residían jornaleros agrícolas que pasaban buena parte del año desempleados, y mujeres envejecidas prematuramente que guardaban un riguroso luto de viuda. Una de ellas estaba sentada a la puerta de su casa triturando tomates para un gazpacho con un mortero de piedra. Fernán Núñez se me grabó en la memoria como el lugar más pobre en el que había estado nunca. Luego, condujimos de vuelta a lo largo de la costa mediterránea española, desde Algeciras hasta Barcelona, siguiendo la N-340, una lenta carretera principal. En Torremolinos y en Benidorm empezaban ya a brotar bosques de torres de apartamentos y hoteles, pero gran parte del litoral permanecía sin urbanizar.

placeholder Fotograma de 'Vivir es fácil con los ojos cerrados', la película sesentera de David Trueba
Fotograma de 'Vivir es fácil con los ojos cerrados', la película sesentera de David Trueba

Franco todavía estaba al mando, como lo había estado desde que aplastó al bando de la República en la Guerra Civil. La libertad que sentí era puramente interior, atribuible al hecho de estar fuera de mi propia cultura y en otra diferente, más dada a la extraversión, pero aun así accesible para mí. Me consideraba afortunado por no tener que correr los riesgos que los españoles de mi edad asumían al oponerse a la dictadura. A nosotros solo nos pararon (e interrogaron brevemente) alguna que otra vez parejas de guardias civiles con tricornio y gesto serio que sospechaban de aquellos tres melenudos jóvenes extranjeros. El verano siguiente, recorrí gran parte de España haciendo autoestop: fui de Barcelona a Madrid, y luego a León, Asturias y Galicia. En Santiago de Compostela, me relacioné con un amistoso grupo de estudiantes de la gran universidad local. Como el curso ya se estaba acabando, uno de ellos me invitó a que me quedara con su familia en su casa, en Vigo, el mayor puerto pesquero de España e importante ciudad industrial. Fue él quien me introdujo en el arte español del ir de copas sin disponer apenas de presupuesto: llegábamos a un bar justo cuando servía algún pincho gratis (un tazón de sopa de marisco por aquí, un trozo de tortilla por allá, una bandeja de mejillones en otro sitio..., todos ellos regados con vasos de un vino local peleón que costaban solamente una peseta cada uno).

Mientras estaba en Vigo, en aquel septiembre de 1972, los sindicatos —todavía clandestinos por aquel entonces— convocaron una huelga general. La movilización comenzó con una demanda de los trabajadores de la importante fábrica local de Citroën para limitar la semana de trabajo a un máximo de cuarenta y cuatro horas, y acabó prolongándose durante una quincena entera. Recuerdo haber visto a grupos de trabajadores enfrentándose a la Policía en avenidas desiertas. La prensa nacional, sometida a censura, ni siquiera mencionó lo que era la mayor noticia en aquel momento en España. El periódico local solo se refirió a ella con una pequeña información sobre unos agitadores comunistas.

Las mujeres españolas le resultaban muy seductoras al joven británico reprimido que yo era en aquel entonces. Cuando llegaba a alguna localidad, me sumaba al "paseo" por la plaza principal del pueblo a la caída de la noche que sigue siendo un pilar de la vida social en la España de provincias. Allí, grupos de chicas jóvenes miraban y se reían, tan coquetas como inalcanzables, acompañadas no muy de lejos por alguna mujer mayor que les hacía de carabina, y siempre bajo la vigilante sombra de su cura local y del confesionario. En las ciudades sí conocí a mujeres jóvenes más independientes; algunas de ellas circulaban como flechas en sus motocicletas yendo de un lado a otro a pleno sol.

Yo me quedé igual de enganchado al país que los viajeros románticos decimonónicos. Hice tres viajes más a España en los años setenta. El hondo prurito transformador que agitaba aquella sociedad se hacía evidente incluso para alguien de fuera y con un español tan limitado como el mío en aquel entonces. Los profesionales de treinta y tantos, miembros de una clase media en rápido crecimiento, me llevaban en sus apretados Seiscientos o en sus cuadriculados Seat 124. Estaban encantados de poder hablar con un extranjero de su frustración por el inmovilismo de la dictadura, y ansiosos por disfrutar de las mismas libertades que sus homólogos del resto de Europa occidental. Solían ser muy amables. El único caso de frialdad que recuerdo fue en una ocasión, en Madrid: un joven sudafricano con quien había compartido un trayecto en coche desde Zaragoza me llevó al piso de un tío suyo en la calle Bravo Murillo en una sofocante tarde de sábado, una hora en la que la aletargada ciudad de funcionarios que era la urbe madrileña estaba bajando las persianas para el fin de semana. El tío, funcionario y franquista, no se mostró particularmente encantado de vernos —algo que, seguramente, cabía esperar—, pero dejó que pasáramos la noche en el piso entre el oscuro y pesado mobiliario. Hacer autoestop podía ser difícil. Tras esperar durante horas en el arcén de alguna carretera, a veces me rendía y cogía el tren. Los más baratos eran los denominados "rápidos" o "exprés". Paraban en casi todas las estaciones y tardaban muchas horas en llegar a cualquier destino. Sin apenas autopistas y sin líneas ferroviarias de alta velocidad, España se le hacía mucho más grande al viajero que hoy en día.

Estaban encantados de poder hablar con un extranjero de su frustración por el inmovilismo de la dictadura

En 1972, Franco era casi una momia. Con motivo de sus vacaciones estivales en Galicia, los periódicos publicaban —obedientes— fotografías del anciano dictador pescando con el rostro oculto tras unas grandes gafas oscuras. En noviembre de 1975, falleció en su lecho de muerte. Daba comienzo, por fin, la transición a la democracia. En mis visitas periódicas a España durante las tres décadas siguientes, pude ver un país en rápida transformación. Se convirtió, al fin, en una nación europea próspera, "normal"... en apariencia, al menos. Los politólogos dejaron de quejarse del "excepcionalismo" español, de la idea de que "Spain Is Different", tal como rezaba el eslogan turístico oficial lanzado en los años sesenta, cuando Manuel Fraga era ministro de Información y Turismo de Franco (un ministerio cuyo nombre resultaba toda una revelación de la naturaleza del régimen).

En 2008, justo cuando la crisis financiera en Estados Unidos y Europa pinchaba la gran burbuja inmobiliaria española, escribí un reportaje especial de catorce páginas sobre España para The Economist. Hallé en aquel momento un país que estaba al borde de caer en una profunda depresión económica ante la que, sin embargo, mantenía principalmente una actitud de negación. Había también señales claras del choque que terminaría produciéndose en Cataluña. Titulé el reportaje The Party’s Over, "se acabó la fiesta". Tocó cierta fibra sensible en España: aquella edición de la revista vendió más de veinte mil ejemplares adicionales en quioscos españoles. En mayo de 2016, me mudé a Madrid, donde viví durante los siguientes siete años.

En la actualidad, España es un país donde (a simple vista, al menos) el progreso previo parece haberse frenado. Los últimos quince años han sido duros; comenzaron con el estallido de una burbuja inmobiliaria y con una fuerte depresión que se prolongó de 2008 a 2012. Aunque un periodo de vigorosa recuperación vino después, hubo un deterioro en la "conviviencia". La aparentemente sólida democracia española ha sufrido múltiples sacudidas. Muchas de sus instituciones —desde la monarquía hasta la Justicia, pasando por los partidos políticos— están hoy seriamente cuestionadas. La mayor de esas conmociones se produjo en Cataluña, donde el nacionalismo viró hacia el separatismo. En el otoño de 2017, el Gobierno autónomo catalán, en manos de las fuerzas independentistas, organizó un referéndum inconstitucional y proclamó una declaración unilateral de independencia. El Estado español respondió procesando y encarcelando a una docena de dirigentes independentistas conforme a una línea de actuación incomprensible para muchos observadores externos. Y luego llegó la pandemia de la COVID-19, que golpeó a España y a su economía con más fuerza que a muchos de los países vecinos, y sacó a relucir fallos de gestión pública y de gobierno (como en todas partes en aquel momento, por cierto).

placeholder Pablo Iglesias en el pabellón de Vall d'Hebron, en Barcelona, en 2014 (EFE/Alejandro García)
Pablo Iglesias en el pabellón de Vall d'Hebron, en Barcelona, en 2014 (EFE/Alejandro García)

Los sucesos en Cataluña, en particular, propiciaron una reactivación de los estereotipos, especialmente entre comentaristas británicos y estadounidenses. En muchas de las interpretaciones de aquellos acontecimientos —entre ellas, las de los propios protagonistas de la campaña independentista— se retrataba a los líderes catalanistas como representantes de una nación oprimida. Desde tiempos de Orwell, Cataluña ha ocupado un lugar especial en la imaginación romántica. Además, muchos observadores externos están siempre prontos a resucitar el espíritu de Franco como si fuera el espectro que maneja todavía los hilos de la España contemporánea. Ellos y algunos españoles sostienen que el país está pagando ahora el precio de un presunto "pacto de olvido" durante la transición a la democracia. "El fantasma de Franco persigue todavía a Cataluña", rezaba el título de uno de los artículos de la revista Foreign Policy en octubre de 2017. "Los fantasmas de la Guerra Civil rondan a una España desquiciada por Cataluña", insistió The Times en febrero de 2019.

Tras el otoño catalán de 2017, Antonio Caño, el entonces director de El País, me trasladó la siguiente queja: "Siempre hay algún inglés que se empeña en decirnos que España es diferente. España no es diferente". En ciertos (e importantes) sentidos, tenía razón. De hecho, en este libro defiendo la tesis de que el país no está cayendo en las garras de ningún autoritarismo atávico, y de que los males de España durante esta turbulenta década pasada no se deben principalmente a ningún pecado original que acompañase al nacimiento de su democracia, pues son, en esencia, los mismos que han aquejado a otras democracias del resto del mundo durante esta década de 2010 tanto en Europa como en Estados Unidos y América Latina: la soberbia, la austeridad, el populismo, la polarización, los malos liderazgos y los problemas para adaptarse a un mundo que se transforma a gran velocidad, marcado por la globalización y el cambio tecnológico.

España ha sufrido tres versiones sucesivas de populismo: dos corresponden a partidos nuevos y la tercera, al independentismo catalán

En parte como reacción a la austeridad, pero también en parte por las tensiones políticas, España ha sufrido tres versiones sucesivas de populismo: dos corresponden a partidos nuevos (Podemos en la izquierda extrema y Vox en la derecha radical) y la tercera, al independentismo catalán (que aglutina otras voluntades y significados también). En muchos sentidos, la campaña independentista en Cataluña puede agruparse en la misma categoría que el Brexit en Gran Bretaña y la Liga de Matteo Salvini en Italia como uno de los movimientos revolucionarios populistas nacionalistas más potentes de la Europa occidental reciente. Pero el conflicto catalán también puede considerarse simplemente como la más reciente reedición de la batalla secular (e irresoluta todavía) de España por conciliar su diversidad regional con su unidad nacional.

placeholder El presidente de Vox, Santiago Abascal, a su llegada a la concentración en la plaza de Colón de Madrid, en 2019 (EFE)
El presidente de Vox, Santiago Abascal, a su llegada a la concentración en la plaza de Colón de Madrid, en 2019 (EFE)

Los problemas puestos de relieve por las recientes tribulaciones que España ha sufrido no son solo profundos, sino que entrañan también un significado más amplio. ¿Qué es una nación? ¿Toda nación requiere automáticamente de un Estado propio? ¿Debe reconocérseles a las naciones o las regiones de las democracias europeas del siglo XXI el derecho a la autodeterminación? ¿Hay situaciones en las que los referéndums pueden solucionar cuestiones que suscitan grandes divisiones y polarización? España ejemplifica otros problemas contemporáneos también. ¿Cómo pueden (y deben) abordar los países un pasado traumático y divisivo? ¿La "memoria histórica" es un deber democrático o un proyecto político partidista? ¿Por qué se registran en España unas tasas elevadas de desempleo tan persistentes, y cómo puede superar el país el legado de dos profundas depresiones? ¿Todo cambio social rápido aboca necesariamente a una reacción conservadora adversa? ¿Cómo pueden colaborar los políticos democráticos para impulsar una labor de gobierno coherente y reformista cuando el sistema político está fragmentado y polarizado? ¿Y pueden sobrevivir las monarquías parlamentarias a las malas conductas de sus monarcas? Estas son preguntas que abordaré en lo que queda de libro. Para ello, echaré a veces una mirada al pasado, sobre todo en los capítulos 3, 4 y 5. La historia no determina cómo pensamos el presente, pero sí influye. El libro también planteará a veces una mirada más transversal a fin de valorar en qué sentidos se parece España a otras democracias europeas occidentales, pero también en qué otros su historia, su geografía, sus costumbres y sus ideas la han hecho distinta.

placeholder El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, junto su vicepresidente, Oriol Junqueras, en 2016 (EFE Toni Albir)
El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, junto su vicepresidente, Oriol Junqueras, en 2016 (EFE Toni Albir)

Que estas preguntas se hayan planteado ahora con tanta fuerza resulta más turbador, si cabe, porque durante, aproximadamente, el cuarto de siglo siguiente a 1975, España había sido un caso de éxito inapelable. Pese a todo, continúa siéndolo en muchos sentidos, como este libro también tratará de demostrar. En 2017, regresé a Fernán Núñez. Las casas allí eran ya de dos o tres plantas, y había también algunos bloques de pisos. Sus calles estaban flanqueadas de hileras de coches aparcados. Se notaba también cierto bullicio de actividad. Entre las tiendas había un supermercado chino. Era otoño y Juana, una señora de setenta y ocho años, estaba sentada al sol, junto a la puerta de su casa; reconocía que mucho era lo que había cambiado: "Ahora son más los que tienen tierras, y muchos han estudiado", me dijo. Algunos viajan diariamente a puestos de trabajo en Córdoba, que está a unos treinta kilómetros, porque ahora se llega muy rápido por la autovía que reemplazó a la antigua carretera. Ella tiene tres hijos: la mayor estudió Turismo y trabaja en Mallorca; el mediano es policía local, y el pequeño trabaja de yesero. Pocos lugares hay mejores para vivir que España. Aun así, si el país no puede encontrar un camino de renovación política, la permanencia de sus logros quedará en entredicho.

En su punto central, la extensa galería que recorre buena parte del largo de la planta primera del Prado se abre a la espaciosa y hexagonal "Sala 12". Este lugar es el eje sobre el que pivota el gran museo madrileño. Ni siquiera se tocó con motivo de la reordenación de sus colecciones durante la pandemia. A esa altura, en el lado oeste de la luenga galería, está colgado el majestuoso retrato ecuestre del emperador Carlos V en la batalla de Mühlberg pintado por Tiziano. Unos setenta pasos más allá, la pared este de la Sala 12 está ocupada por Las Meninas, la imponente pintura de Velázquez que hoy muchos consideran posiblemente la más grande obra individual de la historia del arte europeo. Aunque, a primera vista, es un retrato de grupo, una escena doméstica en la que una infanta suntuosamente vestida es asistida por sus damas de honor acompañada por un enano, un perro y sirvientes de palacio, cuanto más se fija el observador en él, más se le asemeja a un acertijo.

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