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Las juntas de propietarios muestran el grado de polarización de España
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Esteban Hernández

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Las juntas de propietarios muestran el grado de polarización de España

Las comunidades de vecinos son siempre complicadas. Pero cuando llega la división, por asuntos económicos o por el uso de los servicios comunes, se entiende mucho mejor la política

Foto: Un edificio de Madrid. (Europa Press/Eduardo Parra)
Un edificio de Madrid. (Europa Press/Eduardo Parra)
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Pocas situaciones más enconadas que las disputas en las comunidades de propietarios. Como sabemos, son un microcosmos en el que el ser humano queda radiografiado: en ellas se muestran con nitidez nuestros defectos y nuestras virtudes.

Hay comunidades de toda clase, con relaciones hostiles o cercanas, afectuosas o tensas, con viejas cuentas o con nuevas amistades. Pero incluso las más cohesionadas se ponen a prueba cuando se celebra una junta de propietarios en la que hay que decidir sobre asuntos económicos, como derramas, reformas, repartos de gasto y demás, o cuando han de discutirse cuestiones relacionadas con el disfrute de los servicios comunes. Las tensiones entre beneficiados y perjudicados, entre quienes salen ganando y quienes salen perdiendo, suelen ser notables, y todos tenemos experiencia al respecto. Las juntas son también espacios en los que se pone de relieve cómo se lidia con las discrepancias y en qué medida toleramos las posiciones diferentes o antagónicas.

Una de tantas, de la que tuve un conocimiento detallado a través de un tercero (y que no es la mía, digámoslo ya para evitar maledicencias), me pareció un ejemplo bastante preciso de cómo un asunto cada vez más mencionado, la polarización, opera en nuestra vida cotidiana.

Lo habitual

En esa junta, como en muchas de ellas, la partida viene inclinada de antemano. Una vez constituida, y en vista de los asistentes a la misma, quedaba claro que los beneficiados por las medidas que se sometían a votación contaban con algunos votos más que los perjudicados. Este hecho, que debería haber generado tranquilidad en quienes iban a salir ganando, provocó todo lo contrario. La táctica habitual de impedir que los argumentos se expresen se hizo presente cada vez que aparecía una crítica a través de los instrumentos típicos: interrumpir de continuo, cortar la palabra, elevar la voz en las respuestas o utilizar un tono agresivo, de manera que finalmente se escuchase más el ruido que las razones. Esta es una de las manifestaciones más frecuentes de la polarización.

Pero los problemas que se debatían no podían ocultarse, y, por lo tanto, debían ser afrontados en algún momento. Conforme avanzaba la narración, más presente se hacía esa secuencia que Hirchsman describió excelentemente como "la retórica de la intransigencia": los problemas que se manifiestan no son nuevos, existen desde siempre y siempre serán así; carecen de solución, por lo que no tiene sentido debatir sobre ellos; y si la tuvieran, el coste de ponerla en marcha resultaría contraproducente, porque causaría más perjuicios (en dinero y en molestias) que dejar las cosas como están.

Ni en la política ni en la vida, se tiende a buscar eso que se expresa como óptimo

Por último, emergió algo inevitable en estos tiempos oscuros: las dificultades son únicamente de quienes las sufren y están causadas por ellos mismos, por su falta de responsabilidad, por sus características personales, por su inacción o por similares nubes de humo culpabilizadoras. Esto es muy relevante en el plano político, en la medida en que el malestar de esta época está fuertemente avivado por la tendencia a responsabilizar a los perdedores de esta época de sus males, pero ese es otro asunto.

El deseo de consenso

Lo sorprendente es que los beneficiados tenían la partida ganada de antemano, lo que les permitía ser más generosos con los perdedores, pero optaron por lo contrario. Podrían haber asumido las preocupaciones comunes y haber proporcionado una salida, ya que la decisión de fondo, la importante, les iba a ser favorable. Dicho en términos más habituales, podían haber hecho un esfuerzo por lograr un consenso, dado que tenían la partida ganada. Eso habría contribuido a un mejor entendimiento y a una paz social necesaria.

Esta apuesta por el consenso es mayoritaria cuando en las encuestas se pregunta a los españoles sobre la política. Se suele invocar la necesidad de acuerdos, de diálogo entre los grandes partidos, de que haya un entendimiento en cuestiones de Estado que generen una estabilidad al país. Pero una cosa es la opinión sobre la política y otra cuando los asuntos afectan muy directamente. El resultado final es que, ni en la política ni en la vida se tiende a buscar eso que se expresa como óptimo.

La verdad sobre la polarización

Es normal, porque detrás de toda polarización, y como causa primera, está la negativa de quienes tienen privilegios a perderlos. Quienes disponen del poder no están dispuestos a ceder ni un ápice y, si es posible, tratan de obtener más. Por desgracia, esto ocurre en casi todos los ámbitos, en los pequeños y en los grandes: en los parlamentos, en la judicatura, en las empresas, en los departamentos universitarios, en las asociaciones colegiales, en clubes de fútbol y en muchos otros lugares.

En estos contextos, la polarización no es más que un instrumento para conservar o ampliar el poder y todas las técnicas que se utilizan están al servicio de ese propósito. Allí donde la polarización aparece hay negación del otro, pero no por falta de empatía, sino por el deseo egoísta, a veces avaricioso, a veces rencoroso, de conservar o aumentar el poder que se tiene.

Actuar de esta manera es pernicioso por muchos motivos, pero también porque su finalidad es evitar toda discusión tejida en términos racionales: los argumentos deben desaparecer entre el ruido porque, de otro modo, se quedaría obligado por ellos. También se elimina la predisposición a realizar concesiones si las razones de la otra parte son válidas, o a llegar a acuerdos o a buscar puntos de encuentro. Cuando se utilizan la descalificación del opositor, la negación de su legitimidad, o la culpabilización ajena, se opera desde la pura confrontación y, por tanto, en términos de blanco o negro. Es pura lucha por el poder, los contrapesos no funcionan y quien gana se lo lleva todo. Esto, en nuestro país, es demasiado común, por desgracia.

Se trata de eliminar todos los elementos de equilibrio, y entre ellos la discusión razonada, para entrar en el ámbito de la confrontación

Ha de recordarse aquí a Ortega y Gasset y su España invertebrada, cuando subrayaba uno de los males patrios, esos que denominaba particularismos. Lo de hoy es una versión acentuada del viejo diagnóstico: no se trata solo de que cada cual mire por sus intereses, desentendiéndose del resto de la sociedad y de sus obligaciones para con ella, sino de que se trata de eliminar todos los elementos de equilibrio, y entre ellos la discusión razonada, para entrar en el ámbito desnudo de la confrontación por el poder. Este es el momento español. No es exclusivo nuestro, desde luego, y existen derivadas de todo orden aquí, pero que sea un mal generalizado no provoca ningún consuelo. Más al contrario.

Pocas situaciones más enconadas que las disputas en las comunidades de propietarios. Como sabemos, son un microcosmos en el que el ser humano queda radiografiado: en ellas se muestran con nitidez nuestros defectos y nuestras virtudes.

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