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La razón por la que están de moda los relojes carísimos
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Esteban Hernández

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La razón por la que están de moda los relojes carísimos

Parece extraño que un objeto que es cada vez menos útil, como el reloj de pulsera, cuente en su gama más alta con un gran aprecio social y económico. Hay un motivo: el valor de lo superfluo

Foto: Tienda de relojes de lujo en Shanghái. (EFE)
Tienda de relojes de lujo en Shanghái. (EFE)
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Los relojes de lujo nunca habían generado tanto interés como en los últimos cinco años. Sus fabricantes han logrado beneficios récord, lo que no deja de contener cierto contrasentido, porque los relojes de pulsera nunca han sido menos funcionales que ahora. Su utilidad última, medir el tiempo y proporcionarnos de manera inmediata la hora, ya no necesita de un instrumento específico. Entre otras cosas, porque el teléfono móvil, ese aparato indespegable de nuestro ser, ha incorporado esa función.

Sin embargo, hay gente que continúa utilizando relojes, porque le agradan estéticamente, por costumbre o porque algunos de ellos han sumado algunas utilidades, como la de conectarse a redes, apps y mensajería a través del reloj, medir el ritmo cardiaco, monitorear el sueño o medir las distancias recorridas durante el día.

Sin embargo, un reloj de lujo no sirve para eso. Sería raro, además, comprarse un reloj carísimo para proporcionar tus datos personales a las empresas que los monitorean. Y puesto que su funcionalidad ha decaído sustancialmente, cabe preguntarse por qué ese auge de un objeto que sirve para poco. George Simmel, un sociólogo alemán, ofreció algunas pistas hace más de un siglo, cuando analizaba la vida contemporánea a través de los adornos.

Lo que "fluye en exceso"

El telón de fondo del auge del adorno era el de las transformaciones sociales provocadas por la canalización incesante de las poblaciones occidentales hacia las grandes ciudades. Los entornos de masas, con su impersonalidad y su anonimato, también produjeron cambios en nuestros sentidos: si en las poblaciones pequeñas el oído era el sentido dominante, en las urbes lo era la mirada. Aquello que se veía y lo que queda fuera de escena, cómo se era visto y cómo se veía a los demás cobró una nueva importancia. En ese contexto, los adornos aportaban matices muy relevantes.

El primero de ellos partía de su naturaleza, porque el adorno es superfluo; es decir, como señala su etimología, algo que "fluye con exceso". No es necesario, no hace falta, no es funcional, pero eso no significa que carezca de valor, de utilidad o de significado.

A menudo la marca y el diseño suplantan a las calidades: caro no es sinónimo de bueno, duradero, fiable o cualitativamente superior

Esa naturaleza superflua no fue siempre así. En el reloj, como en el resto de bienes, se mezclaba lo pragmático y lo simbólico, la utilidad y el precio. En las sociedades de mediados del siglo XX, en las que predominaba la ética de clase media (que era una continuación adaptada de la obrera), el precio elevado tenía alguna explicación utilitaria. Un reloj caro lo era por su carácter fiable, por sus materiales sólidos y adecuados y por su mecánica precisa, que otorgaba ventaja funcionalmente cualitativa sobre los relojes más baratos. Ocurría con muchos bienes, comenzando por la ropa: dejaban sentir en su precio las cualidades del valor. Un buen traje lo era por su corte, pero también por la calidad del paño, por proporcionar calor o transpirabilidad, dependiendo de qué era necesario, y por su duración. Es decir, era caro porque era bueno.

En nuestra sociedad esa correlación es cada vez menos relevante. A menudo la marca y el diseño suplantan a las viejas calidades: caro no es sinónimo de bueno, duradero, fiable o cualitativamente superior. Muchos de los bienes funcionan como adorno, es decir, como forma de realce de aquello que se ve y se transmite. Su funcionalidad es otra: "Consiste en atraer las miradas de los demás hacia el que lo ostenta", como afirmaba Simmel. Y no se trata únicamente de los objetos, es una tendencia general: una parte significativa de las inversiones se destinan a empresas o sectores que, incluso careciendo de una base sólida, se convierten en objeto de todas las miradas. Son atractivos, suenan bien; pueden adolecer de una realidad provechosa, pero contienen grandes promesas, de modo que interesan a mucha gente. Es ese carácter el que determina la posibilidad de perdurar de una empresa: basta con que otros lo deseen para que se convierta en deseable.

El reloj de lujo es uno de esos bienes, como tantos otros, en los que la utilidad material resulta irrelevante frente a la simbólica; las cualidades del objeto importan poco frente a la promesa de ser mirados.

La mezcla

Como afirmaba Simmel, el adorno es parte de un "ser para otro" que contiene dos tendencias. Una de ellas es "el deseo bondadoso de proporcionar a los demás una alegría". Del mismo modo que una decoración adecuada puede aportar ambiente más cálido y afectuoso, transmitir una imagen con que los demás perciban como agradable y que valoren es parte de la sociabilidad. Son cosas que se hacen para los demás, para que se sientan cómodos con nosotros y a gusto a nuestro lado.

En ocasiones, el adorno es egoísmo, "por cuanto que destaca a su portador y le comunica un sentimiento de satisfacción a costa de los demás"

Pero ese deseo de agradar, advertía Simmel, también puede trocarse "en un medio al servicio de la voluntad de poder, y muestra en algunas almas una curiosa contradicción que consiste en necesitar precisamente de las personas sobre quienes se encumbran por su ser y su conducta, para construir sobre el sentimiento de inferioridad de estas la estimación de sí mismas". En ese sentido, "el adorno es máximo egoísmo, por cuanto que destaca a su portador y le comunica un sentimiento de satisfacción a costa de los demás (ya que el mismo adorno usado por todos no adornaría a ninguno individualmente)".

Esa mezcla entre el deseo de agradar y el de imponerse también ha variado con el tiempo, hasta romperse prácticamente: cada vez más las tendencias estéticas son un reflejo del deseo subordinado de agradar para parte de la población y el de la voluntad de poder para otras. Esa división explica también la enorme vigencia de lo superfluo como materia de lujo. Formulado en los términos de Simmel, "el concepto de lo superfluo no encierra en sí limitación alguna. A medida que aumenta lo superfluo, aumenta la libertad e independencia de nuestro ser. Lo superfluo no impone a nuestro ser ninguna ley de limitación, ninguna estructura, como hace lo necesario".

Tampoco es extraño que los adornos más costosos se hayan convertido en símbolos de prestigio para distintas partes de la población

Esta es probablemente la clave última para entender el auge del lujo: una sociedad que está cada vez más pendiente de los adornos, es porque recuerda claramente que lo superfluo no contiene límites. O, dicho de otro modo, mientras buena parte de la sociedad debe eliminar lo superfluo, incluso ese pequeño extra tan relevante para una vida tranquila, el lujo lo es de verdad cuando demuestra que no está sujeto a limitaciones.

No es extraño, pues, que conceptos como libertad se desvinculen en su acepción contemporánea de su carácter social y acojan una lectura libertaria, la de la ausencia de limitaciones: la mezcla se ha desequilibrado hacia un lado. Y tampoco lo es que los adornos, como el reloj carísimo, o la cadena gruesa de oro, se hayan convertido en símbolos de prestigio para (muy) distintas partes de la población.

Los relojes de lujo nunca habían generado tanto interés como en los últimos cinco años. Sus fabricantes han logrado beneficios récord, lo que no deja de contener cierto contrasentido, porque los relojes de pulsera nunca han sido menos funcionales que ahora. Su utilidad última, medir el tiempo y proporcionarnos de manera inmediata la hora, ya no necesita de un instrumento específico. Entre otras cosas, porque el teléfono móvil, ese aparato indespegable de nuestro ser, ha incorporado esa función.

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