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'Skinamarink': el último fenómeno del terror que se ha hecho viral en TikTok es (para sorpresa de nadie) un bluf
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'Skinamarink': el último fenómeno del terror que se ha hecho viral en TikTok es (para sorpresa de nadie) un bluf

Filmin estrena este viernes 'Skinamarink', la ópera prima de Kyle Edward Ball, una película de terror de bajo presupuesto (costó 15.000 dólares) que lleva recaudados más de dos millones de euros en todo el mundo

Foto: Un momento de 'Skinamarink', la ópera prima de Kyle Edward Ball. (Filmin)
Un momento de 'Skinamarink', la ópera prima de Kyle Edward Ball. (Filmin)

"Una de las películas más aterradoras de los últimos años", reza la promoción de Skinamarink, la última sensación del cine undreground hecha con dos duros (14.200 euros) y que ya lleva recaudados más de 2 millones. Convertida en película de culto a pesar de que se estrenó en Estados Unidos el año pasado —el culto ya no lo da el tiempo, parece—, Skinamarink llega este 27 de octubre a Filmin, aprovechando el tirón a una semana de Halloween. La crítica de cine ya no sirve para nada hoy, dicen —decimos—, pero es en estos casos cuando nuestra labor les puede ahorrar el ser arrastrados por la corriente marketiniana, por la hipérbole de la disidencia. Porque una película no es buena por muy barata o muy rara que sea o porque tenga una idea muy buena, pero solo una. Porque este es el problema de Skinamarink, que tiene una idea brillante de partida, pero que es incapaz aportar otra durante los 100 enervantes minutos que dura. Eso sí, al menos Kyle Edward Ball ha tenido una idea.

Esta ópera prima es la quintaesencia del audiovisual no de fondo de pantalla, sino de pantalla de fondo: un producto desconocido con imágenes resultonas que quedan bien en el reel de Instagram, que se hace viral en TikTok y que puede verse mientras el espectador manda wasaps, se hace la pedicura o fríe un huevo. Lo cierto es que Skinamarink sí es terror experimental en tanto en cuanto busca una voz alternativa desde la colocación de la cámara y el uso del tiempo en los primeros compases. Casi todo ocurre fuera de cuadro. O escondido o mutilado. El director apuesta por la abstracción y la ocultación en unos planos tan fragmentados como sugerentes. Pero al cabo de veinte minutos una se teme que debajo no vaya a haber nada.

Al parecer, la palabra skinamarink es un término popular en Estados Unidos, en las canciones infantiles, salido de una obra de Broadway de 1910 llamada The Echo. "Skid-Dy-Mer-Rink-Adink-Aboomp (Means I Love You)", es decir, "Skid-Dy-Mer-Rink-Adink-Aboomp (significa te quiero)", viene a decir. El título anticipa el punto de vista infantil y a la vez siniestro de la película, en la que una noche de 1995, dos niños pequeños, Kevin (Lucas Paul) y Kaylee (Daly Rose TeTreault), a los que solo conoceremos por los pies o de espaldas —nunca llegaremos a verlos claramente—, juegan por la casa sin supervisión parental.

placeholder Otro momento de 'Skinamarink'. (Filmin)
Otro momento de 'Skinamarink'. (Filmin)

Pero el juego se convierte en algo pesadillesco y los juguetes que pueblan las imágenes no invitan a jugar, sino que resultan amenazantes. La cámara de Ball fragmenta el interior de la vivienda —una esquina, unas escaleras, un aplique titilante— y juega con los espacios vacíos y los tiempos muertos. Rodada en digital y retocada con un filtro de ruido digital para que parezca un vídeo casero de los años noventa —y para que no se vea la falta de presupuesto—, Skinamarink juega con el aguante del espectador hasta romperlo, entrando en un bucle repetitivo de imágenes que se intercambian aleatoriamente para provocar una falsa sensación de misterio o complejidad.

El director utiliza muy bien las expectativas, primero, del espectador que espera ser también pionero en el descubrimiento de la última maravilla fílmica, y segundo, del espectador que se mete en la película, que se implica en la búsqueda de lo sobrenatural dentro del plano. Esa idea de reproducir la misma búsqueda y las mismas sensaciones que tenemos cuando en nuestra vida real tenemos miedo —¿qué habrá en esa sombra?, ¿no me ha parecido ver algo que se movía en esa esquina?, ¿pero aquí no había una puerta antes?, ¡estoy perdida y no puedo salir de aquí!— acaba estirándose insoportablemente y deja de funcionar cuando , pasados 10 o 15 minutos, el director ya da por zanjada su apuesta y se limita a repetirla, repetirla y repetirla. Cuadros, eso sí, compuestos con muy buen gusto y envueltos en filtros y oscuridad: cuanto menos se vea lo que hay dentro menos se notará la falta de presupuesto. Hay imágenes, pero no historia.

placeholder El famoso teléfono Chatter de Fisher-Price. (Filmin)
El famoso teléfono Chatter de Fisher-Price. (Filmin)

Tampoco hay casi diálogos. De vez en cuando, la voz de los dos niños protagonistas se hace presente para recalcar lo que nos puede haber pasado desapercibido en las imágenes crípticas y confusas: "¿Dónde está papá?". De nuevo consigue sortear la escasez económica para contratar buenos actores ocultándolos y reduciendo su intervención a la mínima expresión. El sonido también está pasado por filtros ultratumba y, de vez en cuando, golpes o ruidos guturales añaden algo de misterio a una historia que no acaba de haber, y el efecto termina siendo soporífero. No hay ninguna tensión en el agotamiento de la fórmula, cuando ya se descubre el truco de magia. Las imágenes no tienen más lectura que la visible. El reto es el de la paciencia.

Es más lo que nos gustaría que hubiese en Skinamarink que lo que realmente hay. Es más el terror prometido que la recompensa. Porque en Skinamarink, una vez que llega la decepción, solo queda una hora y pico de hastío y un par de momentos con algo de gracia —de terror—, uno de ellos protagonizado por un teléfono de juguete de Fisher-Price con el que todos los nacidos antes de 2000 podremos sentirnos identificados. Skinamarink es un encadenamiento de imágenes dispersas en las que hay una estética, unos códigos terroríficos y una expresividad visual, pero sin un mimbre que las sostenga. Lo más inquietante termina siendo la música de los dibujos en blanco y negro, como una reminiscencia de un pasado muerto, una perversa anomalía temporal.

Skinamarink se resume, en definitiva, en el momento en el que enciendes la luz de tu habitación y el bulto de la esquina resulta ser la silla cubierta con un abrigo. Una vez comprobado, se acaba el miedo. Lo interesante sería dar por hecho que el bulto es una silla, encender la luz, y encontrarse cara a cara con el monstruo.

"Una de las películas más aterradoras de los últimos años", reza la promoción de Skinamarink, la última sensación del cine undreground hecha con dos duros (14.200 euros) y que ya lleva recaudados más de 2 millones. Convertida en película de culto a pesar de que se estrenó en Estados Unidos el año pasado —el culto ya no lo da el tiempo, parece—, Skinamarink llega este 27 de octubre a Filmin, aprovechando el tirón a una semana de Halloween. La crítica de cine ya no sirve para nada hoy, dicen —decimos—, pero es en estos casos cuando nuestra labor les puede ahorrar el ser arrastrados por la corriente marketiniana, por la hipérbole de la disidencia. Porque una película no es buena por muy barata o muy rara que sea o porque tenga una idea muy buena, pero solo una. Porque este es el problema de Skinamarink, que tiene una idea brillante de partida, pero que es incapaz aportar otra durante los 100 enervantes minutos que dura. Eso sí, al menos Kyle Edward Ball ha tenido una idea.

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